domingo, 26 de marzo de 2017

Creer que Dios existe, vivir que Dios existe

Estoy leyendo una entrevista-libro a S. Juan Pablo II llamada «Cruzando el umbral de la Esperanza». Son respuestas del santo Papa a preguntas del periodista italiano Vittorio Messori. El capítulo 6 es la respuesta a la pregunta «Si [Dios] existe, ¿por qué se esconde?» Esto lo leí a poco de escribir mi entrada anterior, en el que transcribía un trozo de Sto. Tomás de Aquino demostrando que el catolicismo era la fe verdadera. Y me puse a pensar, ¿realmente la existencia de Dios está escondida?

La primera pregunta sería, ¿cómo sabemos que Jesús existió y que no es un invento de sus discípulos? Cierto que no tenemos ninguna foto ni certificado de nacimiento. Como no lo tenemos de ningún personaje de la época. Planteemos otra pregunta ¿Cómo sabemos que Sócrates existió? Tampoco tenemos nada más que los escritos de sus discípulos, sobre todo de Platón. Pero nadie duda de que existió. Y lo mismo podemos decir de Arquímedes y muchos otros personajes de la época.
La existencia de Jesús de Nazaret está tan históricamente demostrada como la de cualquier otro personaje de la época. Si no dudamos de la existencia de Pitágoras, no hay por qué dudar de la de Jesús.

¿Y cómo sabemos que Jesús es Dios? Aquí entroncamos con varios de los razonamientos de Sto. Tomás. Me detendré en los milagros. La historia del catolicismo está llena de ellos. Y en contra de lo que muchos piensan, la Iglesia pone muchas pegas para aceptar que un hecho extraordinario es un milagro.  En Lourdes hay cada año varias curaciones inexplicables, pero sólo 69 han sido declaradas milagrosas.

Pero no hace falta ir a Lourdes y creer los testimonios de médicos y familiares. Aquí en Palma puedo ir al convento de Sta. Magdalena, en la calle de S. Jaime, y ver el cuerpo incorrupto de Sta. Catalina Tomás. Es más, tiene su cara milagrosamente tapada con un pañuelo (supongo que originalmente blanco, ahora es gris). Ella pidió antes de morir que no la taparan, pero una compañera monja sintió tanta pena que le puso el pañuelo sobre la cara. Se le quedó pegado y nunca se lo han podido quitar.
Pero supongamos que hay alguna explicación científica, aún desconocida, sobre los cuerpos incorruptos. ¿Alguien podría explicar por qué sólo sucede a muertos católicos?

Jesús existió, Jesús aún hoy hace milagros. Están a la vista. La existencia de Dios no está oculta.

Pero también Jesús nos explicó en una parábola que aun todos los milagros del mundo no harán creer a nadie. En la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro, el rico pide que Lázaro vaya a ver a sus familiares ya que la aparición de un muerto les convencerá  de la existencia de Dios (y del infierno). Abraham le contesta que “Si no les hacen caso a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque alguien se levante de entre los muertos” [Lc 16:31]. El problema no es que la existencia de Dios esté oculta. El problema es que vivir la existencia de Dios es exigente y es más cómodo mirar a otro lado.

Cuando quieres vivir la existencia de Dios te lo tienes que replantear todo todo el rato. Y al menos para mí es una lucha continua.

lunes, 13 de marzo de 2017

No es coexistir, es convertir

Se habla dentro del mundo católico que hay que “comprender” a las otras religiones. Hace unos días lo dijo el Papa. Si por comprender se entiende que no hay que maltratarlos y que no debemos entrar en guerras de conquista religiosa, estoy de acuerdo. Son hijos de Dios al fin y al cabo. Pero casi siempre se entiende esto como si fuera una cuestión secular. Como si las religiones fueran asociaciones o partidos políticos, y que todas las religiones son igualmente verdaderas. Que todas comparten la verdad o al menos tienen visiones parciales de la misma verdad. Y que por lo tanto debemos comprender sus puntos de vista, compartir los que podamos, coexistir y no intentar convertir a los otros a nuestra religión, que al fin y al cabo es una cosa violenta.

Esto es una barbaridad. Los católicos no podemos aceptar esta visión de las religiones. Las religiones no son todas igualmente buenas. Como bien dijo el Papa León XIII en su encíclica Imortale Dei, “La tolerancia igualitaria de todas las religiones… es lo mismo que el ateísmo.” ¿Creéis que Dios creó todas las religiones?¿Es que Dios actúa por prueba y error?

Por lo tanto sólo hay una religión verdadera. ¿Cuál es? No se puede demostrar internamente, por referencias a la propia religión: todos creeríamos que la nuestra es la verdadera. Y si buscamos pruebas externas, la verdadera es el cristianismo, como demostró Sto. Tomás de Aquino en apenas una página, en el capítulo VI del libro I de la Summa contra los gentiles, que añado al final de esta entrada. Su prueba se basa en algunos hechos comprobables: Una docena de pescadores galileos, probablemente muchos analfabetos, extienden la creencia en Dios, convenciendo a gente sencilla y a sabios, en todo el mundo conocido, desde la India (Sto. Tomás Apóstol), hasta España (Santiago el Mayor), en unos pocos años, sin prometer nada terrenal y entre persecuciones. La existencia de Jesús fue predicha durante siglos en escritos judíos. Realizaron milagros comprobables (y se siguen realizando). Ninguna otra religión puede decir esto de sí misma. Y las pruebas de Sto. Tomás siguen siendo válidas: siguen habiendo un flujo de conversiones del Islam al Catolicismo, que se hacen a pesar del peligro de muerte para los que se convierten. Mientras que entre los que se convierten del Cristianismo al Islam (que también los hay) muchos lo hacen seducidos por la violencia.

Por lo tanto nosotros sabemos que estamos en posesión de la Verdad, y que pertenecemos a la religión verdadera. ¿Qué hacemos?¿Nos la guardamos para nosotros? Recordemos que, antes de su Ascensión, Jesús ordenó: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.  El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.» (Mc, 16:15-16). Cierto que se lo ordenó a los apóstoles, pero no podemos aceptar que la coexistencia –cree y deja creer (o no)– es la forma de comportarse de un buen cristiano. Más bien, si uno no intenta extender su fe, es que en el fondo no la tiene.

No. La fe es lo más importante que uno puede tener. Obviamente, más importante que la profesión, que el dinero o que el status. Pero también más importante que los amigos, incluso que la familia: "¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? replicó Jesús.  Señalando a sus discípulos, añadió: Aquí tienen a mi madre y a mis hermanos.  Pues mi hermano, mi hermana y mi madre son los que hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo" (Mt. 12, 48-50) La fe es el camino de la eternidad. La Tierra importa menos. ¡Ay! si creyéramos esto. ¡Ay, si de verdad lo creyera yo!

¿Y qué podemos hacer? Algunos tienen clara su misión apostólica. Tenemos a los misioneros, naturalmente, pero también tenemos a apostolados entre nosotros, como los de Church Militant, o Camineo. Pero los demás, ¿qué podemos hacer?

Yo soy cobarde. Y no sé hablar. Muchas veces callo porque si hablo pensarán (con razón) «estos cristianos son tontos». Pero por lo menos dejo claro que soy católico. Tengo una cruz en mi despacho, un anuncio de la Adoración Perpetua en mi puerta. Hago una breve oración y me santiguo antes de empezar mis clases. Y mis alumnos (espero) lo ven. Si me preguntan qué estaba haciendo y estaba rezando el rosario, lo digo: «estaba rezando el rosario». Y si la base de mi razonamiento es el Evangelio, también lo digo. No proclamo la palabra «a tiempo y a destiempo», como pedía S. Pablo, pero por lo menos intento no ocultarme. Intento ser más visible. Y rezo al Espíritu Santo para que me dé una lengua más ágil que me permita meter a Dios más en mis conversaciones. Y más valor.

Sobre todo más valor.



Sto. Tomás de Aquino. Summa contra los gentiles. Libro I, capítulo VI.

Los que asienten por la fe a estas verdades «que la razón humana no experimenta», no creen a la ligera, «como siguiendo ingeniosas fábulas», como se dice en la 2ª carta de San Pedro. La divina Sabiduría, que todo lo conoce perfectamente, se dignó revelar a los hombres «sus propios secretos» y manifestó su presencia y la verdad de doctrina y de inspiración con señales claras, dejando ver sensiblemente, con el fin de confirmar dichas verdades, obras que excediesen el poder de toda la naturaleza. Tales son: la curación milagrosa de enfermedades, la resurrección de los muertos, la maravillosa mutación de los cuerpos celestes y, lo que es más admirable, la inspiración de los entendimientos humanos, de tal manera que los ignorantes y simples, llenos del Espíritu Santo, consiguieron en un instante la máxima sabiduría y elocuencia. En vista de esto, por la eficacia de esta prueba, una innumerable multitud, no sólo de gente sencilla, sino también de hombres sapientísimos, corrió a la fe católica, no por la violencia de las armas ni por la promesa de deleites, sino en medio de grandes tormentos, en donde se da a conocer lo que está sobre todo entendimiento humano, y se coartan los deseos de la carne, y se estima todo lo que el mundo desprecia. Es el mayor de los milagros y obra manifiesta de la inspiración divina el que el alma humana asienta a estas verdades, deseando únicamente los bienes espirituales y despreciando lo sensible. Y que esto no se hizo de improviso ni casualmente, sino por disposición divina, lo manifiestan muchos oráculos de los profetas, cuyos libros tenemos en gran veneración como portadores del testimonio de nuestra fe, el que Dios predijo que así se realizaría.

A esta manera de confirmación se refiere la Epístola a los Hebreos: «Habiendo comenzado a ser promulgada por el Señor», o sea, la doctrina de salvación, «fue entre nosotros confirmada por los que la oyeron, atestiguándolo Dios con señales y prodigios y diversos dones del Espíritu Santo».

Esta conversión tan admirable del mundo a la fe cristiana es indicio certísimo de los prodigios pretéritos, que no es necesario repetir de nuevo, pues son evidentes en su mismo efecto. Sería el más admirable de los milagros que el mundo fuera inducido por los hombres sencillos y vulgares a creer verdades tan arduas, obrar cosas tan difíciles y esperar cosas tan altas sin señal alguna. En verdad, Dios no cesa aun en nuestros días de realizar milagros por medio de sus santos en confirmación de la fe.

Siguieron, en cambio, un camino contrario los fundadores de falsas sectas. Así sucede con Mahoma, que sedujo a los pueblos prometiéndoles los deleites carnales, a cuyo deseo los incita la misma concupiscencia. En conformidad con las promesas, les dió sus preceptos, que los hombres carnales son prontos a obedecer, soltando las riendas al deleite de la carne. No presentó más testimonios de verdad que los que fácilmente y por cualquiera medianamente sabio pueden ser conocidos con sólo la capacidad natural. Introdujo entre lo verdadero muchas fábulas y falsísimas doctrinas. No adujo prodigios sobrenaturales, único testimonio adecuado de inspiración divina, ya que las obras sensibles, que no pueden ser más que divinas, manifiestan que el maestro de la verdad está interiormente inspirado. En cambio, afirmó que era enviado por las armas, señales que no faltan a los ladrones y tiranos. Más aún, ya desde el principio, no le creyeron los hombres sabios, conocedores de las cosas divinas y humanas, sino gente incivilizada, habitantes del desierto, ignorantes totalmente de lo divino, con cuyas huestes obligó a otros, por la violencia de las armas, a admitir su ley. Ningún oráculo divino de los profetas que le precedieron da testimonio de él; antes bien, desfigura totalmente los documentos del Antiguo y Nuevo Testamento, haciéndolos un relato fabuloso, como se ve en sus escritos. Por esto prohibió astutamente a sus secuaces la lectura de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, para que no fueran convencidos por ellos de su falsedad. Y así, dando fe a sus palabras, creen con facilidad.