domingo, 6 de marzo de 2016

El poder de la oración

En la homilía de hace dos semanas el celebrante dijo una frase que me chocó: “Si alguien necesita ayuda, tener misericordia no es rezar por él, sino hacer algo por él”. De aquí se deduce que rezar no es hacer nada y de ahí mi estupefacción.

Debo decir que más adelante, en la misma homilía, el celebrante habló de la necesidad de la oración, aunque los ejemplos que puso –te pone en contacto con Dios– fueron todos de los beneficios de la oración para el que reza y no para el mundo. Es decir, que cualquier beneficio que saque alguien de tu oración es indirecto: la oración te ayuda a ser mejor persona y eso es lo que beneficia a los demás.

Esto va en contra de 2000 años de tradición cristiana: los monjes, ermitaños, monjas de clausura: todos ellos hacen poco más que rezar. ¿Están, entonces, perdiendo el tiempo?

Es posible que el celebrante en su homilía estuviera pensando en este fragmento de la epístola de Santiago: “Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha?” Pero notad que en este ejemplo la persona no reza, no pide nada a Dios, sino que enuncia estupideces. Y también estoy de acuerdo con el celebrante que ante una persona con una necesidad que yo puedo aliviar, si me pongo a rezar, verdaderamente a rezar, no sólo a murmurar palabras, no me va a quedar más remedio que hacer algo material para ayudar a esta persona. Lo que le reprocho al celebrante es que se quedara en la parte material, sin darle importancia a la parte religiosa y sagrada de la oración.

Porque, ¿qué es la oración? La oración no es recitar fórmulas arcaicas que no te dicen nada. Pero la oración tampoco es una meditación aséptica. Tengo un libro de meditación transcendental cuyos primeros ejercicios son de respiración y postura para entrar en “modo meditación” y después recitas frases del estilo “Estoy conmigo mismo” o “Me siento en paz con el mundo”. Es un ejercicio útil que recomiendo, pero es algo que un ateo convencido puede hacer sin que se resquebraje su ateísmo, por lo tanto, aunque tiene aspectos beneficiosos, tampoco es oración.

Lo que  caracteriza y define a la oración cristiana es que en ella pedimos cosas a Dios. Cosas que queremos que nos conceda. A veces se las pedimos directamente, a veces lo pedimos a través de la intercesión de la Virgen o de algún santo. Fijaos en el Padre Nuestro, salvo el inicio (“Padre nuestro que estás en los cielos”) y una excepción, no hacemos más que pedir: “venga a nosotros Tu reino”, “hágase tu voluntad”, “danos nuestro pan de cada día”. La única excepción es una cosa que prometemos hacer nosotros “perdonamos a los que nos ofenden”. En la oración pedimos cosas a Dios. A veces es que nos perdone, o que nos transforme, pero otras es que elimine injusticias, ilumine a gente con posiciones de responsabilidad o que sane a enfermos. Y cuando rezamos creemos –sabemos– que va a escuchar nuestra oración y va a concedernos lo que le pedimos.

Y hay estudios científicos que muestran esto, que Dios nos concede lo que le pedimos. Las leí hace años y no guardo las referencias, pero estos estudios están hechos con rigor y publicados en revistas científicas, no son charlatanerías. Ambos tiene que ver con la curación de enfermos.

El primer experimento se hizo en un hospital de Gran Bretaña. Escogieron al azar algunas habitaciones y en la capilla del hospital se pusieron tarjetas, una por habitación,  en las que se pedía “Por favor rece por el enfermo de la habitación 113” (o el número que fuera). Los que rezaban no sabían por quién rezaban y los enfermos no sabían que se rezaba por ellos. Al final del experimento compararon los casos de los enfermos por los que se había rezado y por los que no usando como medida el tiempo medio de estancia en el hospital y otras medidas médicas habituales. En todas ellas los enfermos por los que se había rezado dieron mejor resultado que los otros.

El segundo experimento es muy similar y se hizo en Francia. La única diferencia es que en vez de poner carteles en la capilla del hospital, dieron los números de habitaciones a las monjas de un convento de clausura cercano. Otra vez, los enfermos por los que se había rezado se curaron mejor y más rápido que los otros. El poder de la oración es enorme.

Alguno que no ha acabado de entender lo que es el cristianismo podría pensar que a través de la oración nos podemos convertir en inmortales o superhombres. No. Si rezamos de verdad Dios nos transforma y nos damos cuenta que pedir la inmortalidad o la ausencia de sufrimiento es una estupidez: al fin y al cabo Dios, Dios el omnipotente, Dios el que lo es todo, sufrió y murió. Es más fácil que pidamos un aumento de nuestro sufrimiento que su eliminación. La oración misma nos protege de pedir sandeces.

Da de comer al hambriento, da de beber al sediento, acoge al peregrino. Eso es misericordia. Pero no te olvides de rezar por ellos (y por ti). Eso también es misericordia. O como dice tan sabiamente el refrán: A Dios rogando y con el mazo dando.