domingo, 22 de octubre de 2023

Domund 2023: ¿Fracaso de las misiones?

Hoy es el Domingo Mundial de las Misiones, más conocido como el Domund. Este domingo la instituyó el Papa Pio XI en 1926. Son casi 100 años de Domund. De niño salía a postular con mi hucha de plástico y mis pegatinas que ponía a los que nos daban algo. Incluso tengo en una estantería de casa la hucha que muestro en la foto, de las que se usaban antes, de porcelana (o similar), moldeada en la forma de la cabeza de un niño negro, pintada y esmaltada y con la inscripción “Ayudad a las misiones”.  Son muchos años de Domund y después de tantos años no parece que hayamos hecho progresos. Este es un hecho que ya de joven me pareció un signo de fracaso, de que algo no iba bien en las misiones. Me explico.

Debemos empezar por diferenciar la actividad de una “misión” de la de “ayudar a los pobres”. El objetivo de las misiones es  evangelizar, propagar la fe, crear comunidades católicas permanentes en donde antes no había. Los apóstoles fueron los primeros misioneros. Por ejemplo sabemos que S. Pablo creó o cimentó comunidades sólidas y permanentes en Roma, Éfeso, Corinto, Tesalónica,… Una de las características que deben tener estas comunidades para ser permanentes es ser autosuficientes. Esto no significa que deban vivir aisladas, sino que tras unos cuantos años deben tener sus propios sacerdotes, formar a sus propios catequistas y así atender a sus propios fieles. Naturalmente, si necesitan ayuda deben recibirla, de la misma manera que deben ayudar a otros si pueden hacerlo.  Esta no es una ayuda por ser tierra de misión, sino la ayuda fraterna que recibimos todos. Por ejemplo, muchos sacerdotes españoles van a recibir formación especializada en Roma, o vienen obispos o grandes teólogos a dar conferencias y cursillos aquí. Esta ayuda fraterna siempre va a haberla, pero la ayuda especial por ser una misión debería acabar tras algunos años, no muchos. S. Pablo se quedaba uno o dos años en la nueva comunidad, organizaba visitas prolongadas periódicas de Timoteo, Tito o algún otro y ya está. Del mismo modo, en pocos años las comunidades creadas por los misioneros deberían ser autosuficientes: primero se les explica la Palabra; después se forman catequistas para que ellos participen en la formación de los nuevos que van llegando; más adelante se forman sacerdotes y finalmente se forman obispos, y otros cargos especiales. Los misioneros empiezan la labor, pero con la idea de irse retirando poco a poco. Yo diría que tras unos 20 o 30 años la comunidad debería ser autosuficiente. Este debería ser un objetivo a la hora de crear una misión y creo que no lo es.

Como he dicho al principio, una cosa diferente es la ayuda humanitaria. Aquí ya es más difícil establecer un límite de tiempo. Pero también deberíamos empujar a la autosuficiencia. Si tienen problemas de salud, debe montarse un hospital y al principio será necesario que vayan médicos y enfermeras. Pero después hay que formar nuevas enfermeras, seguido de médicos, y poco a poco hacernos menos necesarios. Naturalmente, en caso de emergencia los que pueden deben ayudar a los que lo necesitan, pero en el día a día no debería ser necesario. Ese debería ser nuestro objetivo. Y o no lo es o somos unos incompetentes.

Volvamos a las misiones. ¿Qué es lo que pasa? Por un lado, se ha dado primacía a lo material sobre lo espiritual. Y eso viene de lejos. La hucha de la foto da la idea de que hay que dar dinero para ayudar al “pobre negrito” que vive en pobreza. Y esto ha llegado a tal extremo que tenemos el caso escandaloso que se publicitó durante el Sínodo de la Amazonia, de una misión que explicaban muy ufanos que no habían bautizado a nadie en 52 años. Esta “misión”, en 52 años, no es que no haya creado una comunidad católica autosuficiente, es que no ha creado una comunidad católica de ningún tipo. Si no se dedicaban a propagar la fe, ¿a qué se dedicaban? Se ve que a la “ecología integral”. 

Otro problema que creo que hay es creernos superiores, sobre todo a los africanos. S. Pablo no se consideraba superior a los Colosenses o a los Gálatas. Consideraba que eran gente tan capaz como cualquiera, pero que no conocían a Cristo. Una vez se les ha dado a conocer, en que dejan de ser niños y se convierten en hombres, la parte principal de la misión había concluido. Pero el mundo occidental considera a los pueblos de África, partes de Asia, incluso partes de Sudamérica, como niños incapaces de crecer y que necesitan nuestro cuidado perpetuo. Este paternalismo, que implica un pecado de soberbia, impide siquiera plantear su autosuficiencia. 

Sea por los motivos expuestos o por otros, tantos años de Domund debería hacernos reflexionar. Un buen profesor desea que sus alumnos no sólo se conviertan en sus iguales, sino que incluso le superen. No parece que queramos que los católicos de África, Asia y América nos superen. ¿Quizá no somos buenos misioneros?

 

domingo, 15 de octubre de 2023

Estampas de santos: S. José

Los santos han de ser una gran inspiración para nosotros: nos dan ejemplo en el camino a seguir pero también nos muestran sus debilidades. Cuando era niño era normal encontrarte en revistas o en el libro de lecturas del colegio relatos y anécdotas de la vida de los santos. O ver películas de sus vidas por la televisión. Hoy, como tantas otras cosas, esto ha desaparecido. Es esta serie voy a contar pequeñas estampas de vidas de santos, algunos conocidos, otros prácticamente desconocidos, que me han ayudado. El protagonista de la estampa de hoy es S. José.

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Sabemos muy poco de S. José. Sólo aparece en los Evangelios de S. Mateo y S. Lucas y en ninguno de los dos se recoge una sola palabra dicha por él. Eso en general no es demasiado extraño: tampoco se recoge casi nada de lo dicho por diez de los doce Apóstoles (S. Pedro y Judas Iscariote son la excepción). Pero hay un sitio donde sí me sorprende: cuando encuentran a Jesús niño en el Templo, tras buscarlo tres días (Lc 2, 42–52). Lo natural sería que fuera el padre, S. José, el que le preguntara qué hacía allí. Pero no fue él sino la Virgen María la que interpela a Jesús. Estoy seguro que los maestros del Templo debieron hacer entre ellos algún comentario al respecto. 

Uno podría pensar que S. José fuese un tanto “lento” o pusilánime. Pero tenemos dos momentos en los que vemos que no era así, sino que era un hombre de decisión firme. Uno es cuando Dios le dice que reciba a María a pesar de saber que ella estaba embarazada. Hace falta mucha fe y mucha decisión para aceptar un sueño en el que se te dice que el niño de María “viene del Espíritu Santo”. Y aceptarlo sin vacilar, sin pasarse días dándole vueltas: “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer.” (Mt 1, 24).  Es una aceptación del estilo del “Hágase en mí según tu palabra” de María.

La segunda vez que muestra esta capacidad de decisión es cuando se le manda ir a Egipto. No empezó a hacer preparativos para tan largo y arriesgado viaje. Ni siquiera esperó a la mañana. Sino que “José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes” (Mt 2, 14–15).

Y estoy seguro que S. José mostró esta actitud en más ocasiones. Debió ser una tranquilidad para María saber que en los momentos difíciles podía descansar en la fortaleza de S. José.

A mí me gusta imaginarme a S. José como poseedor de una perfecta virtud de la prudencia. Porque la virtud cardinal de la prudencia no es pensárselo mucho y no hacer nada, sino actuar decididamente una vez lo tienes claro. Es la media dorada entre el pusilánime –que da mil vueltas a todo y nunca hace nada– y el temerario –que se lanza estúpidamente a la acción sin sopesar la situación–. Y el hecho de que S. José hablara poco le añade carácter. Sobre todo en estos tiempo en que todo son palabras y el que no quiere resolver una situación no tiene más que pedir “diálogo”. El Mundo quiere mucha palabra y poca acción, todo lo contrario de lo que nos enseña S. José.

Para aprender más de S. José podemos acudir a sus letanías. En ella encontramos, por ejemplo,

José, prudentísimo, ruega por nosotros.

Otras tres que no nos sorprenden:

Gloria de la vida doméstica, ruega por nosotros.
Custodio de Vírgenes, ruega por nosotros.
Sostén de las familias, ruega por nosotros.   

Y finalmente una que nos demuestra el poder de su carácter:

Terror de los demonios, ruega por nosotros.

 

viernes, 6 de octubre de 2023

Mi tirria (racional) a la exégesis bíblica

Hace unos años, tras haberle hecho un pequeño favor, un sacerdote amablemente me regaló un libro sobre los salmos escrito por el conocido biblista Luis Alonso Schökel. Con ilusión abrí el libro y busqué el capítulo de un salmo que me gustaba mucho (no recuerdo cuál). Estaba el salmo, y después el comentario al mismo. Éste comenzaba algo así como “Este es un salmo que parece que se entiende perfectamente. Pero…” y entonces cortaba por aquí, cosía por allá, encogía por un lado, estiraba por otro y acababa “…y vemos entonces que este salmo que nos parecía tan claro no lo entendemos en absoluto.” Cerré el libro, lo puse en la estantería y no lo he vuelto a abrir. Recuerdo haber pensado que un libro que te ayude a entender o entender mejor es útil, pero que un libro para pasar de entender a no entender es nefasto.

No sé si empezó allí o si solamente intensificó la tirria que tengo a la exégesis bíblica. Porque vi allí un ejemplo de la habilidad que tienen algunos para cambiar el sentido de lo que está escrito, por claro que sea. Y menos mal que en este caso se quedó en no entender: con la misma facilidad podría haber pasado a cualquier interpretación que hubiera querido.  Cosa que veo a veces en algunas homilías en la que el sacerdote dice “Con este texto Jesús nos quiere decir que…” y suelta algo a lo que es imposible llegar a partir del texto en cuestión. A veces completamente antitético. Mi tirria es racional, pero no es correcta: una de las bases del catolicismo es que no debemos interpretar nosotros mismos la Biblia. Entonces, ¿qué podemos hacer?

El primer paso es entender por qué no podemos ser interpretes de las Escrituras. Partamos de una anécdota explicada por el psicólogo Donald Norman en uno de sus libros (no me acuerdo cuál). En un cierto momento se encontró mal. Fue al médico y éste supuso que era una determinada enfermedad. Le dio el tratamiento adecuado, pero no mejoró. Le hicieron más pruebas, le cambiaron los tratamientos, y nada. Y así estuvo bastante tiempo hasta que a alguien se le ocurrió que a lo mejor no tenía la enfermedad diagnosticada al principio. Entonces inmediatamente vieron que el diagnóstico inicial era erróneo, cambiaron el tratamiento y mejoró rápidamente. Lo que, como psicólogo, le interesó especialmente fue darse cuenta que a posteriori era obvio que el diagnóstico inicial era erróneo. Pero ni él ni sus médicos fueron capaces de darse cuenta de ello. Una vez tuvieron una primera idea –el diagnóstico erróneo– interpretaban toda la evidencia que les llegaba a partir de esta idea. Y lo hacían incluso cuando la evidencia la contradecía inequívocamente. Esta es nuestra forma de conocer: tenemos una visión del mundo, unas ideas, e interpretamos todo lo que llega a nosotros a través de estas ideas. Hacemos encaje de bolillos, aplicamos enormes calzadores, lo que sea, con tal de hacer que lo nuevo encaje con lo que ya “sabemos”. Somos enormemente reacios a cambiar de idea. Por eso, incluso cuando tenemos la mejor de las intenciones, corremos un serio peligro al leer la Biblia de cambiar lo que Dios nos dice a lo que a nosotros nos gustaría que Dios nos dijera.

Por eso deberíamos empezar siempre una lectura de la Biblia con una oración, pera pedir la luz y humildad necesarias para acoger la Palabra de Dios tal y como Él la escribió. Leer la Biblia no es como leer cualquier otro libro. Siempre hay que prepararse para ello. Bastan unos segundos, pero hay que hacerlo.

Para reducir este peligro, cuando meditamos algún texto de los Evangelios podemos utilizar técnicas que ayudan centrarte en lo que Dios dice. En una entrada anterior describo un método que consiste en fijarse en qué palabras o frases dijo Jesucristo y pensar en otras que pudo haber dicho, pero no dijo. Por ejemplo, en la parábola de la vírgenes llama a las 5 que no cogieron aceite “necias”. No las llamó “despistadas” o “descuidadas” sino que quiso usar la palabra “necia”. Esto nos ayuda a centrarnos en lo que Cristo dice y no cambiarlo inconscientemente en otra cosa. Y así, si no nos preparamos adecuadamente para una obra de Dios, por ejemplo si no estudiamos la Doctrina cristiana, no somos descuidados o despistados, sino que somos necios.

Finalmente debemos escoger al intérprete de la Biblia que vamos a consultar. Mi criterio primero es que prefiero a una persona santa que a una persona sabia. O dicho de otra manera, prefiero leer a una persona que es sabia porque es santa, que a una persona que es sabia porque ha estudiado mucho: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”. Por ejemplo, hay publicaciones de bajo precio de las homilías de S. Agustín y S. Juan Crisóstomo sobre los Evangelios.  En particular me gustan mucho los comentarios de S. Juan Crisósotomo. Y también está la catena aurea en la que Sto. Tomás de Aquino recopila comentarios, versículo a versículo, de los Padres de la Iglesia sobre los Evangelios.

Pero a veces escucho por Internet o en una homilía o leo una interpretación de alguien que no sé si es santo o no. En este caso comparo su interpretación con lo que literalmente dice la Escritura. Lo que está escrito es entendible: Dios no escribe en jeroglíficos o adivinanzas. La interpretación es para matizar la escritura o añadir aclaraciones. Si la interpretación cambia el sentido de la Escritura, me lo tomo con muchas reservas. Y si la contradice, cosa que pasa a veces, la rechazo directamente.

Y no quiero acabar sin hacer un comentario a los que piensan que las interpretaciones actuales son mejores porque hemos aprendido mucho en los últimos años. ¿Quién sabe más griego antiguo, un estudioso del S. XXI o S. Juan Crisóstomo, cuya lengua materna era el griego antiguo? ¿Quién sabe más de las características del Imperio Romano, un estudioso del S. XXI o S. Agustín, que era ciudadano del Imperio? ¿Quién sabe más de la sociedad palestina de tiempos de Cristo, un estudioso del S. XXI o S. Ignacio de Antioquía, que nació y vivió allí y entonces? Estos argumentos me parecen de una vanidad enorme.

No podemos basarnos únicamente en nuestras propias interpretaciones de las Escrituras: el peligro de oír mi propia voz en vez de la de Dios es demasiado grande. Pero tampoco nos podemos fiar de las interpretaciones de cualquier exégeta, sobre todo en estos tiempos de relativismo que vivimos. Debemos estudiar la Biblia después de habernos puesto en las manos de Dios y esforzándonos en acallar nuestra voz  y debemos leer las interpretaciones de personas que entienden especialmente bien lo que Dios nos dice: los santos son buenos guías. Leyendo y estudiando la Biblia diariamente de esta manera entenderemos mejor la voluntad de Dios y avanzaremos en nuestro camino hacia nuestra salvación.

domingo, 1 de octubre de 2023

El versículo del Evangelio que me aterra

Hay un versículo del Evangelio que me aterra. Bueno, quizá no me llega a aterrar, pero decir “que me preocupa” o “que me inquieta” es poco. Es Mateo, 7: 21–23:
No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquel día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”.  Entonces yo les declararé: “Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad”.

Es decir, que después de una vida esforzándome, puedo llegar al Juicio tras mi muerte y el Señor decirme que no me conoce y que he obrado iniquidad. Es para tener pesadillas.

Alguno puede pensar que esto es una exageración del Evangelio para meternos miedo. Pero yo no creo que Cristo exagere y nos quiera “meter miedo”: esa es una técnica de maestro mediocre. Si dice que pasará –y que pasará con muchos–, es que pasará. Además, basta mirar a tu alrededor: hay muchos que se consideran buenos católicos –incluso sacerdotes y obispos– y lo que dicen y hacen es muy distinto a lo que digo y hago yo. Y no me refiero a variedad de carismas, sino que lo suyo es antitético a lo mío y es imposible que Cristo diga a los dos que lo hemos hecho bien. Al menos a uno de los dos nos llamará agente de iniquidad. ¿Cómo puedo asegurarme que el agente de iniquidad no soy yo? Como escribí  en una entrada anterior, me aseguro no haciendo lo que yo creo que está bien, sino lo que Dios dice que está bien. Y eso está en la Doctrina de la Iglesia Católica. Es decir, debo someter mi parecer y mis ideas a lo que está indicado en la Doctrina. Pero quiero entrar un poco más a fondo en esto.

Volvamos a la cita del Evangelio de Mateo. Notemos que los pobres desgraciados que obran iniquidad pregonan que ellos han profetizado y echado demonios y hecho milagros. Es decir, no todo lo que hacen es malo. Hacen cosas buenas. Y los que están en antítesis conmigo pueden apuntar a trozos del Evangelio y decir que ellos lo siguen: que son misericordiosos, que se ocupan de los pobres. ¿No basta con hacer cosas buenas?

La respuesta la encontramos en un dicho de la Edad Media: Bonum ex integra causa, malum ex quacumque defecto. Es decir, que para ser bueno hay que ser completamente bueno, pero para ser malo, basta tener un defecto. Un Ferrari con 3 ruedas no sirve para nada. No basta con seguir la Doctrina, hay que seguir toda la Doctrina. Seguir a Cristo en aquello en lo que estamos de acuerdo no tiene mucho mérito. Es necesario –y mucho más importante– seguirlo en aquello en lo que no estamos de acuerdo. O como Él nos dice, amar a los amigos es fácil y lo hacen todos. Para seguirle de verdad hay que amar a los enemigos. Seguir el Evangelio parcialmente no es hacer la voluntad de Dios, sino que es hacer tu voluntad, que mira tú que bien, a veces coincide con la de Dios.

Y aquí es dónde se ven las diferencias. Yo intento –con muchos fallos– seguir toda la Doctrina, mientras que veo a otros –incluso a sacerdotes y obispos– que dicen que el mundo ha cambiado, o que eso ya no es pecado y que tenemos que “discernir” si seguimos el Evangelio y la Doctrina o no. Si algo les cuesta, les crea problemas o no les gusta, pues encuentran una excusa para no cumplirlo. Y se creen fieles seguidores de Cristo.

No nos podemos excusar con lo que tantas veces oímos: “Eso era para aquellos tiempos” o “El mundo ha cambiado” o “Los avances científicos nos muestran que…”. Como he explicado en múltiples entradas, la doctrina no puede cambiar. Seguir a Cristo significa no sólo seguir su doctrina tal y como está escrita en los Evangelios y el Catecismo, sino seguir toda su doctrina. Sin excusas.