domingo, 31 de diciembre de 2023

Expresiones que detesto. “Que tengamos salud que es lo más importante”

Hay algunas expresiones que se usan a menudo y que detesto. La de hoy tiene muchas variantes, siendo una de las más habituales “Que tengamos salud que es lo más importante”. No es que la deteste siempre. Si me la dice un ateo, me parece de lo más natural. Pero cuando me la dice una persona de iglesia, me repatea. Suelo contestar “No. Lo más importante es estar en gracia de Dios”. Algunos dicen “Ay sí, tienes razón”, otros te miran sin entender. Pero incluso los que te dicen que tienes razón, la próxima vez repetirán “Y que tengamos salud, que es lo más importante”. Vamos, que no se creen eso de la gracia de Dios.

No es que me extrañe la expresión en este mundo tan profundamente materialista en el que vivimos. Desgraciadamente, hasta la Iglesia se ha convertido en materialista. Yo recuerdo bien la sociedad de hace 50–55 años. Comparado con entonces, vivimos muy bien. Materialmente, todos tenemos suficiente. Hasta los pobres. Pero espiritualmente, somos indigentes. Nuestras almas viven en una hambruna espantosa. Pues en las homilías se habla mucho de la pobreza material y prácticamente nada de la indigencia espiritual. Muchas veces pienso que Satanás debe estar frotándose las manos: le llegan muchísimas almas, y además, gorditas.

No me extrañaría que los que piden por salud se crean que no son materialistas, pues no piden dinero, ni riquezas. Pero el materialismo no es lo mismo que la avaricia. El materialismo es dar más importancia a lo material que a lo espiritual. Por lo tanto pedir salud en vez de dinero no es avaricioso, pero es igual de materialista.

Sólo he encontrado una persona que realmente me entendió cuando dije lo de la gracia de Dios. Me comentó que hacía un año tuvo piedras en el riñón, con complicaciones adicionales y estuvo ingresado varios días en un hospital. Resultó ser un hospital de los franciscanos y tenía en su habitación una cruz de San Francisco. Un día se dio cuenta que por muy amables que fueran los médicos y las enfermeras, el único que realmente le acompañaba era el Cristo crucificado, acompañándole en su dolor. Estaban Cristo y él juntos, ambos sufriendo. No me lo dijo con palabras, pero claramente se veía que esta experiencia le había cambiado su vida. Fue en la enfermedad y el dolor donde volvió a vivir su alma.

Yo, gracias a Dios, no he tenido que pasar por ninguna enfermedad grave. Pero he vivido años en pecado mortal y con mi alma moribunda. Caes y en el momento no te das cuenta, pero ahora que he vuelto a la gracia de Dios, aseguro que no quiero volver a caer. Por nada. Prefiero mil veces el dolor y la enfermedad. No necesitamos más hospitales y más medicamentos. Lo que necesitamos es más confesionarios.

La salud está bien, pero no es lo más importante. Lo más importante es la gracia de Dios.

domingo, 24 de diciembre de 2023

Expresiones que detesto. “Cumplimiento: cumplo y miento”

Hay algunas expresiones que se usan a menudo y que detesto. Una de ellas es la de la entrada de hoy: Cumplimiento: cumplo y miento. Era más popular hace 20 o 30 años que ahora –gracias a Dios–, pero sigo oyéndola de cuando en cuando. A ver si explico por qué me pongo de tan mal humor cada vez que la oigo.

La intención de la expresión es clara: va contra la hipocresía que puede acompañar al cumplimiento sin devoción. Jesús mismo condena esta hipocresía, por ejemplo en el Sermón de la Montaña (Mt, cap. 6), donde indica que los que ayunan u oran para ser vistos por los hombres “ya han recibido su recompensa”. Es decir, esta oración o ayuno no llega a Dios. Hemos de estar prevenidos ante esta tentación y estar seguros que nuestras acciones son actos de piedad y no de soberbia, para gloria de Dios y no para nuestra vanagloria. 

Pero cumplir los mandamientos de Dios y de su esposa la Iglesia no es algo opcional. Estar cerca de Dios exige cumplir sus mandamientos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos.” (Jn. 14, 15). La respuesta ante este argumento suele ser “Pero hay que guardarlos porque crees en ellos, no solamente por cumplir”. Y aquí es donde aparece la perversión de esta expresión. Una perversión que muestra varias vertientes.

La primera es una falta de confianza en Dios. Dios, que es omnisciente, que te ha creado y te conoce mejor que tú mismo, y te quiere como un Padre, te dice que por tu bien debes cumplir sus mandamientos. El no cumplirlos significa que no crees que Dios quiere tu bien, o que te conoce, o que sabe lo que te conviene. ¿Por qué tienes que cumplir los mandamientos? Porque Dios, que es Dios y es tu Padre, te lo manda. No debiéramos necesitar de otro argumento.

La segunda vertiente de perversión es que esta actitud te aleja del cumplir jamás los mandamientos. Digamos que uno decide no ir a Misa porque no la entiende, no le dice nada. Queda sin decir, pero se supone, que, cuando la entienda, irá. Pero si no va, ¿cómo la va a entender en el futuro? Esta expresión no es un llamamiento a la mejora, sino a la inacción. 

La tercera vertiente de perversión es una de soberbia: yo soy el que últimamente decide qué mandamientos cumplir o no. Me estoy poniendo a la altura de Dios: “Tú me das unos mandamientos, yo me los estudio y después podemos negociar de igual a igual cuáles cumplo”. Es el pecado original. La serpiente nos está diciendo lo que le dijo a Eva: “Seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal” (Gn. 3, 5).

La cuarta vertiente es la más insidiosa: viste esta falta de confianza, inmovilismo y soberbia en una apariencia de sabiduría y razón: no se cumple por cumplir, como hacen la gente sin instrucción, sino que se discierne. ¡Ay cuánta razón tenía Cristo cuando dijo que estas cosas estaban ocultas a los sabios y entendidos y había sido revelada a los humildes y sencillos! (Mt. 11, 25).

Es mejor cumplir por devoción que por obediencia. Además es más fácil. Pero no cumplir porque “no lo entiendo” o “no lo siento” no es señal de madurez o autenticidad sino de soberbia. Cumple los mandatos de Dios dados en la Biblia o a través de la Iglesia. Los entiendas o no. Hazlo por amor y obediencia. Ese es el camino al cielo.


miércoles, 20 de diciembre de 2023

No es el Papa. Soy yo.

El papado de Francisco es controvertido. Eso lo sabemos todos. En particular en estos días tras la publicación de la declaración Fiducia Supplicans, sobre la bendición de parejas homosexuales o que conviven sin estar casados, ha habido una avalancha de escritos ya sea dando vivas o mostrando su desolación ante lo que hace el Vaticano. 

Yo estoy entre los desolados. Es duro luchar contra el Mundo, que empuja sin parar alejándote de tu salvación. Más duro es cuando no tienes apoyo desde la jerarquía. Y doble si los golpes vienen también de dentro. Te sientes como oveja sin pastor y con los lobos no sólo fuera, sino también dentro del redil.

Cuando esto pasa no hemos de olvidar que nuestra salvación no viene de Roma, sino del Cielo. Como ya escribí hace años, si Roma te confunde, no escuches. Pon los ojos en Jesucristo, no en el Papa. Esa es la primera parte, pero hay una segunda: los problemas no vienen de Roma, sino de todos nosotros. No es el Papa, soy yo.

Yo viví la muy católica España de los 60. Y el entusiasmo post concilio de los 70. Y el desmorone de los 80. Y la desolación actual. Mi observación es que una Iglesia sólida no se desmorona tan rápido. Luego lo que había en los 60 y 70 era buena pintura, pero con una base en mal estado. Y lo mismo con los papados. ¡Qué grandes papados con S. Juan Pablo II y Benedicto XVI! ¿Y 5 años después no queda nada? No eran tan grandes.

El poder de la Iglesia no viene de los papas y de los obispos. Viene de la santidad de sus fieles. Y no somos santos. Estamos muy lejos de ser santos. El Mundo ha seducido a los Obispos, pero también nos ha seducido a nosotros. Necesitamos la guía del Obispo, pero él necesita de nuestro apoyo y oraciones. Como dijo una vez San Josemaría Escrivá de Balaguer cuando algunos se le quejaron: “¿Que no tenéis buenos sacerdotes? Eso es que rezáis poco por ellos.”

Y por este camino van unas declaraciones recientes Cardenal Burke, que ha sido tan maltratado por Roma. Nos dice que el camino de la santidad es la respuesta a los problemas de la Iglesia.

Podríamos decir que en la Iglesia sólo ha habido un problema que se ha manifestado a lo largo de los siglos con diferentes síntomas. El problema es que nos hemos alejado de Dios. Nosotros. No el Papa, los obispos o los curas. Nosotros. Y por lo tanto la solución es evidente: hemos de volver a Dios. Nosotros. Es mucho más fácil si tenemos un papa, obispos y sacerdotes que nos acompañan y nos guían, pero no son estos los tiempos actuales. Lo tenemos que hacer heroicamente. Dios nos ha escogido uno a uno y nos ha puesto en este mundo para ser héroes. 

¿Y qué hemos de hacer? Pues lo que está prescrito para estas ocasiones: Oración, Sacramentos y Penitencia. Volver  los fundamentos: Ve a misa; confiésate a menudo; reza cada día, en particular por la Iglesia, el Papa y tu Obispo; ayuna y mortifícate; lee la Biblia cada día; estudia el catecismo. Quizá pienses que es una lista larga y no tienes tiempo para hacer todo esto. ¿Tienes algo más importante que hacer? ¿Hay algo más importante que salvar a la Iglesia? No hay nada más importante que puedas hacer. Quítate de la televisión, de YouTube, del móvil y verás que tienes tiempo. Quítate del sueño si es necesario. La Iglesia te necesita. A ti.

Y ten paciencia, que esto va para largo.

domingo, 3 de diciembre de 2023

Matarratas

Hace unos días leí en Crisis Magazine un artículo de Austin Ruse (autor que me gusta mucho) titulado Appealing but  deadly, (Atractivo, pero mortal). En él expone que, en este mundo que es tan enemigo del Cristianismo, podemos encontrar gran consuelo en ciertas personas que defienden valores esenciales cristianos. Pero nos advierte que debemos ir con cuidado, pues junto con estos valores cristianos defienden otros que no lo son, como por ejemplo las uniones homosexuales. Ruse califica este alimento intelectual que nos ofrecen como matarratas, pues es de apariencia agradable y nos lo tragamos con gusto, sin darnos cuenta del veneno que ingerimos, y que a la larga nos matará. Lo mismo que el matarratas, que está diseñado para que las ratas se lo traguen con gusto, y que les mate luego.

Este artículo me dio que pensar. Me di cuenta que la doctrina católica no es una serie de normas, sino un todo. No puedes escoger las normas que te parecen bien y desdeñar las que no: eso es matarratas y conduce a la muerte del alma. Lo sé por experiencia. El único camino de vida es aceptar toda la doctrina: te parezca bien o te parezca anticuada, te sea fácil o te cueste. Toda. Nuestro objetivo es ser perfectos, como el padre celestial (Mt 5, 48).

Es importante distinguir entre fallar en el cumplimiento de una norma y desdeñar la norma. Todos fallamos. Eso lo sabe Dios y es parte integral del catolicismo: para eso está el sacramento de la Penitencia, por ejemplo. Desdeñar la norma es lo que lleva a la muerte. Como dice Cristo “El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos” (Mt 5, 9). No habla del que cae por debilidad, sino del que no cree en el precepto. Ese es el peligro.

¿Y cuáles son esos preceptos que hay que seguir? Los de la doctrina católica y que están recogidos en el catecismo (Técnicamente no es exactamente así, pero para casi todos los casos es una explicación adecuada). Esto implica que la Doctrina es algo que tenemos la obligación de estudiar. No leerse o mirar un video. Estudiar. No basta saber más o menos de qué va. Hay que saberlo con precisión. Por ejemplo, ¿qué es un sacramento? Mucho me temo que la mayoría, sobre todo los de menos de 50 años, tendrían dificultades en responder a esta pregunta más allá de algunas vaguedades. No sabrían decir “es un signo sensible, instituido por Jesucristo, para darnos la gracia” (Catecismo Nacional, primer grado) o “Un signo sensible y eficaz de la gracia, instituido por Jesucristo para santificar nuestras almas” (Catecismo Mayor de S. Pio X).

Es fácil –aunque trabajoso– estudiar los catecismos clásicos, como el de S. Pío X, los catecismos  nacionales o el Astete y el Ripalda, incluso el Compendio, con su estructura de preguntas y respuestas. En cambio los catecismos modernos, como el You Cat, son vaporosos e inestudiables. Te cuentan cosas, pero sin nada a dónde agarrarte: ¿Cómo se puede estudiar una sección con el título “Una idea genial para una peli”?

La doctrina cristiana, que es “la que nos enseñó Nuestro Señor Jesucristo para enseñarnos el camino del cielo” (Cat. Nacional, 1er grado, pregunta 6), es nuestra protección contra los matarratas que nos lanza el Mundo. Es peligroso coger como referentes a las personas que están saliendo y que parece que “están de nuestra parte”, pero que no son Católicos o cristianos. Sólo Cristo puede ser nuestro referente. Cualquier cosa que se desvíe de sus enseñanzas es veneno. Y para poder diferenciar entre comida y veneno, hemos de estudiar nuestra doctrina.

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Miedo y esperanza

Imaginemos un hombre ateo. Ateo convencido. No cree que exista un dios, ni que tenga un alma, no cree que haya nada más allá de este mundo físico en el que vivimos. Pero es admirador de Jesús de Nazaret. Le gusta leer la Biblia, por la sabiduría encerrada en ella e incluso lee algún documento sobre doctrina católica por el mismo motivo. Jesús de Nazaret para él no es Dios –cree que no hay dios–, sino un hombre sabio y gran maestro.    Es obvio que, a pesar de su admiración por Jesús y sus seguidores a través de los siglos, este hombre no siente ninguna necesidad de la Iglesia de la misma manera que ningún admirador de Sócrates siente necesidad de una religión. En el caso de la Iglesia Católica la misa y los sacramentos son en propia esencia manifestaciones sobrenaturales, y si rechazas lo sobrenatural, se convierten en puras supersticiones. Como he dicho, esto es obvio para todos.

Pero hay otro caso que a mi me parece igualmente obvio, aunque mucha gente –desde laicos a sacerdotes y obispos– no ven la obviedad. Consideremos un hombre que cree en Dios y en Jesucristo como Hijo de Dios. Digamos incluso que está bautizado y se considera católico. Pero cree que todo el mundo va al cielo. El infierno, si existe, está vacío. Este hombre tampoco siente ninguna necesidad de la Iglesia. Si haga lo que haga, va a ir al cielo –sin pasar siquiera por el purgatorio– no necesita misas, ni la confesión, ni la comunión, ni nada. Sí, puede sentir la necesidad de dar gracias a Dios en momentos alegres o de hacerle alguna petición en momentos angustiosos, pero eso, aunque reconozcamos la conveniencia de tener la atmósfera de recogimiento que existe en las iglesias, lo puede hacer en cualquier sitio. Y lo mismo se puede decir de pagar los respetos a un difunto y acompañar a la familia, celebrar un nacimiento o la entrada en la edad de la razón de un niño. Una manera conveniente de hacerlo es ir al funeral, al bautizo o a la primera comunión, pero no es necesario. Si tu alma va a ir al cielo sí o sí, estás en la misma posición que el ateo en lo que respecta a la Iglesia: la misa y los sacramentos no son necesarios. No los considera supersticiones, pero sí algo más parecido a manifestaciones culturales, ocasiones para sentirse en comunidad, y poco más. Para mí esto es claro, clarísimo, obvio. Y me asombra que para muchos otros no lo es.

En resumen, un ateo, aunque sea admirador de las Enseñanzas de Jesús de Nazaret, no siente necesidad alguna de la Iglesia; un católico que cree que todos ya estamos salvados, aunque le pueda ser útil como atmósfera espiritual o para celebrar ocasiones con la familia y amigos, tampoco siente necesidad alguna de la Iglesia; sólo aquel que tiene claro que el cielo no es seguro, que trabaja por su salvación con temor y temblor (Flp 2, 12), siente necesidad de la misa, de los sacramentos y de la guía de la Iglesia.

Pero supongamos que el que tiene razón es el que cree que todos estamos salvados, y por lo tanto que no hace falta ir a misa, ni confesarse, ni siquiera estar bautizado (recordemos el misionero en la Amazonia que declaraba con orgullo que él jamás había bautizado a nadie). Pero entonces, ¿por qué tenemos los sacramentos? Y recordemos que fue Cristo mismo quien instituyó los sacramentos. ¿Por qué ordenó bautizar a todos los hombres (Mt 28, 19)?¿Por qué nos mandó celebrar la Eucaristía en memoria suya (Lc 22, 19)?¿Por qué dio a sus apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 23)?  No. No puede ser que tengan razón.

Y si no la tienen, quiere decir que debemos trabajar por nuestra salvación y que no estar bautizado y confirmado, no ir a misa semanal, no confesarnos con frecuencia, vivir maritalmente sin estar casados es no avanzar en nuestra salvación. Es ponernos en peligro de condenación eterna.

Este lenguaje es “anticuado” y ya no se usa. ”Es que no hay que hacer las cosas por miedo, sino por amor” te dicen. Y es cierto: el objetivo es actuar en todo momento por amor a Dios. Pero es el objetivo, el punto de llegada, no el punto de partida. Al menos no para muchos. Al menos no para mí. El miedo al castigo es motivador y puede ser un buen punto de partida. Jesucristo mismo habla a menudo del castigo, del “llanto y rechinar de dientes”. No es vivir en un miedo permanente, sino usar el miedo, el poderoso miedo, como punto de partida o como aguijón en los momentos de pereza espiritual. 

Esto está recogido en el Catecismo de la Iglesia Católica. Ante el pecado, lo que buscamos es la contrición perfecta, que “brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas” (núm. 1452). Pero a falta de esto, podemos recurrir a la contrición imperfecta, que viene del temor al castigo. No es lo ideal, pero “puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental”. 

El miedo y la esperanza son dos “herramientas” que usamos para nuestra salvación. La esperanza es una virtud teologal por la que ponemos nuestra vista en el cielo y sabemos, que a pesar de todos nuestros fallos, alcanzar el cielo es posible. El miedo al infierno no es una virtud, pero es gran motivador para los inicios y los momentos de pereza.  Son inseparables: si no hay posibilidad del infierno, tampoco hay necesidad de la esperanza.  Debemos usar ambas con mesura: ni el miedo debe ser tan grande que perdamos la esperanza y nos paralice, ni tan escaso que nos lleve a la indiferencia, y de ahí al ateísmo.

El miedo al castigo es un modo imperfecto de actuar, pero es un modo. No es el objetivo, pero es un punto de partida. No es una virtud, pero nos lleva hacia ella. Usar sólo el miedo es un error, pero eliminarlo completamente, también. 


miércoles, 8 de noviembre de 2023

Dios no usa reloj

En griego antiguo hay dos palabras para el tiempo: chronos y kairos. Chronos es el tiempo físico, el que se mide con un reloj: meses, horas, segundos. Kairos, en cambio, es el tiempo que no se puede medir: el de las cosas que suceden cuando llega su momento. Lo que va con chronos se puede predecir –el tren llegará a las 14:45– pero lo que va con kairos, no: la rosa florecerá cuando llegue su momento. En la Biblia vemos que Dios va con kairos y no con chronos.

Lo podemos ver en todas partes. Por ejemplo en el Evangelio de ayer (Lc 14, 15–24) leemos “Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; cuando llegó la hora del banquete mandó a su criado a avisar a los convidados…”. En otros pasajes comenta sobre la impredecibilidad del tiempo “Velad, porque no sabéis el día ni la hora”. Podemos decir que kairos es el tiempo de Dios.

Una consecuencia es que las cosas toman su tiempo La Virgen y S. José estuvieron 3 días buscando al niño. Cristo mismo pasó 30 años de vida oculta. Cuando le dijeron que su amigo Lázaro estaba enfermo, esperó unos días antes de ir. No resucitó hasta el tercer día. 

Y lo mismo después de resucitado. Yo me imagino que los Apóstoles, tras la resurrección, pensaban que llegaría la plenitud del Reino o pasaría algo grande. No parece que pasara nada durante los 40 días hasta la Ascensión. Y después hubo que esperar 10 días a la llegada del Espíritu Santo. Pocas cosas suceden inmediatamente. Hay que saber tener paciencia y esperar.

Jesús mismo nos advierte de esto en muchas ocasiones. En muchas parábolas hay que esperar al amo o al esposo. Y tenemos que velar y perseverar pues no sabemos cuándo vendrá. Esto es difícil para nosotros que vivimos en el chronos. Y quizá más ahora, que medimos el tiempo en segundos con nuestros relojes digitales, que años atrás que lo medían en horas, con el sol. 

Y aunque quizá es más difícil ahora, siempre ha sido difícil. Lo leemos en la segunda carta de S. Pedro. En el último capítulo explica que el Dios no mide el tiempo con un reloj: “Mas no olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día” y da una razón de por qué es así:  “El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión”. Nos recuerda que “la paciencia de nuestro Señor es nuestra salvación” y nos advierte “ya que estáis prevenidos, estad en guardia para que no os arrastre el error de esa gente sin principios ni decaiga vuestra firmeza”. Tener paciencia y esperar es una virtud fundamental del cristiano. Como decía Sta. Teresa, “la paciencia todo lo alcanza”.

Somos impacientes. Rezamos y si a los dos o tres días no vemos un cambio, empezamos a dudar de que rezar sirva de nada. ¡Qué falta de fe!: Dios responde siempre, pero a su tiempo. Quizá ahora no es el momento y te responderá más adelante. O quizá quiera ver si realmente te importa lo que pides y estás dispuesto a seguir rezando durante meses o durante años (recordemos la parábola del juez injusto). O quizá no veas los resultados: quién sabe si el resurgir de la Iglesia en África es debido a las oraciones de los desolados europeos. Lo que estamos seguros es que si pedimos, se nos dará.

Paciencia, perseverancia y fe. Con eso, todo se consigue.


domingo, 5 de noviembre de 2023

No amó tanto la vida que temiera la muerte

Hace unos días fue Todos los Santos/Fieles Difuntos (me gusta considerarlos como un par indivisible). Fui al cementerio –precioso, tan lleno de flores–, recordé a mis familiares difuntos y recé por ellos, y reflexioné sobre mi propio fin. A veces he oído decir que los cristianos pensamos mucho en la muerte. Y lo dicen como si fuera algo malo. Todo lo contrario, pensar en la muerte, tener presente tu muerte, ayuda a vivir mejor y de forma más plena.

Quizá fuera casualidad, pero justo el día de Todos los Santos vi un video de una conferencia (en inglés) de Konstantin Kisin, un humorista-filósofo-bloguero de YouTube.  Hacia el minuto 9 habla de Cristóbal Colón y cómo se embarcaron en un viaje hacia la muerte segura. Lo hicieron no porque fueran especialmente valientes, sino porque sabían algo que ahora hemos olvidado: toda muerte es segura. Y acaba su conferencia diciendo

Dejadme que lo repita: toda muerte es segura. No podemos elegir si vivimos o morimos. Sólo podemos elegir si vivimos antes de morir.

Esta sería la visión secular. La visión cristiana es más completa y profunda. 

Un cristiano no teme a la muerte. Teme morir, que es un instinto que nos protege, pero no teme al más allá. Mejor dicho, no teme al más allá si ha vivido como Dios nos manda. Si hemos vivido muriéndonos a nosotros mismos y acercándonos a Dios, la muerte es sólo el último paso en nuestro acceso al Cielo. Es la continuación de lo que hemos estado haciendo en vida.

Por eso, vivir preparándonos para la muerte no es aterrador y paralizante. Todo lo contrario: nos da un objetivo, nos muestra el camino y nos tranquiliza. Queremos vivir una buena vida y tener una buena muerte. Curiosamente, ambas cosas son lo mismo: Si vivimos una buena vida, tendremos una buena muerte y si buscamos una buena muerte, viviremos una buena vida. Una gran libro que nos muestra esto es Preparación para la muerte de S. Alfonso María de Ligorio. Son 36 meditaciones que, preparándote para tu muerte, te llevan a una vida plena. 

Debiéramos leer este libro, u otros similares como El arte de bien morir, de S. Roberto Belarmino,  al menos una vez en la vida. Y completarlo con alguna devoción, como las Tres Avemarías, para pedir una buena muerte. Esto nos ayuda a vivir con una buena guía, de forma completa, y no tener miedo a la muerte cuando nos llegue la hora. (Si alguno piensa que una buena muerte se consigue con una buena sedación, le recomiendo que lea mi entrada sobre el tema: Consciente hasta la muerte).

Es iluminador ver el contraste de vivir de esta manera a la vida que llevan los que no quieren pensar en la muerte: viven muy apegados al mundo y le tienen miedo, no sólo a la muerte, sino a todo. Perder cualquier cosa –una posición, dinero, una discusión– es una tragedia. No sé si todos, pero algunos que conozco son además muy vanidosos: las apariencias ante el mundo son fundamentales, viven para ellas y el qué dirán.

Son también muy manipulables: el terror a la muerte lo marca todo y, usando este miedo, les puedes restringir la libertad, que no les importa. Lo hemos visto claramente durante el tiempo del coronavirus y lo seguimos viendo hoy. Los que mandan –gobernantes, empresas, instituciones–  pueden hacer lo que quieran siempre que digan que lo hacen “por tu seguridad”. La muerte reduce tus miedos y por eso te libera. Como Séneca le dijo a Nerón: “Tu poder radica en mi miedo; ya no tengo miedo, tú ya no tienes poder”.

Los cristianos no debemos tener miedo a la muerte. Cristo mismo murió y resucitó, luego “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” (1 Cor. 15, 55).  Si hemos vivido bien, la muerte nonos asusta, sino que sabemos que es el último paso hacia la Vida Eterna. Por eso, el tener nuestra muerte presente nos ayuda a vivir bien, nos libera del miedo y nos cimienta sobre roca. En cambio, apartar la muerte de nuestros pensamientos nos apega al Mundo y nos llena de temor.

Vivimos en un tiempo en el que hay que decir estas cosas, pero no son nuevas. Como suele pasar, un poema lo explica mejor y en menos palabras, como hace Jorge Manrique en las Coplas a la Muerte de su padre:

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Partimos cuando nascemos,
andamos cuando vivimos,
y allegamos
al tiempo que fenescemos;
así que, cuando morimos,
descansamos.

domingo, 22 de octubre de 2023

Domund 2023: ¿Fracaso de las misiones?

Hoy es el Domingo Mundial de las Misiones, más conocido como el Domund. Este domingo la instituyó el Papa Pio XI en 1926. Son casi 100 años de Domund. De niño salía a postular con mi hucha de plástico y mis pegatinas que ponía a los que nos daban algo. Incluso tengo en una estantería de casa la hucha que muestro en la foto, de las que se usaban antes, de porcelana (o similar), moldeada en la forma de la cabeza de un niño negro, pintada y esmaltada y con la inscripción “Ayudad a las misiones”.  Son muchos años de Domund y después de tantos años no parece que hayamos hecho progresos. Este es un hecho que ya de joven me pareció un signo de fracaso, de que algo no iba bien en las misiones. Me explico.

Debemos empezar por diferenciar la actividad de una “misión” de la de “ayudar a los pobres”. El objetivo de las misiones es  evangelizar, propagar la fe, crear comunidades católicas permanentes en donde antes no había. Los apóstoles fueron los primeros misioneros. Por ejemplo sabemos que S. Pablo creó o cimentó comunidades sólidas y permanentes en Roma, Éfeso, Corinto, Tesalónica,… Una de las características que deben tener estas comunidades para ser permanentes es ser autosuficientes. Esto no significa que deban vivir aisladas, sino que tras unos cuantos años deben tener sus propios sacerdotes, formar a sus propios catequistas y así atender a sus propios fieles. Naturalmente, si necesitan ayuda deben recibirla, de la misma manera que deben ayudar a otros si pueden hacerlo.  Esta no es una ayuda por ser tierra de misión, sino la ayuda fraterna que recibimos todos. Por ejemplo, muchos sacerdotes españoles van a recibir formación especializada en Roma, o vienen obispos o grandes teólogos a dar conferencias y cursillos aquí. Esta ayuda fraterna siempre va a haberla, pero la ayuda especial por ser una misión debería acabar tras algunos años, no muchos. S. Pablo se quedaba uno o dos años en la nueva comunidad, organizaba visitas prolongadas periódicas de Timoteo, Tito o algún otro y ya está. Del mismo modo, en pocos años las comunidades creadas por los misioneros deberían ser autosuficientes: primero se les explica la Palabra; después se forman catequistas para que ellos participen en la formación de los nuevos que van llegando; más adelante se forman sacerdotes y finalmente se forman obispos, y otros cargos especiales. Los misioneros empiezan la labor, pero con la idea de irse retirando poco a poco. Yo diría que tras unos 20 o 30 años la comunidad debería ser autosuficiente. Este debería ser un objetivo a la hora de crear una misión y creo que no lo es.

Como he dicho al principio, una cosa diferente es la ayuda humanitaria. Aquí ya es más difícil establecer un límite de tiempo. Pero también deberíamos empujar a la autosuficiencia. Si tienen problemas de salud, debe montarse un hospital y al principio será necesario que vayan médicos y enfermeras. Pero después hay que formar nuevas enfermeras, seguido de médicos, y poco a poco hacernos menos necesarios. Naturalmente, en caso de emergencia los que pueden deben ayudar a los que lo necesitan, pero en el día a día no debería ser necesario. Ese debería ser nuestro objetivo. Y o no lo es o somos unos incompetentes.

Volvamos a las misiones. ¿Qué es lo que pasa? Por un lado, se ha dado primacía a lo material sobre lo espiritual. Y eso viene de lejos. La hucha de la foto da la idea de que hay que dar dinero para ayudar al “pobre negrito” que vive en pobreza. Y esto ha llegado a tal extremo que tenemos el caso escandaloso que se publicitó durante el Sínodo de la Amazonia, de una misión que explicaban muy ufanos que no habían bautizado a nadie en 52 años. Esta “misión”, en 52 años, no es que no haya creado una comunidad católica autosuficiente, es que no ha creado una comunidad católica de ningún tipo. Si no se dedicaban a propagar la fe, ¿a qué se dedicaban? Se ve que a la “ecología integral”. 

Otro problema que creo que hay es creernos superiores, sobre todo a los africanos. S. Pablo no se consideraba superior a los Colosenses o a los Gálatas. Consideraba que eran gente tan capaz como cualquiera, pero que no conocían a Cristo. Una vez se les ha dado a conocer, en que dejan de ser niños y se convierten en hombres, la parte principal de la misión había concluido. Pero el mundo occidental considera a los pueblos de África, partes de Asia, incluso partes de Sudamérica, como niños incapaces de crecer y que necesitan nuestro cuidado perpetuo. Este paternalismo, que implica un pecado de soberbia, impide siquiera plantear su autosuficiencia. 

Sea por los motivos expuestos o por otros, tantos años de Domund debería hacernos reflexionar. Un buen profesor desea que sus alumnos no sólo se conviertan en sus iguales, sino que incluso le superen. No parece que queramos que los católicos de África, Asia y América nos superen. ¿Quizá no somos buenos misioneros?

 

domingo, 15 de octubre de 2023

Estampas de santos: S. José

Los santos han de ser una gran inspiración para nosotros: nos dan ejemplo en el camino a seguir pero también nos muestran sus debilidades. Cuando era niño era normal encontrarte en revistas o en el libro de lecturas del colegio relatos y anécdotas de la vida de los santos. O ver películas de sus vidas por la televisión. Hoy, como tantas otras cosas, esto ha desaparecido. Es esta serie voy a contar pequeñas estampas de vidas de santos, algunos conocidos, otros prácticamente desconocidos, que me han ayudado. El protagonista de la estampa de hoy es S. José.

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Sabemos muy poco de S. José. Sólo aparece en los Evangelios de S. Mateo y S. Lucas y en ninguno de los dos se recoge una sola palabra dicha por él. Eso en general no es demasiado extraño: tampoco se recoge casi nada de lo dicho por diez de los doce Apóstoles (S. Pedro y Judas Iscariote son la excepción). Pero hay un sitio donde sí me sorprende: cuando encuentran a Jesús niño en el Templo, tras buscarlo tres días (Lc 2, 42–52). Lo natural sería que fuera el padre, S. José, el que le preguntara qué hacía allí. Pero no fue él sino la Virgen María la que interpela a Jesús. Estoy seguro que los maestros del Templo debieron hacer entre ellos algún comentario al respecto. 

Uno podría pensar que S. José fuese un tanto “lento” o pusilánime. Pero tenemos dos momentos en los que vemos que no era así, sino que era un hombre de decisión firme. Uno es cuando Dios le dice que reciba a María a pesar de saber que ella estaba embarazada. Hace falta mucha fe y mucha decisión para aceptar un sueño en el que se te dice que el niño de María “viene del Espíritu Santo”. Y aceptarlo sin vacilar, sin pasarse días dándole vueltas: “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.” (Mt 1, 24).  Es una aceptación del estilo del “Hágase en mí según tu palabra” de María.

La segunda vez que muestra esta capacidad de decisión es cuando se le manda ir a Egipto. No empezó a hacer preparativos para tan largo y arriesgado viaje. Ni siquiera esperó a la mañana. Sino que “José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes” (Mt 2, 14–15).

Y estoy seguro que S. José mostró esta actitud en más ocasiones. Debió ser una tranquilidad para María saber que en los momentos difíciles podía descansar en la fortaleza de S. José.

A mí me gusta imaginarme a S. José como poseedor de una perfecta virtud de la prudencia. Porque la virtud cardinal de la prudencia no es pensárselo mucho y no hacer nada, sino actuar decididamente una vez lo tienes claro. Es la media dorada entre el pusilánime –que da mil vueltas a todo y nunca hace nada– y el temerario –que se lanza estúpidamente a la acción sin sopesar la situación–. Y el hecho de que S. José hablara poco le añade carácter. Sobre todo en estos tiempo en que todo son palabras y el que no quiere resolver una situación no tiene más que pedir “diálogo”. El Mundo quiere mucha palabra y poca acción, todo lo contrario de lo que nos enseña S. José.

Para aprender más de S. José podemos acudir a sus letanías. En ella encontramos, por ejemplo,

José, prudentísimo, ruega por nosotros.

Otras tres que no nos sorprenden:

Gloria de la vida doméstica, ruega por nosotros.
Custodio de Vírgenes, ruega por nosotros.
Sostén de las familias, ruega por nosotros.   

Y finalmente una que nos demuestra el poder de su carácter:

Terror de los demonios, ruega por nosotros.

 

viernes, 6 de octubre de 2023

Mi tirria (racional) a la exégesis bíblica

Hace unos años, tras haberle hecho un pequeño favor, un sacerdote amablemente me regaló un libro sobre los salmos escrito por el conocido biblista Luis Alonso Schökel. Con ilusión abrí el libro y busqué el capítulo de un salmo que me gustaba mucho (no recuerdo cuál). Estaba el salmo, y después el comentario al mismo. Éste comenzaba algo así como “Este es un salmo que parece que se entiende perfectamente. Pero…” y entonces cortaba por aquí, cosía por allá, encogía por un lado, estiraba por otro y acababa “…y vemos entonces que este salmo que nos parecía tan claro no lo entendemos en absoluto.” Cerré el libro, lo puse en la estantería y no lo he vuelto a abrir. Recuerdo haber pensado que un libro que te ayude a entender o entender mejor es útil, pero que un libro para pasar de entender a no entender es nefasto.

No sé si empezó allí o si solamente intensificó la tirria que tengo a la exégesis bíblica. Porque vi allí un ejemplo de la habilidad que tienen algunos para cambiar el sentido de lo que está escrito, por claro que sea. Y menos mal que en este caso se quedó en no entender: con la misma facilidad podría haber pasado a cualquier interpretación que hubiera querido.  Cosa que veo a veces en algunas homilías en la que el sacerdote dice “Con este texto Jesús nos quiere decir que…” y suelta algo a lo que es imposible llegar a partir del texto en cuestión. A veces completamente antitético. Mi tirria es racional, pero no es correcta: una de las bases del catolicismo es que no debemos interpretar nosotros mismos la Biblia. Entonces, ¿qué podemos hacer?

El primer paso es entender por qué no podemos ser interpretes de las Escrituras. Partamos de una anécdota explicada por el psicólogo Donald Norman en uno de sus libros (no me acuerdo cuál). En un cierto momento se encontró mal. Fue al médico y éste supuso que era una determinada enfermedad. Le dio el tratamiento adecuado, pero no mejoró. Le hicieron más pruebas, le cambiaron los tratamientos, y nada. Y así estuvo bastante tiempo hasta que a alguien se le ocurrió que a lo mejor no tenía la enfermedad diagnosticada al principio. Entonces inmediatamente vieron que el diagnóstico inicial era erróneo, cambiaron el tratamiento y mejoró rápidamente. Lo que, como psicólogo, le interesó especialmente fue darse cuenta que a posteriori era obvio que el diagnóstico inicial era erróneo. Pero ni él ni sus médicos fueron capaces de darse cuenta de ello. Una vez tuvieron una primera idea –el diagnóstico erróneo– interpretaban toda la evidencia que les llegaba a partir de esta idea. Y lo hacían incluso cuando la evidencia la contradecía inequívocamente. Esta es nuestra forma de conocer: tenemos una visión del mundo, unas ideas, e interpretamos todo lo que llega a nosotros a través de estas ideas. Hacemos encaje de bolillos, aplicamos enormes calzadores, lo que sea, con tal de hacer que lo nuevo encaje con lo que ya “sabemos”. Somos enormemente reacios a cambiar de idea. Por eso, incluso cuando tenemos la mejor de las intenciones, corremos un serio peligro al leer la Biblia de cambiar lo que Dios nos dice a lo que a nosotros nos gustaría que Dios nos dijera.

Por eso deberíamos empezar siempre una lectura de la Biblia con una oración, pera pedir la luz y humildad necesarias para acoger la Palabra de Dios tal y como Él la escribió. Leer la Biblia no es como leer cualquier otro libro. Siempre hay que prepararse para ello. Bastan unos segundos, pero hay que hacerlo.

Para reducir este peligro, cuando meditamos algún texto de los Evangelios podemos utilizar técnicas que ayudan centrarte en lo que Dios dice. En una entrada anterior describo un método que consiste en fijarse en qué palabras o frases dijo Jesucristo y pensar en otras que pudo haber dicho, pero no dijo. Por ejemplo, en la parábola de la vírgenes llama a las 5 que no cogieron aceite “necias”. No las llamó “despistadas” o “descuidadas” sino que quiso usar la palabra “necia”. Esto nos ayuda a centrarnos en lo que Cristo dice y no cambiarlo inconscientemente en otra cosa. Y así, si no nos preparamos adecuadamente para una obra de Dios, por ejemplo si no estudiamos la Doctrina cristiana, no somos descuidados o despistados, sino que somos necios.

Finalmente debemos escoger al intérprete de la Biblia que vamos a consultar. Mi criterio primero es que prefiero a una persona santa que a una persona sabia. O dicho de otra manera, prefiero leer a una persona que es sabia porque es santa, que a una persona que es sabia porque ha estudiado mucho: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”. Por ejemplo, hay publicaciones de bajo precio de las homilías de S. Agustín y S. Juan Crisóstomo sobre los Evangelios.  En particular me gustan mucho los comentarios de S. Juan Crisósotomo. Y también está la catena aurea en la que Sto. Tomás de Aquino recopila comentarios, versículo a versículo, de los Padres de la Iglesia sobre los Evangelios.

Pero a veces escucho por Internet o en una homilía o leo una interpretación de alguien que no sé si es santo o no. En este caso comparo su interpretación con lo que literalmente dice la Escritura. Lo que está escrito es entendible: Dios no escribe en jeroglíficos o adivinanzas. La interpretación es para matizar la escritura o añadir aclaraciones. Si la interpretación cambia el sentido de la Escritura, me lo tomo con muchas reservas. Y si la contradice, cosa que pasa a veces, la rechazo directamente.

Y no quiero acabar sin hacer un comentario a los que piensan que las interpretaciones actuales son mejores porque hemos aprendido mucho en los últimos años. ¿Quién sabe más griego antiguo, un estudioso del S. XXI o S. Juan Crisóstomo, cuya lengua materna era el griego antiguo? ¿Quién sabe más de las características del Imperio Romano, un estudioso del S. XXI o S. Agustín, que era ciudadano del Imperio? ¿Quién sabe más de la sociedad palestina de tiempos de Cristo, un estudioso del S. XXI o S. Ignacio de Antioquía, que nació y vivió allí y entonces? Estos argumentos me parecen de una vanidad enorme.

No podemos basarnos únicamente en nuestras propias interpretaciones de las Escrituras: el peligro de oír mi propia voz en vez de la de Dios es demasiado grande. Pero tampoco nos podemos fiar de las interpretaciones de cualquier exégeta, sobre todo en estos tiempos de relativismo que vivimos. Debemos estudiar la Biblia después de habernos puesto en las manos de Dios y esforzándonos en acallar nuestra voz  y debemos leer las interpretaciones de personas que entienden especialmente bien lo que Dios nos dice: los santos son buenos guías. Leyendo y estudiando la Biblia diariamente de esta manera entenderemos mejor la voluntad de Dios y avanzaremos en nuestro camino hacia nuestra salvación.

domingo, 1 de octubre de 2023

El versículo del Evangelio que me aterra

Hay un versículo del Evangelio que me aterra. Bueno, quizá no me llega a aterrar, pero decir “que me preocupa” o “que me inquieta” es poco. Es Mateo, 7: 21–23:
No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”.  Entonces yo les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad”.

Es decir, que después de una vida esforzándome, puedo llegar al Juicio tras mi muerte y el Señor decirme que no me conoce y que he obrado iniquidad. Es para tener pesadillas.

Alguno puede pensar que esto es una exageración del Evangelio para meternos miedo. Pero yo no creo que Cristo exagere y nos quiera “meter miedo”: esa es una técnica de maestro mediocre. Si dice que pasará –y que pasará con muchos–, es que pasará. Además, basta mirar a tu alrededor: hay muchos que se consideran buenos católicos –incluso sacerdotes y obispos– y lo que dicen y hacen es muy distinto a lo que digo y hago yo. Y no me refiero a variedad de carismas, sino que lo suyo es antitético a lo mío y es imposible que Cristo diga a los dos que lo hemos hecho bien. Al menos a uno de los dos nos llamará agente de iniquidad. ¿Cómo puedo asegurarme que el agente de iniquidad no soy yo? Como escribí  en una entrada anterior, me aseguro no haciendo lo que yo creo que está bien, sino lo que Dios dice que está bien. Y eso está en la Doctrina de la Iglesia Católica. Es decir, debo someter mi parecer y mis ideas a lo que está indicado en la Doctrina. Pero quiero entrar un poco más a fondo en esto.

Volvamos a la cita del Evangelio de Mateo. Notemos que los pobres desgraciados que obran iniquidad pregonan que ellos han profetizado y echado demonios y hecho milagros. Es decir, no todo lo que hacen es malo. Hacen cosas buenas. Y los que están en antítesis conmigo pueden apuntar a trozos del Evangelio y decir que ellos lo siguen: que son misericordiosos, que se ocupan de los pobres. ¿No basta con hacer cosas buenas?

La respuesta la encontramos en un dicho de la Edad Media: Bonum ex integra causa, malum ex quacumque defecto. Es decir, que para ser bueno hay que ser completamente bueno, pero para ser malo, basta tener un defecto. Un Ferrari con 3 ruedas no sirve para nada. No basta con seguir la Doctrina, hay que seguir toda la Doctrina. Seguir a Cristo en aquello en lo que estamos de acuerdo no tiene mucho mérito. Es necesario –y mucho más importante– seguirlo en aquello en lo que no estamos de acuerdo. O como Él nos dice, amar a los amigos es fácil y lo hacen todos. Para seguirle de verdad hay que amar a los enemigos. Seguir el Evangelio parcialmente no es hacer la voluntad de Dios, sino que es hacer tu voluntad, que mira tú que bien, a veces coincide con la de Dios.

Y aquí es dónde se ven las diferencias. Yo intento –con muchos fallos– seguir toda la Doctrina, mientras que veo a otros –incluso a sacerdotes y obispos– que dicen que el mundo ha cambiado, o que eso ya no es pecado y que tenemos que “discernir” si seguimos el Evangelio y la Doctrina o no. Si algo les cuesta, les crea problemas o no les gusta, pues encuentran una excusa para no cumplirlo. Y se creen fieles seguidores de Cristo.

No nos podemos excusar con lo que tantas veces oímos: “Eso era para aquellos tiempos” o “El mundo ha cambiado” o “Los avances científicos nos muestran que…”. Como he explicado en múltiples entradas, la doctrina no puede cambiar. Seguir a Cristo significa no sólo seguir su doctrina tal y como está escrita en los Evangelios y el Catecismo, sino seguir toda su doctrina. Sin excusas. 

domingo, 30 de julio de 2023

Estampas de santos: S. Marcos Ji Tianxiang

 Los santos han de ser una gran inspiración para nosotros: nos dan ejemplo en el camino a seguir pero también nos muestran sus debilidades. Cuando era niño era normal encontrarte en revistas o en el libro de lecturas del colegio relatos y anécdotas de la vida de los santos. O ver películas de sus vidas por la televisión. Hoy, como tantas otras cosas, esto ha desaparecido. Es esta serie voy a contar pequeñas estampas de vidas de santos, algunos conocidos, otros prácticamente desconocidos, que me han ayudado. El protagonista de la estampa de hoy es S. Marcos Ji Tianxiang.

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El santo de hoy es un santo chino: San Marcos Ji Tianxiang. No había oído hablar de él hasta hace pocas semanas, pero su camino a la santidad me asombró. S. Marcos Ji era un drogadicto. Cuando te dicen eso, lo primero que piensas es que debió liberarse heroicamente de su drogadicción, ayudar a otros y por eso es santo. Pero no. Fue un drogadicto durante más de 30 años y nunca superó su adicción. Murió drogadicto. ¿Cómo, entonces, llegó a la santidad?

S. Marcos Xi nació en Hebei en 1834, en el seno de una familia católica. Fue médico. Tuvo una severa enfermedad estomacal y se trató con opio. Se curó, pero se convirtió en un adicto al opio. Intentó liberarse de su adicción, pero no pudo. Se confesaba frecuentemente, y su confesor, viendo que siempre se confesaba de lo mismo, decidió que no tenía propósito de la enmienda, le dijo que sus confesiones no eran válidas y le prohibió volverse a confesar hasta que hubiera dejado de tomar la droga. Por lo tanto ya no pudo confesarse ni comulgar. Le cerraron la puerta a los sacramentos. Aquí me viene a la cabeza los versos del Tenorio:
Clamé al cielo y no me oyó
Mas, si sus puertas me cierra,
de mis pasos en la Tierra
responda el cielo, no yo.

Pero S. Marcos Ji estaba hecho de una pasta diferente a D. Juan. Se mantuvo fiel. Durante 30 años siguió yendo a misa, rezando, haciendo obras de caridad (atendía a los pobres gratuitamente). A pesar de sus esfuerzos y sus oraciones nunca pudo liberarse de su adicción. Consideró que su único camino de salvación era el martirio y rezó insistentemente a Dios para que le otorgara el don del martirio. Y se lo concedió. 

Durante la revolución de los boxers en 1900, hubo una persecución a los cristianos, por ser una religión extranjera. Cogieron a S. Marcos y toda su familia. Cuando se los llevaban a ejecutar, su hijo le preguntó “¿A dónde nos llevan, papá?” y él le contestó “Vamos a casa”. Pidió ser el último en ser ejecutado para así poder estar al lado y de su familia y darles fuerza y consuelo mientras los mataban. Finalmente, tras ver morir a toda su familia, le ejecutaron mientras entonaba himnos a la Virgen. Fue canonizado por Pio XII en 1946.

Hay varios puntos que te llevan a la reflexión. Quizá el más prominente es la actitud de su confesor. Para los tiempos actuales nos parece cerrado, excesivamente estricto, rígido. Pero yo creo que su actitud era la correcta. Hoy en día se sabe que ciertas sustancias provocan cambios fisiológicos que promueven el seguir consumiéndolos. La simple voluntad a veces no basta y el drogadicto necesita ayuda para liberarse de su adicción. Pero dado el conocimiento de la época, la actitud del sacerdote es el de uno que se toma los sacramentos en serio.  Y prefiero eso mil veces a lo que tantas veces veo, de cristianos –sacerdotes y laicos– que en el fondo se están burlando de los sacramentos.

El segundo punto de reflexión es: ¿Por qué Dios no escuchó sus oraciones y le liberó de su adicción? Porque Dios, evidentemente, es bien capaz de liberar a alguien de su adicción. El caso más famoso es el de S. Agustín. S. Agustín era adicto al sexo. Él mismo comenta en sus Confesiones que era incapaz de dormir sin una mujer al lado. Estaba convencido de que Cristo era el Hijo de Dios y que la religión cristiana era la verdadera, pero su adicción al sexo le impedía hacerse cristiano. Y aquí viene el famoso episodio del “Toma y lee”: estaba en un jardín mediando sobre sus dificultades cuando oyó unos niños cantando “Toma y lee”. No había niños por los alrededores y consideró que era una señal de Dios. Cogió un libro con las epístolas de S. Pablo que tenía cerca y leyó: “No en orgías y borracheras, ni en el desenfreno y libertinaje, ni en las riñas y celos. Sino revestíos del Señor Jesucristo y no busques satisfacer los deseos de la carne» (Rm 13, 13)” En ese momento quedó libre de su adicción y pudo convertirse enteramente al Señor. ¿Por qué no le pasó algo similar a S. Marcos Ji?

Dios tiene un camino de salvación establecido para cada uno. En el caso de S. Agustín, pasaba por liberarse de su adicción. En el caso de S. Marcos Ji, pasaba por cargar la cruz de su adicción. Este es el mismo caso de muchos homosexuales: como indica el Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 2358, “Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición”. Debemos dejar hacer a Dios, el sabe qué nos conviene.

El tercer punto, y para mí el más asombroso, es la perseverancia en la fe de este hombre: ¡treinta años sufriendo sin desfallecer! No me lo puedo imaginar, sobre todo en los tiempos de hoy, de satisfacción inmediata de todos nuestros caprichos. Si pedimos algo en oración tres veces y no lo recibimos ya nos estamos preguntando si Dios nos escucha o si le importamos o si existe. Cuando parezca que Dios no nos escucha, invoquemos a S. Marcos Ji para que nos ayude a tener perseverancia en la fe.

Si buscamos de verdad a Dios, Él llegará, aunque tengamos que esperar toda la vida.


viernes, 28 de julio de 2023

De la humildad a la vanidad

Teníamos en nuestra parroquia una pareja ya anciana: Catalina y Felip. Eran ambos activos en la parroquia. Ella era del pueblo de mis padres y nos tratábamos bastante. Hace un año o así murió Felip. Sus hijos no quisieron hacerle un funeral y Catalina no pudo hacerlo, pues ya estaba bastante enferma. Hace unas semanas murió Catalina. Otra vez sus hijos no quisieron hacerle un funeral. Viendo la situación unas cuantas de sus amigas decidieron organizar una misa para ambos. Me avisaron, sabiendo que yo los trataba a ambos, y me dijeron que iban a hacer una misa de homenaje. La palabra homenaje me chirrió mucho, pero supuse que era la palabra que le salió en el momento: decir “una misa en sufragio de sus almas” es largo y parece incluso pedante. No le di importancia.

Fui a la misa y me senté en un rincón en la parte de atrás. Vi que los tres hijos habían venido con sus familias. Me sorprendió ver que salieron 3 sacerdotes a oficiar la misa. Pero cuando me quedé de piedra es cuando el párroco, que presidía la celebración, dijo “Esta misa es de acción de gracias y homenaje a Catalina y Felip”. Menos mal que estaba sentado detrás del todo y nadie vio mi expresión. Me estuve preguntando: ¿puede una misa ser un homenaje? A mí me parece que no. Sí que puede ofrecerse por intenciones que se tengan, pero ¿homenaje? Me sonó fatal. Y después me dije “¿Acción de gracias por qué?” ¿Y si alguno de los dos se hubiera condenado? Dios no lo quiera, pero es una posibilidad. ¿Estamos dando acción de gracias por eso?

Por suerte, salvo por algunos detalles, la misa fue correcta (hace un año o dos fui a un “funeral” que fue un engendro horroroso del cuál me fui a la mitad, pues me pareció que quedarme era participar en un acto sacrílego). La homilía fue de acorde con la idea de que esto era un homenaje, pero bueno. Tuve tiempo para preguntarme por qué me parecía tan mal lo que estaba viendo. Y llegué a una conclusión.

Un funeral es un acto de humildad. Nos juntamos para pedir al Padre que perdone los pecados del difunto y le acoja en el Reino. Nos arrodillamos y le pedimos a Dios que mire lo bueno y no mire a lo malo. Sabemos que no era merecedor de la salvación, pero le pedimos que escuche las intercesiones de su Hijo y que tenga en Cuenta que Cristo murió por sus pecados. Rogamos a Dios, a veces con lágrimas, que le perdone y le acepte.

El “homenaje” que montaron fue un acto de vanidad. Nadie pidió por ellos: con lo buenos que eran, ¡cómo no les va a acoger Dios en su Reino! No se habló de sus pecados sino exclusivamente de sus virtudes. Adecuadamente embellecidas, por supuesto. Estoy seguro que más de uno debió pensar: “Cuando muera no quiero un funeral, sino que me hagan un homenaje, como a Catalina y Felip”. Al menos así debían de pensar los hijos, que no querían saber nada de un funeral, pero fueron al homenaje. Me llené de desazón y me fui rápidamente, tan pronto pude.

Dios no puede ver con buenos ojos que un acto de humildad se haya convertido en uno de vanidad. Después ya valorará las responsabilidades de cada uno en función de su formación, sus circunstancias y su capacidad de tomar decisiones, pero seguro que no está nada contento con este cambio del funeral al homenaje. De la humildad a la vanidad.

Esto no salió de la nada: hay muchos funerales que son homenajes encubiertos. Pero al menos las oraciones establecidas para las misas de difuntos transmiten una idea de humildad ante la muerte y el juicio. Pero como esta misa no era de difuntos, la humildad despareció y se dio campo libre a la vanidad.

Ya somos demasiado soberbios: casi nadie se arrodilla ante Cristo en la consagración, los confesionarios están vacíos. Si ahora los funerales se convierten en homenajes, no sé qué nos pasará. Cuando yo muera, quiero un funeral y quiero cuantas más oraciones por mi alma, mejor. No quiero ningún homenaje. Por suerte soy demasiado gruñón y áspero, y no hay ningún peligro de que nadie quiera ofrecérmelo.


miércoles, 12 de julio de 2023

Una entrevista con el jefe de Cáritas, una ofrenda a la Virgen y una conversación con un evangélico

Hace unos días leí en Hispanidad una noticia sobre una entrevista con el jefe de Cáritas España. El meollo era que Manuel Bretón, el jefe de Cáritas, en una larga entrevista de dos páginas enteras, no menciona a Cristo ni una vez. Ni una sola. De inflación, sí habla, pero de Cristo, no. Para mostrar que no es un descuido, el periodista recuerda el caso del vicario de Cáritas en Madrid que dimitió porque no se le permitió poner un crucifijo en los locales. En Cáritas no es que no se esfuercen en hablar de Cristo, que ya es malo, es que se esfuerzan en no hablar de Él.

El domingo que viene es el día de Nuestra Señora del Carmen. Es la titular de mi parroquia y la misa del sábado será solemne y habrá una ofrenda a la Virgen. Tradicionalmente era una ofrenda de flores, pero desde hace unos años se ha convertido en una ofrenda de alimentos para Cáritas. Aprovechar estos actos multitudinarios para recoger alimentos está bien, pero no es eso. En la misa del domingo pasado el párroco insistió varias veces que no eran flores que había que traer, sino alimentos. No es que no se esfuerce en que los fieles devotos traigamos flores a la Virgen, es que se esfuerza en que no las traigamos.

Cada mañana me siento en un banco en un paseo que tengo al lado de casa y rezo el rosario. Tengo un cartel indicando que si alguien quiere que rece por algo, que me lo diga, y otro con rosarios para regalar. Anteayer un señor que ya había pasado alguna vez y ya nos habíamos saludado, se sentó en el banco para hablar. Le ofrecí un rosario. Me agradeció el ofrecimiento pero me dijo que era evangélico. Estuvimos hablando un buen rato. Le gustaba hablar de Cristo, de cómo afecta nuestras vidas, de la Biblia, de cómo el Espíritu Santo nos habla, de la salvación eterna. Me comentó que su misión era hablar de Cristo a los sin hogar y que eso le encantaba.

En un momento dado me di cuenta –con vergüenza y dolor– que este hombre tenía mucho más fácil vivir cerca de Dios en su comunidad evangélica que en la Iglesia católica. Y más adelante me comentó que había sido católico pero que se había convertido a evangélico. Necesitamos que se nos hable de Cristo, de nuestras almas, de los novísimos, del pecado y nuestra salvación, del Espíritu que nos insufla de vida. Y en cambio nos hablan de inflación, de los pobres, de los inmigrantes, de igualdad, de ecología… De lo mismo que ya estamos hartos de oír en cada telediario. No es que no se esfuercen en hablarnos de las cosas del alma, es que a veces parece que se esfuerzan en no hablar de ellas. Y claro, algunos se van a una comunidad evangélica mientras que otros, simplemente, se quedan en casa.

La Iglesia se ha vuelto materialista. Porque materialismo no es desear acumular riquezas, sino dar más importancia a lo material que a lo espiritual. En Cáritas no se habla de Dios. En vez de elevar nuestra alma regalando bellas flores a la Virgen, nos centramos en los cuerpos y traemos útiles macarrones. Que les damos a los pobres sin hablarles de Cristo, como si eso bastara. Nos preocupa mucho la poca pobreza material que vivimos, mientras que no nos preocupa nada la horrorosa indigencia espiritual de nuestra sociedad. Que al Mundo no le importen las almas no me extraña: no cree en ellas. Pero que en la Iglesia nos ocupemos más de llenar los estómagos que las muchas almas vacías y moribundas, espanta. A veces pienso que el Diablo estará encantado con nosotros: se le llena el infierno de gente, y además, llegan gorditos.

Naturalmente que hay que ocuparse de dar de comer al hambriento y acoger al peregrino: es una orden de Cristo mismo. Y orgulloso estoy de que ninguna institución haya hecho lo que ha hecho por los pobres la Iglesia Católica. Pero hay que hacerlo centrando nuestra mirada en Dios. Si nos centramos en Dios, ÉL nos llevará a nuestros hermanos. Ya dice S. Juan que si alguno dice que ama a Dios a quien no ve y aborrece a su hermano, al que ve, es un mentiroso (1Jn 4, 20). Pero si nos centramos en los hermanos, no necesariamente nos llevarán a Dios. Lo dice S. Pablo y muchos otros santos. O basta mirar a nuestro alrededor y ver enemigos de Dios que viven muy pendientes de los demás y que con generosa entrega acompañan a las mujeres a los abortorios y a los enfermos y ancianos a que los eutanasíen. Y no pocos de ellos se creen cristianos.

Los bienes espirituales son superiores a los materiales. El alma es superior al cuerpo. Esto era un principio básico conocido por la Iglesia desde el principio (Mt 10, 28), pero que se no ha ido olvidando. Ya el papa León XIII advertía contra este cambio de visión que venía con el modernismo. Pero pocos han hecho caso a esta advertencia y el materialismo en la Iglesia parece que va creciendo. 

Y eso es muy duro: te pesa el materialismo enorme del Mundo en el que vives y vas a la Iglesia buscando respiro. Pero encuentras más de lo mismo.  Mi amigo el evangélico se fue. Yo me quedo, pero es difícil.  Muchas noches rezo a Cristo pidiendo ayuda, pues me siento como oveja sin pastor. 

Pero bueno, me ha escogido para vivir en estos tiempos. Con su ayuda, aguantaremos. Y Él nunca falla.

viernes, 7 de julio de 2023

Estampas de santos: S. Isidro labrador

Los santos han de ser una gran inspiración para nosotros: nos dan ejemplo en el camino a seguir pero también nos muestran sus debilidades. Cuando era niño era normal encontrarte en revistas o en el libro de lecturas del colegio relatos y anécdotas de la vida de los santos. O ver películas de sus vidas por la televisión. Hoy, como tantas otras cosas, esto ha desaparecido. Es esta serie voy a contar pequeñas estampas de vidas de santos, algunos conocidos, otros prácticamente desconocidos, que me han ayudado. El protagonista de la estampa de hoy es S. Isidro Labrador.

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S. Isidro fue un pobre hombre que nació en las cercanías de Madrid alrededor del año 1070, cuando era tierra de frontera, a veces cristiana, a veces musulmana. Trabajó de oficios del campo, mayormente de labriego, y casi todo lo que tenía se lo daba a los que eran más pobres que él. Incluso daba su trigo a los pájaros. Se casó con María de la Cabeza, también santa. Tuvieron un hijo que murió joven. En vida hizo muchos milagros. Murió en 1130 y su cuerpo se mantiene incorrupto.

Debo confesar que la estampa de hoy la obtuve de la película de 1964 Isidro, el labrador. No sé si es algo que el guionista tomó de la vida del santo o si se lo inventó. En todo caso, es un buen ejemplo de la diferencia que hay entre nuestra idea de lo que es ser un santo y lo que verdaderamente es ser un santo.

Un invierno S. Isidro fue con un conocido a un molino harinero con un saco de trigo para convertirlo en harina. Estaba todo nevado y por el camino fue dando trigo a los pájaros. Cuando llegó al molino apenas le quedaban unos pocos puñados. El molinero le dijo que tirara el trigo al molino y se fue a hacer otros trabajos. Milagrosamente, y ante el asombro de su conocido, esos pocos puñados de trigo se convirtieron en un saco lleno de harina. En esto vuelve el molinero y al ver el saco lleno se deshace en insultos a S. Isidro. El conocido protesta, pero S. Isidro acepta los insultos y pide perdón al molinero. El molinero pone el saco lleno junto a los suyos, y coge un puñadito escaso de trigo, además lleno de paja. “¿Era como esto el trigo que traías?” pregunta al santo. “¡Era mucho más!” protesta el amigo. “Sí, señor, debía ser algo así” responde mansamente S. Isidro. El molinero echa el puñadito de trigo al molino mientras seguía insultando al santo. Y el puñadito de trigo se convierte en otro saco lleno de harina. El molinero pide perdón a S. Isidro, completamente anonadado, y el compañero y él salen camino a casa con sus sacos de harina. Ahora viene lo interesante.

Nada más salir el compañero le dice a S. Isidro: “Menos mal que eres manso. Me dice a mí lo que te ha dicho a ti y aquí corre la sangre.” “Sí, menos mal” responde el santo. Entonces la cámara enfoca a las palmas de las manos del santo y vemos que las tiene llenas de sangre: mientras aguantaba los insultos cerró los puños con tanta fuerza que se había clavado las uñas en la carne.

Nos creemos –o al menos yo me creo– que un santo es bueno porque le es fácil ser bueno. Que es amable con los que le insultan porque no le cuesta serlo. Que se desprenden de lo suyo porque no le tienen apego. O que ayunan porque no tienen hambre. Esta estampa nos enseña que no es así. Tienen hambre cuando ayunan, les repugna el leproso, les duele desprenderse de sus bienes, les hierve la sangre cuando les insultan. Les duele o les hiere tanto como a nosotros. ¿Qué mérito tendría si no fuese así? Pero aguantan, clavándose las uñas en las palmas de las manos hasta hacerse sangre si es necesario. ¿Por qué hacen eso? Por amor a Dios. Saben que agradan a Dios en su ayuno, ven a Cristo en el leproso, saben que sus bienes les alejan del cielo, agradecen que Dios les humille a través del que les insulta. Como nosotros, aman su comodidad, sus bienes, su ego. Pero a diferencia de nosotros, aman a Dios mucho más.

Y así, volvemos al tema que ya salió en la estampa de Sta. Faustina Kowalska, si queremos ser santos no hemos de esforzarnos en hacer cosas, sino esforzarnos en amar a Dios. Si nos centramos en la actividad, nos moveremos por fuerzas humanas; si buscamos amar a Dios, nos moveremos por fuerzas divinas. No es que no tengamos que “hacer cosas”, sino que estas “cosas” deben ser consecuencia de nuestro amor a Dios. Ya lo dice S. Pablo (1 Cor, 13): ya podemos hacer de todo, pero si no tenemos amor, no somos nada. 

Lo primero es amar a Dios. Y aguantar lo que sea por amor a Dios. Sabemos que no será fácil. Dios nos dará su gracia para ayudarnos. No gracia para eliminar nuestros dolor, sino para superarlo. Y si somos capaces de sufrir mucho por amor a Dios, por el mismo amor, seremos también capaces de muchas otras cosas.


viernes, 30 de junio de 2023

Buscando sentido a la vida. El sentido cristiano del sufrimiento.

No es difícil en estos tiempos ver a gente frustrada, desolada y herida porque no le encuentra sentido a lo que le pasa. Y me he dado cuenta últimamente que a mí eso no me pasa porque gracias a mi fe católica le encuentro sentido a todo. Dios le da sentido a todo. Y mi vida es mucho mejor, más plena y con más paz. Escribí un poco sobre esto en mi serie Por qué soy católico, pero ahora quiero explicarlo mejor y me voy a centrar en una cuestión: el sufrimiento.

Hay muchos escritos y videos sobre la perspectiva católica del sufrimiento. Si tenéis tiempo y sabéis inglés os recomiendo la conferencia de Jeff Cavins When you suffer. Esta entrada no es resumen de su conferencia, aunque cogeré algunas cosas de ella, sino que es una visión comparativa del sufrimiento desde el cristianismo y desde el ateísmo o la indiferencia. Empecemos.

Todos, cristianos y ateos, entendemos que el sufrimiento, aunque siempre desagradable, no es siempre malo, sino que a veces es necesario y beneficioso. Por ejemplo, nos encanta ver sufrir a los ciclistas, retorciéndose sobre la bicicleta al subir los grandes puertos. No somos sádicos: lo que nos gusta es ver cómo son capaces de sobreponerse a sus dolores físicos y siguen adelante: cómo el espíritu le puede al cuerpo. Nos ilumina ver cómo el que gana no es necesariamente el más fuerte, sino el que es capaz de sobreponerse mejor a su sufrimiento.

Esto es algo que todos vivimos: sufrimos para conseguir los objetivos que queremos. Sufrimos físicamente haciendo ejercicio o una dieta; estudiamos durante largas horas para sacar esa asignatura o aprobar esa oposición; nos privamos de esto y aquello para ahorrar y poder hacer ese viaje o comprar ese coche. Estamos dispuestos a sufrir para conseguir los objetivos que nos parecen deseables.

También todos, cristianos y ateos, estamos dispuestos a sufrir por otros. Nos sacrificamos por nuestros colegas en el trabajo para el bien común, o por nuestros amigos, o por nuestros padres, hijos o cónyuge. Nos parece mal el que sólo piensa en sí mismo y lo llamamos egoísta Cierto que los cristianos tenemos orden de sacrificarnos incluso por nuestros enemigos, pero la diferencia entre los ateos y nosotros no es esencial: todos estamos dispuestos a sacrificarnos para el beneficio de otros.

Donde hay una diferencia esencial es ante el sufrimiento que voy a llamar gratuito: el sufrimiento que no sirve para alcanzar un objetivo y no es en beneficio de otros. Se nos viene a la mente las grandes catástrofes: una enfermedad dolorosa y mortal, la muerte de un ser querido o la ruina debido a una catástrofe natural, pero pueden ser cuestiones no tan graves: una mala pasada de un compañero o una avería del coche. Ante el sufrimiento gratuito el ateo o indiferente tiene una tendencia a la desolación o a la ira que no tiene un cristiano sólido. Y no estoy hablando sólo del sufrimiento por causa grave. He visto a muchos amargarse profundamente ante el comentario injusto de alguien, el haber perdido el autobús cuando tenían prisa o porque su equipo ha perdido el partido. En cambio el cristiano puede encontrar paz e incluso alegría ante este sufrimiento. Y la diferencia no estriba en que el cristianismo sea una filosofía superior, sino es porque el cristiano le da una dimensión sagrada al sufrimiento.

La primera cuestión, que considero fundamental, es que Cristo, es decir Dios mismo, sufrió gratuitamente. Para empezar le traicionó un discípulo, le negó otro y le abandonaron los demás. También le traicionaron los sacerdotes de su pueblo elegido –a veces me pregunto que debió sentir Cristo al oír al sumo sacerdote gritar “No tenemos más rey que el César”– que no sólo le entregaron a la muerte, sino a la peor muerte que había. Y finalmente sufrió la tortura física y mental de la Cruz. Todo innecesario: nos pudo salvar por mil otros caminos menos dolorosos, pero eligió este. Luego cuando a nosotros nos llega un sufrimiento gratuito no estamos sino siguiendo un camino que Dios ya siguió. Quizá no lo entendamos, pero si Dios fue por aquí, ¿no vamos a ir nosotros? El sufrimiento gratuito nos une a Cristo.

La segunda cuestión es que no sólo Cristo sufrió gratuitamente, sino que eligió este sufrimiento gratuito como medio de nuestra redención. Con lo que nuestro sufrimiento no sólo nos une a Cristo, sino que también nos une a la redención de Cristo. Como dice S. Pablo “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24). Podemos hacer que nuestro sufrimiento sea redentor. No es que Cristo necesite de nuestro sufrimiento para completar su redención, sino que nos ofrece la posibilidad de unir nuestro sufrimiento al suyo y así colaborar en la redención de todos. Jeff Cavins tiene una frase muy acertada: Nuestro sufrimiento es dinero celestial, con el que podemos comprar aquello que no tiene precio.

Un ejemplo que cuenta el P. Jorge González Guadalix. Doña Asunción, debido a graves problemas óseos, sufría fuertes dolores de espalda. En una visita al médico, éste le propuso recetarle un analgésico potente para que la espalda le doliera menos. Ella se negó, pues sus dolores los tenía ofrecidos. Como le explicó al P. Guadalix: “Mira hijo, los médicos saben de dolores y medicinas, pero no saben nada o muy poco de lo que es ser abuela y madre y de la preocupación que yo tengo por mis hijos y mis nietos. Ya sabes que mis nietos apenas van a la iglesia, así que tengo ofrecidos todos mis dolores para que se encuentren con el Señor y sean buenos cristianos. Y va a venir ahora el médico a decirme que de eso nada, que mejor me los quita. Pues no. Yo sé el valor del sufrimiento regalado a Cristo y mi sufrimiento a mí no me lo quita nadie, porque es para mis nietos”.  Doña Asunción vivió para ver a sus nietos confirmados y convertidos en catequistas.

Un ateo no tiene esta manera de acercarse al sufrimiento. No puede darle sentido y el sufrimiento le desespera, le desola. Le amarga y amarga a los que viven con él. Al final quiere la muerte. Y lo que es peor, sus familiares también quieren su muerte. Porque no tiene “buena calidad de vida”. Y este concepto de la calidad de vida se puede estirar fuera de toda mesura –como han demostrado las sociedades “avanzadas” como Bélgica, Holanda o Canadá– y acabas matando a ancianos seniles, que no sufren y no quieren morir, pero que a ti te molestan. Llegando a aberraciones como en Canadá, donde se empiezan a alzar voces pidiendo la pobreza como causa suficiente para pedir la eutanasia.  Un mundo en el que no se encuentra sentido al sufrimiento se convierte en un mundo infernal.

El caso del sufrimiento es quizá el que más atrae nuestra atención, pero en muchos otros, cosas que no tienen sentido visto desde el materialismo y el mundo secular, visto desde el cristianismo, desde la doctrina católica y desde lo que nos enseña la Biblia, adquieren todo el sentido. Una sociedad loca que nos parece ininteligible se convierte en una sociedad alejada de Dios, que se entiende perfectamente. Duele pero no desespera. 

Desde el cristianismo, todo se entiende. Naturalmente, primero hay que entender el cristianismo. Luego para entender el mundo loco que nos rodea hemos de estudiar doctrina, leer la Biblia, rezar y meditar ante el Señor. Así llega la luz, vas viendo las cosas más claras y la esperanza, que recordemos es una virtud teologal, te llena y consuela. Con Dios, todo se entiende. Sin Él, todo está loco.


viernes, 23 de junio de 2023

Estampas de Santos: Sta. Faustina Kowalska

Los santos han de ser una gran inspiración para nosotros: nos dan ejemplo en el camino a seguir pero también nos muestran sus debilidades. Cuando era niño era normal encontrarte en revistas o en el libro de lecturas del colegio relatos y anécdotas de la vida de los santos. O ver películas de sus vidas por la televisión. Hoy, como tantas otras cosas, esto ha desaparecido. Es esta serie voy a contar pequeñas estampas de vidas de santos, algunos conocidos, otros prácticamente desconocidos, que me han ayudado. Empiezo con uno de Sta. Faustina Kowalska.

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Sta. Faustina Kowalska es una santa polaca que nació en 1905 y murió de tuberculosis en 1938. Entró en el convento de la Congregación de la Madre de Dios de la Misericordia en 1925. Desde niña oía a Dios y ya de monja tenía frecuentes visiones y conversaciones con Jesucristo. Él le ordenó que escribiese un diario para apuntar lo que le fuera diciendo. Sus visiones no le granjearon favores, sino más bien incomprensión e incluso envidias. Tuvo, sin embargo, el apoyo de sus confesores, que trabajaron mucho para fomentar la devoción al Cristo de la Divina Misericordia. Entre otras cosas consiguieron pintar un cuadro que representara una visión que ella tuvo. De ese cuadro sale la imagen, hoy muy conocida,  del Cristo de la Divina Misericordia:


Después de muerta tuvo la ayuda de otros sacerdote polaco, Karol Wojtyla, que estuvo al mando de la comisión para su beatificación. Una vez convertido en el papa Juan Pablo II, la hizo santa y dispuso que  el domingo después de Pascua fuera la fiesta de la Divina Misericordia.

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La estampa que quiero comentar tuvo lugar cuando aún era novicia y está descrito en su diario, en el número 28. En una de sus conversaciones con Jesús éste le dijo que fuera a ver a la Madre Superiora y le pidiera permiso para ponerse un cilicio durante una semana. Ya sea porque no le atraía la idea del cilicio o porque le diera apuro pedírselo a la Madre Superiora, no fue. Jesús al final le tuvo que preguntar “¿Hasta cuándo lo vas a aplazar?” Y resolvió ir al día siguiente.

Este es el primer punto que llama la atención. Una santa, que había recibido una visión directa de Jesús donde le daba una orden, la fue posponiendo todo lo que pudo. Esta estampa me da un cierto consuelo cuando yo, que no tengo visiones y no soy santo, voy posponiendo cosas que creo que Jesús quiere que haga. No es que diga que posponer las cosas que Dios quiere que hagamos está bien, sino que es algo natural, que le pasa hasta a los santos. Nos puede llevar tiempo conseguir la fuerza y el coraje para obedecer a Dios. Lo importante es que al final lo hagamos, como Cristo mismo nos enseña en la parábola de los dos hijos que el padre manda a trabajar a la viña (Mt. 21, 28–32). Sigamos con la estampa.

Al final Sta. Faustina fue a ver a la Madre Superiora y le pide ponerse el cilicio. La Madre Superiora no se lo permite. Al salir de la reunión ve a Jesús y le pregunta por qué le ha hecho asar por esto si total no iban a dejar que se pusiera el cilicio y Jesús le contesta: “No exijo tus mortificaciones, sino la obediencia. Con ella me das una gran gloria y adquieres méritos para ti.”

Y este es el segundo punto que me llama la atención. Dios no va a mirar las cosas que hagamos, sino la obediencia que tengamos. Esto lo he leído en otros sitios. Por ejemplo en el libro de S. Alfonso María de Ligorio Conformidad con la voluntad de Dios. Nos solemos preguntar ¿Qué puedo hacer? Esa no es la pregunta correcta. La pregunta correcta es ¿Cuál es la voluntad de Dios? Quizá sea hacer “algo”, o quizá no. O quizá el algo no es lo que nos gustaría. Quizá queremos tocar el piano, y Dios quiere ue el pianista sea otro y lo que nos manda a nosotros es pasarle las páginas. Y esto nos molesta, sobre todo si el otro toca mucho peor que nosotros. No hemos de buscar la acción, sino cumplir la voluntad de Dios.

Esto se explica muy bien en el poema de Sta. Teresa en su poema Vuestra soy, para vos nací, por ejemplo en el verso que dice:

Si queréis que esté holgando
Quiero por amor holgar;
Si me mandáis trabajar
Morir quiero trabajando.
Decid dónde, cómo y cuándo.
Decid, dulce Amor, decid.
¿Qué mandáis hacer de mí?

Naturalmente, hay un peligro. A diferencia de Sta. Faustina o Sta. Teresa, no recibimos visiones con órdenes claras, sino que tenemos que discernir qué es lo que Dios quiere y es fácil confundir lo que Dios quiere con lo que nosotros queremos. Hay que orar y meditar diariamente, escuchar, ser honestos (en el fondo sabemos que esto es cosa nuestra y no de Dios). Y, como escribí hace algún tiempo, podemos practicar un ejercicio para saber si estamos cumpliendo la voluntad de Dios.

Y leer vidas de santos, que nos muestra cómo lo hicieron ellos.


viernes, 26 de mayo de 2023

Necesitamos indignarnos

Cuentan la siguiente anécdota del dramaturgo inglés Bernard Shaw. Estaba en una fiesta de la alta sociedad londinense de su época y le preguntó a una mujer

– “Señora, ¿se acostaría usted conmigo si le diera un millón de libras?”
– “Bueno, supongo que sí” – contestó ella.
– “Se acostaría usted conmigo si le diera una libra?” – inquirió.
– “¡Señor! ¿Por quién me ha tomado?” – contestó airada.
– “Eso ya ha quedado claro. Ahora sólo estamos discutiendo el precio”.

He pensado a menudo en esta anécdota, sobre todo, en cuál debería haber sido la primera respuesta de la señora. He llegado a la conclusión que sólo hay una respuesta posible y no es la de simplemente decirle que no. Como ya he argumentado en una entrada anterior, decirle que no implica aceptar su planteamiento de la situación: que acostarse o no con él es una propuesta debatible. Quizá no basta con un millón de libras, o quizá no es cuestión de dinero sino de otras cosas, pero podemos hablar civilizadamente de ello. El resultado es que ya has perdido. 

Creo que la única respuesta posible de la señora era la indignación. En estos casos no basta con palabras, sino que hacen falta gestos claros de la revulsión que le provoca su propuesta: abofetearle, echarle un vaso de agua a la cara, exigir a grandes gritos que echaran a esa sabandija inmunda de la fiesta…

Uno podría pensar que esto no es una respuesta cristiana, pero encontramos ejemplos similares en el Evangelio. En particular lo vemos en la expulsión de los mercaderes del templo. Hay un detalle, que sólo aparece en el Evangelio según S. Juan (Jn 2, 13–25), que me parece especialmente interesante: al encontrar el templo lleno de mercaderes se paró primero a hacer un azote con una cuerdas. Es decir, no fue un pronto, sino que la indignación de Cristo ante la situación fue una respuesta meditada. Simplemente decir que no le parecía bien lo que veía no bastaba: era necesario demostrar con gestos intensos lo mal que le parecía el ver el templo invadido de mercaderes.

Tenemos ejemplos similares en santos. Por ejemplo, S. Nicolás dejó KO de un puñetazo a Arriano en el concilio de Nicea cuando éste defendía su herejía: no bastaba con decir que no estabas de acuerdo. O S. Juan Crisóstomo, doctor de la Iglesia, indicaba que ante una blasfemia había primero que reprender al blasfemo, pero que si insistía, había que partirle los dientes.

Porque en la comunicación se leen los gestos y no sólo las palabras: si lo dices de buenas parece que, aunque no te guste, realmente no te importa mucho. Esto está incluido en el lenguaje popular: cuando no estamos de acuerdo en algo que no es realmente importante decimos “No nos vamos a pegar por esto”.  Las palabras solas sólo llegan hasta un cierto punto. Ante algo indigno es necesario mostrar tu indignación con más.

En el caso de una comunicación escrita no puede haber gestos, pero el lenguaje usado puede manifestar la indignación y esto normalmente está acompañado por un llamado a acciones concretas. En las epístolas de S. Pablo hay multitud de ejemplos. Muy conocido es el de la Segunda Epístola a los Tesalonicenses donde indica que “algunos viven desordenadamente, sin trabajar, antes bien metiéndose en todo”. Y recomienda que “si alguno no quiere trabajar, que no coma”. Más enérgico es en la Primera Epístola a los Corintios, capítulo 5: “Se oye decir en todas partes que hay entre vosotros un caso de inmoralidad; y una inmoralidad tal que no se da ni entre los gentiles: uno convive con la mujer de su padre. ¿Y vosotros seguís tan ufanos?” Y recomienda “entregar al que ha hecho eso en manos de Satanás; para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu se salve en el día del Señor”. 

Esta indignación ya no se usa y la echo en falta. Tenemos por ejemplo la reciente nota de prensa de la Conferencia Episcopal ante la sentencia de la Ley del Aborto del Tribunal Constitucional. La Ley era indignante; el comportamiento del Tribunal Constitucional, retrasando la sentencia trece años era indignante; la sentencia es indignante, y la respuesta del PP aceptando los plazos para el aborto es indignante. ¿Se muestra indignación en esta nota de prensa? En absoluto. Es una nota académica con muchas notas a pie de página. Explica que está en contra, pero no hay indignación alguna. Han hecho lo que se esperaba que iban a hacer (sólo faltaría decir que lo aceptan o no decir nada), pero como si no les importara gran cosa. Total, ya estamos todos acostumbrados a estas cosas. Y su llamada a la acción, también muy tibia con verbos como invitamos, animamos…  Estando en periodo pre-electoral, al menos podrían recordar a los fieles que un católico no puede votar a quien promueve el aborto. Pero no.  Como dijo el P. González Guadalix en su blog, “La nada con un toque de sifón. O sin sifón. Qué mas da”.

Muy civilizados, muy comedidos, muy tibios. Y como dice el Apocalipsis (otro escrito donde la indignación se muestra claramente) “Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca.” (Ap 3, 16) 

No es cuestión de indignarse siempre: la indignación permanente denota problemas emocionales y además es aburrida. Pero ante hechos indignantes indignémonos sin miedo. Seamos menos modositos. Es la respuesta cristiana y lo necesitamos.


sábado, 20 de mayo de 2023

Sobre el futuro papel de los laicos en la Iglesia (y 3)

Esta es la tercera y última entrada de reflexión sobre el papel que los laicos van a tener en el futuro en la Iglesia. Mucho conocimiento quizá no tenga pero mucha experiencia, sí, y desde ella hablo (Más sabe el diablo por viejo…). 

Tras hablar del reclutamiento y extensamente sobre la formación llega el momento de tratar los dos últimos puntos: la alimentación espiritual que deben recibir los colaboradores y cómo no perderlos.

Alimentación.  Por alimentación no me refiero al reconocimiento. La caja de bombones por Navidad se agradece, y que no falte, pero no es eso. Me refiero a la alimentación espiritual que todo el que realiza un ministerio en la Iglesia necesita recibir. Ayudar en tu parroquia es ser voluntario de la Iglesia y eso es esencialmente distinto que ser voluntario en una biblioteca o un hospital.  Para trabajar en la biblioteca te basta con tener formación, pero para trabajar en la Iglesia además de la formación necesitas una alimentación de tu alma. Estás trabajando para Dios y eso te convierte en mayor o menor grado en un guía espiritual de los demás. 

Esto es obvio en algunos ministerios: un catequista es un guía espiritual de sus catecúmenos. Pero también el que limpia el templo es guía: una iglesia limpia, con el altar bien dispuesto y ornamentado eleva el alma de una manera que una iglesia sucia, con el altar vestido con manteles arrugados y flores mustias no hace. Desde el monitor al sacristán todos necesitamos una gracia especial de Dios para que nuestra labor no sea un simple hacer material, sino una ayuda a los feligreses en su camino al cielo.

Esta alimentación espiritual proveerá a los laicos ayudantes de la gracia que necesitan. No deben ser acciones abiertas a todos los fieles, sino especialmente dirigidos a ellos: “Esto es para vosotros, porque vosotros lo necesitáis”. Así, además, les hará tener una conciencia más clara de la característica sobrenatural de su labor. 

Puede tomar muchas formas: dirección espiritual, grupos de oración, un retiro por cuaresma o adviento, una misa a principio o final de curso… Lo fundamental es explicar a los ayudantes que esto no es un servicio que se les hace, sino que es algo que necesitan para realizar su labor: sin una gracia especial de Dios no puedes leer las lecturas como Dios quiere, no puedes cantar como Dios quiere, no puedes tener el templo abierto como Dios quiere. Cualquier cosa que haces por la Iglesia es algo trascendental, no estás ayudando al párroco, que es tan simpático, sino que trabajas directamente para Dios, ayudando a los fieles a llegar al cielo.

Retención. Llega un nuevo colaborador lleno de entusiasmo y se mete a lector, y monitor y sacristán y a todo lo que le pidan. O se necesita un monitor y se lo piden a Fulano que ya es lector y sacristán y está todo el día aquí y nunca dice que no.  Sea cual sea el camino seguido, el resultado más frecuente es el mismo: el colaborador acaba quemado y se va. Me ha pasado a mí varias veces y lo he visto pasar a otros. 

Es un problema que un colaborador coja demasiadas responsabilidades, ya sea voluntariamente o invitado por otros. Además del problema ya descrito de estrujarlo hasta  quemarlo y perder un colaborador valioso, es que tener alguien que se ocupa de todo cierra los caminos a otros: si los monitores leen las lecturas, ya no buscamos lectores. Y como ya dije en la primera entrada de la serie, da la impresión que los ministerios de la Iglesia son un coto cerrado.

Las exigencias de formación ayudan a reducir el problema ya que si uno quiere hacerlo todo, tendrá que hacer todos los cursillos, lo que lo para un poco. Y también se hace más difícil pedir a uno que coja un ministerio más si sabes que eso exige hacer un cursillo nuevo.

Cuando tenemos un buen colaborador hay que cuidarlo y esto incluye no exigirle demasiado –ni permitir que se exija demasiado a sí mismo–. Esto redunda no sólo en el bien de la persona, sino en el bien de la parroquia.


Resumen.  En el futuro próximo la Iglesia va a tener que depender y confiar cada vez más en los laicos. Esto no puede conseguirse simplemente extendiendo lo que ya se está haciendo, sino que va a tener que crearse un modelo nuevo. En este nuevo modelo es esencial tener en cuenta el espíritu trascendental de la Iglesia. Esto no es como ser voluntario en una biblioteca o un hospital, pues los colaboradores de la Iglesia no sirven al sacerdote o a la comunidad, sino a Dios mismo. 

Para el buen funcionamiento no puede escogerse gente a dedo en momentos de apuro, que así no se escoge bien, sino tener abierta una convocatoria para que todo el que sienta esta llamada de servicio a Dios pueda presentarse. A los que se presentan hay que formarlos de forma específica, extensa y rigurosa: cada ministerio debe tener su propia formación;  no es una mera charla de una hora sino que es un cursillo en el que se tocan los aspectos de base del catolicismo (el catecismo, vamos), y aspectos específicos del ministerio; y no es una sugerencia voluntaria, sino que es obligatoria y el aspirante debe demostrar que ha entendido las cuestiones tratadas ya sea mediante un examen o de alguna otra manera.

Estos colaboradores, debido a su misión trascendental en la Iglesia, deben recibir una alimentación espiritual con retiros, dirección espiritual, grupos de oración, etc. Sólo así podrán ser guías de la comunidad, cada uno en su papel.

Finalmente, hay que cuidar a los colaboradores y no estrujarlos –ni dejar que se estrujen– y acabar con personas quemadas que abandonan. Nadie debe cargar más de lo que puede llevar de forma continua. Además, si hay unos pocos que lo hacen todo, cierran las puertas a otros que puedan estar interesados a servir a Dios de esta manera.


Los cambios que van a tener lugar en el papel de los laicos en la Iglesia son muchos y profundos y se va a necesitar mucho tiempo y esfuerzo. A partir de mi experiencia de muchos años, lugares y ministerios, he indicado algunos aspectos y he realizado algunas sugerencias. Pero hay mucho más trabajo a hacer si se quiere crear algo que sea más que un mero remiendo temporal para ir pasando.

viernes, 7 de abril de 2023

El Evangelio sentado

Cada Semana Santa lo mismo: en la proclamación de la Pasión en el Domingo de Ramos y el Viernes Santo, al poco de empezar, se indica a los fieles que pueden sentarse. Esto creo que es bastante habitual en toda España. Además –y esto no sé si es una costumbre local– se interrumpe 3 o 4 veces el relato para insertar cantos del coro. He discutido esta cuestión con todos los párrocos que hemos ido teniendo. Las excusas que me dan suelen ser dos y no se sostienen. 

  • Que si la gente es muy mayor. Pues los que por su salud no pueden estar de pie, que se sienten, pero los demás no tenemos por qué. Además, en particular hoy, Viernes Santo, con una iglesia llena,  sólo había una docena de personas de elevada edad. La inmensa mayoría eran jóvenes o de mediana edad que podían estar de pie perfectamente.
  • Que si estando tanto tiempo de pie se distraen. Cuando pregunto en qué se basan para esta afirmación y si no es más bien estando cómodamente sentados que es más fácil distraerse, no te saben contestar.
El Viernes Santo me da aún más rabia porque también están las preces que son muy largas y a nadie se le ocurre pedir a los fieles que se sienten. Me tengo que resistir cada año ante la tentación de cronometrar ambas cosas, pero mirando los textos, el Evangelio ocupa 8 páginas y las preces, 5 (cierto que las páginas del Evangelio son más densas). La diferencia no es tan grande y cualquier motivo para hacer sentar a la gente durante el Evangelio es igualmente válido para hacerles sentar durante las preces. Luego nuestros actos muestran que las preces son más importantes que el relato dela pasión.

La gente, incluso la de avanzada edad, no tiene ningún problema en quedarse en pie largo rato si se encuentran un amigo en la calle o en el bar. Pero para el Evangelio, ¡uy no! que es muy cansado. 

Y lo de las interrupciones para cantar me pone casi más de los nervios que el sentarse. ¿A qué viene? Este tipo de cosas se hacen normalmente para romper la monotonía, pero ¿hay algo más dramático que el relato de la Pasión, especialmente la según S. Juan? Si te aburre la Pasión, nada te va a hacerla parecer interesante. Y estas interrupciones te hacen perder el hilo del relato. Los cantos son distractores, no ayudas.

Lo que realmente me duele es que han cogido dos de los momentos más profundos del año y los han convertido en una representación con cantos y todo. Y en el fondo lo hacen para que la gente esté más cómoda y entretenida. Han puesto la comodidad por delante de la reverencia. Supeditamos lo que necesita nuestra alma a lo que pide nuestro cuerpo. Y en todas las discusiones que he tenido nunca he conseguido nada a largo plazo (un años conseguí que no pidieran sentarse a la gente el Domingo de Ramos, pero el Viernes Santo volvieron a las malas costumbres).

Creo que en el fondo me dan la razón, pero no saben cómo hacerlo. No es tan difícil. Hace unos días escuché la respuesta que da el P. Jorge González Guadalix cuando le proponen que la gente se siente durante el relato de la Pasión: los dolores que se pueden sentir por estar de pie nos ayudan a estar más cercanos al dolor de Cristo en la Pasión.

Quizá la intensidad de mis sentimientos son excesivos. No lo sé. Pero siento que si hemos claudicado en esto es indicación de que ya hemos claudicado en cosas mucho más importantes. Si hemos vendido la Pasión, qué importa todo lo demás: ya hemos perdido.

Sobre el futuro papel de los laicos en la Iglesia (2)

En la entrada anterior empecé un reflexión sobre el papel que los laicos van a tener en el futuro en la Iglesia. Mucho conocimiento quizá no tenga pero mucha experiencia, sí, y desde ella hablo (Más sabe el diablo por viejo…). 

En la entrada anterior hablé de dos cuestiones, el reclutamiento y la formación. En esta me proponía tratar la alimentación que deben recibir los colaboradores, pero una conversación con mi párroco, y algunas cosas más, me han hecho consciente que tengo que ahondar en la cuestión de la formación.

Formación de base. Ya lo comenté en la entrada anterior, pero me he dado cuenta que la falta de formación de base en “gente de Iglesia” es aterradora. Por ejemplo, he llegado a la conclusión de que si a gente que lleva años ayudando en misa le preguntas qué es el altar, más allá que señalarlo y decir “Esa mesa de ahí”, no sabrían responder. No creo que sepan que el altar está consagrado a Dios –mucho más allá de que lo está todo el edificio– y que no es una mesa sino un lugar de sacrificio, en este caso, el lugar donde tiene lugar el sacrificio de Cristo en cada misa. Me da horror ver a gente –y repito, gente de Iglesia que se supone que está formada– que, por ejemplo por estar preparando unos adornos, pone las tijeras, la cola, los retales y cualquier otra cosa que necesite sobre el altar. Y tengo que ir yo con una mesita o algo y quitarlo y explicarles que el altar es sagrado y no se debe poner nada sobre el altar. Falta la base. Eso es malo en sí, pero además, sin la base no se puede construir. 

Porque en los cursillos de formación “avanzados” no se explica la base. En un cursillo para ministros extraordinarios de la sagrada comunión te explican detalles de cómo se aplica el ayuno eucarístico a personas ancianas y enfermas, pero que realmente sirven de poco si no sabes qué es un sacramento, en particular qué es el sacramento de la Eucaristía, qué es lo que le da validez, cuál es su materia y su forma y otras cuestiones de base. Y acabas con ministros, como casos que yo conozco, con mucho más entusiasmo que conocimiento, que acaban haciendo burradas y quizá invalidando el sacramento mismo.

Poco a poco debe ir exigiéndose a todos los laicos que hagan algo en la Iglesia, sea la actividad que sea, que hayan estudiado –no leído, estudiado– el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica o algo equivalente (a mí me gusta más el Catecismo Mayor de S. Pío X). Si no se tiene esta base el laico, por mucho entusiasmo y voluntad que tenga, acaba haciendo más daño que bien a su parroquia y a la Iglesia.

Desactivismo. (Me he tenido que inventar un “palabro” para esta cuestión). Nos hemos contagiado por el nefasto activismo de nuestra sociedad: “hay que hacer algo”. Hay que tener lectores, hay que tener monitores, hay que tener coro, hay que tener acólitos, hay que tener ministros de la comunión. Y si no hay lectores para la gran misa de la fiesta del pueblo, coges a uno que sabes que lee bien, que viene, lee, y ves con asombro que al acabar su lectura se marcha del templo. Y si no hay monitor, coges a uno que suela venir a misa, le das dos indicaciones y le pones ante el ambón para que se las arregle como pueda (mal). Y si no hay monaguillos, coges a cualquier niño que se está preparando para la primera comunión, le pones un alba, le guías un poco y lo sueltas sobre el altar, para que todo el mundo le vea reclinado sobre el altar con cara de aburrido. Y si el ministro de la sagrada comunión no puede ir a la residencia a dar la comunión a los ancianos, coge a un amigo, que ni es ministro ni es nada, y le dice que le sustituya. Y si el cura no puede dar la catequesis un día, coge a uno que no tiene los conocimientos suficientes, pero que está libre a esa hora y le pone a dar la catequesis. Todo esto lo he visto.

También he visto las consecuencias. Normalmente, no son consecuencias inmediatas, sino que es una devaluación continua. Si las lecturas no se proclaman como deben, al final la gente no escucha y acaba creyendo que es algo que está en el guión pero que no tiene importancia. Si los cantos tienen música de verbena, no elevan tu alma a Dios, sino que la rebajan al mundo y la misa acaba siendo una representación. Si el monitor no sabe lo que está haciendo no ayuda al pueblo a enfocar su atención al sacrificio de Cristo, sino que lo distrae y la misa acaba perdiendo sentido. Si, como me comentó mi párroco, se reparte la comunión como si fueran caramelos, acaban siendo para el fiel meros trozos de pan.

Las consecuencias también son negativas para el laico: todo lo dicho en el párrafo anterior es aun más cierto para el que lo hace: si tú lees sin entender lo que estás haciendo, acaba perdiendo importancia con más rapidez que a los que te escuchan. Además, el hacer cosas sin entender qué estas haciendo te da una sensación interna de ser un falso. Eso a algunos les acaba quemando. 

Es mucho mejor no hacer algo que hacerlo mal. Es mejor que lea el sacerdote celebrante a que lea uno que lo hace por hacer (o peor aún, por destacar). Es mejor no tener monitor a tener uno que te distraiga de la misa. Es mejor que el reparto de la comunión dure tres minutos más a que la reparta uno que lo reparte como si fueran caramelos. Es mejor rezar bien que cantar algo inadecuado. Es mejor una misa sencilla y devota que un gran espectáculo vacío.

Por suerte no es que tengamos esta falsa dicotomía. No es que las dos únicas opciones son que lea el cura o un mal laico. Queremos un buen laico, lo que nos vuelve a llevar a la importancia de la formación. Lo que quiero resaltar es que lo importante no es hacer las cosas, sino hacerlas bien. Si un día el cura no puede hacer la catequesis, pues no se hace. Si un día no se puede llevar la comunión a la residencia, pues no se lleva. Si hasta que no se formen bien a los lectores tiene que leer el cura, que lea. Hacer las cosas mal devalúa la liturgia y la misma fe católica. Eso es demasiado grave. Desterremos el activismo.

Y esta entrada ya es suficientemente larga. Dejamos la alimentación de los colaboradores para la siguiente entrada, que espero sea la última de la serie.