viernes, 22 de octubre de 2021

Amar a los enemigos

Hay una iniciativa llamada 40 días por la vida. Dos veces al año se hace una campaña de 40 días de oración frente a los abortorios para luchar así contra esta enorme perversión. No hay ninguna campaña en mi ciudad, luego yo contribuyo rezando un rosario diario por ellos y el fin de esta eliminación de los hijos concebidos. La primera vez que lo hice, hace unos 3 o 4 años, dedicaba cada misterio del rosario a diferentes “protagonistas”: las madres que mataban a sus hijos, los parientes que las empujan, los médicos y enfermeras que lo realizaban, los dueños de los abortorios, etc. Cuando llevaba unos 30 días de los 40 me vino a la mente una imagen (decir que tuve una visión sería exagerado): estábamos en una cola para ir al cielo y por delante mío había mujeres, parientes, médicos, etc. Entonces me di cuenta que yo había rezado todos esos rosarios para que toda esta gente me precediera en el camino al cielo.

Me sentó fatal.

Lo que “me pedía el cuerpo” es que toda esta gente que contribuía al vil asesinato de bebés inocentes se pudriera en el infierno. Y aquí estaba yo esforzándome no sólo para que fueran al cielo, sino que me precedieran en el camino. Los últimos rosarios que me quedaban me costó mucho rezarlos. Es cuando entendí –aunque no me di cuenta en aquel momento– lo que significaba el mandato de “amar a tus enemigos”.

Nos creemos que amar es un sentimiento y que amar a nuestros enemigos significa que sintamos cariño y nos caiga bien gente perversa o que nos quiere mal. Quizá la idea de amor como sentimiento provenga del romanticismo, no lo sé, pero Sto. Tomás de Aquino ya explica que amar no es un sentimiento, sino querer el bien de otro. No se basa en una emoción –que es algo que no podemos controlar– sino en la voluntad. Podemos amar a alguien que nos cae mal, podemos amar a alguien por el que no sentimos ningún cariño, podemos amar a alguien con el que en la vida iríamos a tomar un café.

El mayor bien que podemos desear a alguien es la salvación de su alma, luego rezar por un enemigo puede ser un primer acto de amor. Y no olvidemos que Ntra. Sra. de Fátima nos recordó que hay muchos pecadores que se condenan por no tener quién rece por ellos. Uno puede pensar que esto es fácil, pero rezar de corazón por un enemigo, especialmente si es alguien a quién conoces y que te ha hecho daño a ti, no es nada fácil. A mí me ayuda pensar que no estoy rezando para que sigan siendo malos pero a pesar de todo se salven, sino para que se arrepienten y se conviertan y así se salven. 

Un segundo paso es hacer penitencia por ellos, para ayudar a su conversión. Otra vez, no es fácil pasar hambre o frío por la salvación del estafador que me despojó de 400€ (para no hablar del enfado de mi mujer que tuve que soportar). Pero es cuestión de voluntad, luego es algo que está en nuestro poder.

Y si es alguien que tenemos cercano podemos hacer algún favor o defenderle ante otros (en lo que sea de justicia, no es cuestión de defender maldades). No importa si nos rechinan los dientes mientras lo hacemos.

Podemos incluso apadrinar a un pecador, haciendo una semana de oración y penitencia para alguien concreto que lo necesita.

Quizá nos preguntemos si todo esto sirve de algo. Es cuestión de fe. Por un lado es hacer lo que Cristo mismo nos pidió (Mt. 5, 44) y que S. Pablo nos recuerda (Rm 12, 14). Y tenemos que pensar que todo lo que hagamos Cristo y Ntra. Señora lo usarán para bien. Nada se perderá. Aunque quizá nosotros no lo veamos.

Y yo he notado otro gran bien: estos odios y resquemores que tenemos hacia nuestro enemigos nos hacen mucho mal a nosotros mismos. Si rezamos y hacemos penitencia por ellos, si buscamos su bien, desaparecen (o al menos se reducen). Y esto te da una enorme paz. Amar a nuestros enemigos no sólo es bueno para ellos: lo es para nosotros mismos.

sábado, 9 de octubre de 2021

¿Dónde están los jóvenes?¿Dónde está todo el mundo?

Hace unos días tuvimos la reunión de inicio de curso de nuestra unidad de pastoral (6 parroquias con un sólo párroco). En un momento dado nos reunimos por grupos para preparar el curso. Todos éramos de una edad más o menos avanzada y saltó la pregunta “¿Dónde están los jóvenes?¿Cómo conseguimos que vengan?”

Tras reflexionar sobre esto algunos días me di cuenta de que la pregunta es más bien ¿Dónde está todo el mundo? Porque apenas hay jóvenes, pero tampoco gente de 30 años, ni de 40, ni de 50 ni de 60. Casi todos los  que vienen a misa tienen 70 o más. Las alarmas tenían que haber empezado a sonar hace 30 años, y el “estado de emergencia” debería haber empezado hace al menos 20. Pero aquí no pasa nada.

Casi más descorazonador que las iglesias vacías es la respuesta que vemos de la jerarquía: vamos a cerrar templos. Como he dicho, lo que hace pocos años eran 6 parroquias, ahora es una unidad de pastoral con un sólo párroco (y medio sacerdote de ayuda). En la mayoría de los templos de mi unidad sólo se dicen misa los domingos. Y ya nos han avisado que las cosas van a ir a peor. Y no sólo es en Mallorca. En Barcelona la situación es similar. Y leí hace unos días que en la archidiócesis de Cincinnatti, USA, han empezado un plan multianual para cerrar la mayoría de sus 208 parroquias.

Esto es descorazonador por lo mundano de la actuación. Se trata a la Iglesia como si fuera un negocio cualquiera: si no hay clientes, pues habrá que cerrar tiendas. Incluso se utiliza este lenguaje, empresarial indicando que no es económicamente viable tener tantos templos para tan poca gente. O en el artículo de Cincinnatti, indican se alaba a su arzobispo Schnurr por ser un gran administrador.

¿Qué pasa con las almas de todos los que no van a misa, que están apartados de los sacramentos? Sin la ayuda de la comunión nos quedamos sin fuerzas y cunde el desánimo. Sin la penitencia, el reconocimiento de tus males y la alegría de ser perdonado, abunda la ira, como vemos por las calles. Sin la confirmación nos falta seguridad en nuestra fe y vivimos perdidos y arrastrados por las olas del mundo. Sin la ayuda del sacramento de matrimonio cunde la violencia doméstica, las separaciones y divorcio, con el enorme daño que esto causa en los hijos. Sin la ayuda de la unción de los enfermos nos aterra la enfermedad y la muerte, como hemos visto en este último año. Y sin todo esto, nuestra salvación eterna está en peligro.

¿Pero quién ha oído hablar en los últimos años de salvación, almas, pecado, cielo, infierno, gracia de Dios? Sin el concepto de salvación de las almas, salvación del pecado, todo se convierte en un buenismo insulso que lleva a la indiferencia, y de ahí al ateísmo. Un libro muy bueno que explica este camino es Deadly indifference, de Eric Sammons (con prefacio del Msr. Athanasius Schneider). Una Iglesia, como la que estamos viendo, que parece más preocupada por la salvación del planeta que por la salvación de las almas ya no es cristiana, sino que es un mero deísmo moralista y terapéutico. Estamos en malos tiempos, pero Dios nos ha escogido para vivir y luchar en estos tiempos. 

¿Y cómo luchamos? Hay que volver a los fundamentos: la oración, la penitencia, el ayuno, los sacramentos. En la reunión yo propuse que, además de cualquier otra iniciativa que se nos pudiera ocurrir, deberíamos tener jornadas de oración y ayuno, porque sin eso, sin los fundamentos, no vamos a conseguir nada. El Padre Dwight Longenecker –que por cierto pastorea una parroquia que está creciendo en una diócesis que está creciendo– propone usar lo que llama las Espadas del Espíritu: los sacramentos, las Escrituras, el sacrificio, la sencillez, lo sobrenatural, el silencio…

El hecho de las iglesias vacías no son un inconveniente para la Iglesia Católica, una caída en la cuenta de resultados. Es una tragedia para tanta alma necesitada de salvación. En las últimas décadas el Pueblo de Dios se ha alejado de los fundamentos que han sostenido la fe durante dos milenios. El Mensaje de Cristo se ha debilitado, y sin este Mensaje nuestras almas, y la sociedad entera, camina a la perdición. Necesitamos las iglesias llenas. Hay que llenarlas, no cerrarlas. Pero esta vez me parece que no son los obispos y sacerdotes los que nos van a liderar hacia Cristo, sino que hemos de ser nosotros los que los lideremos a ellos.