domingo, 22 de octubre de 2023
Domund 2023: ¿Fracaso de las misiones?
domingo, 15 de octubre de 2023
Estampas de santos: S. José
Los santos han de ser una gran inspiración para nosotros: nos dan ejemplo en el camino a seguir pero también nos muestran sus debilidades. Cuando era niño era normal encontrarte en revistas o en el libro de lecturas del colegio relatos y anécdotas de la vida de los santos. O ver películas de sus vidas por la televisión. Hoy, como tantas otras cosas, esto ha desaparecido. Es esta serie voy a contar pequeñas estampas de vidas de santos, algunos conocidos, otros prácticamente desconocidos, que me han ayudado. El protagonista de la estampa de hoy es S. José.
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Sabemos muy poco de S. José. Sólo aparece en los Evangelios de S. Mateo y S. Lucas y en ninguno de los dos se recoge una sola palabra dicha por él. Eso en general no es demasiado extraño: tampoco se recoge casi nada de lo dicho por diez de los doce Apóstoles (S. Pedro y Judas Iscariote son la excepción). Pero hay un sitio donde sí me sorprende: cuando encuentran a Jesús niño en el Templo, tras buscarlo tres días (Lc 2, 42–52). Lo natural sería que fuera el padre, S. José, el que le preguntara qué hacía allí. Pero no fue él sino la Virgen María la que interpela a Jesús. Estoy seguro que los maestros del Templo debieron hacer entre ellos algún comentario al respecto.
Uno podría pensar que S. José fuese un tanto “lento” o pusilánime. Pero tenemos dos momentos en los que vemos que no era así, sino que era un hombre de decisión firme. Uno es cuando Dios le dice que reciba a María a pesar de saber que ella estaba embarazada. Hace falta mucha fe y mucha decisión para aceptar un sueño en el que se te dice que el niño de María “viene del Espíritu Santo”. Y aceptarlo sin vacilar, sin pasarse días dándole vueltas: “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.” (Mt 1, 24). Es una aceptación del estilo del “Hágase en mí según tu palabra” de María.
La segunda vez que muestra esta capacidad de decisión es cuando se le manda ir a Egipto. No empezó a hacer preparativos para tan largo y arriesgado viaje. Ni siquiera esperó a la mañana. Sino que “José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes” (Mt 2, 14–15).
Y estoy seguro que S. José mostró esta actitud en más ocasiones. Debió ser una tranquilidad para María saber que en los momentos difíciles podía descansar en la fortaleza de S. José.
A mí me gusta imaginarme a S. José como poseedor de una perfecta virtud de la prudencia. Porque la virtud cardinal de la prudencia no es pensárselo mucho y no hacer nada, sino actuar decididamente una vez lo tienes claro. Es la media dorada entre el pusilánime –que da mil vueltas a todo y nunca hace nada– y el temerario –que se lanza estúpidamente a la acción sin sopesar la situación–. Y el hecho de que S. José hablara poco le añade carácter. Sobre todo en estos tiempo en que todo son palabras y el que no quiere resolver una situación no tiene más que pedir “diálogo”. El Mundo quiere mucha palabra y poca acción, todo lo contrario de lo que nos enseña S. José.
Para aprender más de S. José podemos acudir a sus letanías. En ella encontramos, por ejemplo,
José, prudentísimo, ruega por nosotros.
Otras tres que no nos sorprenden:
Gloria de la vida doméstica, ruega por nosotros.
Custodio de Vírgenes, ruega por nosotros.
Sostén de las familias, ruega por nosotros.
Y finalmente una que nos demuestra el poder de su carácter:
Terror de los demonios, ruega por nosotros.
viernes, 6 de octubre de 2023
Mi tirria (racional) a la exégesis bíblica
domingo, 1 de octubre de 2023
El versículo del Evangelio que me aterra
No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”. Entonces yo les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad”.
Es decir, que después de una vida esforzándome, puedo llegar al Juicio tras mi muerte y el Señor decirme que no me conoce y que he obrado iniquidad. Es para tener pesadillas.
Alguno puede pensar que esto es una exageración del Evangelio para meternos miedo. Pero yo no creo que Cristo exagere y nos quiera “meter miedo”: esa es una técnica de maestro mediocre. Si dice que pasará –y que pasará con muchos–, es que pasará. Además, basta mirar a tu alrededor: hay muchos que se consideran buenos católicos –incluso sacerdotes y obispos– y lo que dicen y hacen es muy distinto a lo que digo y hago yo. Y no me refiero a variedad de carismas, sino que lo suyo es antitético a lo mío y es imposible que Cristo diga a los dos que lo hemos hecho bien. Al menos a uno de los dos nos llamará agente de iniquidad. ¿Cómo puedo asegurarme que el agente de iniquidad no soy yo? Como escribí en una entrada anterior, me aseguro no haciendo lo que yo creo que está bien, sino lo que Dios dice que está bien. Y eso está en la Doctrina de la Iglesia Católica. Es decir, debo someter mi parecer y mis ideas a lo que está indicado en la Doctrina. Pero quiero entrar un poco más a fondo en esto.
Volvamos a la cita del Evangelio de Mateo. Notemos que los pobres desgraciados que obran iniquidad pregonan que ellos han profetizado y echado demonios y hecho milagros. Es decir, no todo lo que hacen es malo. Hacen cosas buenas. Y los que están en antítesis conmigo pueden apuntar a trozos del Evangelio y decir que ellos lo siguen: que son misericordiosos, que se ocupan de los pobres. ¿No basta con hacer cosas buenas?
La respuesta la encontramos en un dicho de la Edad Media: Bonum ex integra causa, malum ex quacumque defecto. Es decir, que para ser bueno hay que ser completamente bueno, pero para ser malo, basta tener un defecto. Un Ferrari con 3 ruedas no sirve para nada. No basta con seguir la Doctrina, hay que seguir toda la Doctrina. Seguir a Cristo en aquello en lo que estamos de acuerdo no tiene mucho mérito. Es necesario –y mucho más importante– seguirlo en aquello en lo que no estamos de acuerdo. O como Él nos dice, amar a los amigos es fácil y lo hacen todos. Para seguirle de verdad hay que amar a los enemigos. Seguir el Evangelio parcialmente no es hacer la voluntad de Dios, sino que es hacer tu voluntad, que mira tú que bien, a veces coincide con la de Dios.
Y aquí es dónde se ven las diferencias. Yo intento –con muchos fallos– seguir toda la Doctrina, mientras que veo a otros –incluso a sacerdotes y obispos– que dicen que el mundo ha cambiado, o que eso ya no es pecado y que tenemos que “discernir” si seguimos el Evangelio y la Doctrina o no. Si algo les cuesta, les crea problemas o no les gusta, pues encuentran una excusa para no cumplirlo. Y se creen fieles seguidores de Cristo.
No nos podemos excusar con lo que tantas veces oímos: “Eso era para aquellos tiempos” o “El mundo ha cambiado” o “Los avances científicos nos muestran que…”. Como he explicado en múltiples entradas, la doctrina no puede cambiar. Seguir a Cristo significa no sólo seguir su doctrina tal y como está escrita en los Evangelios y el Catecismo, sino seguir toda su doctrina. Sin excusas.