viernes, 6 de octubre de 2023

Mi tirria (racional) a la exégesis bíblica

Hace unos años, tras haberle hecho un pequeño favor, un sacerdote amablemente me regaló un libro sobre los salmos escrito por el conocido biblista Luis Alonso Schökel. Con ilusión abrí el libro y busqué el capítulo de un salmo que me gustaba mucho (no recuerdo cuál). Estaba el salmo, y después el comentario al mismo. Éste comenzaba algo así como “Este es un salmo que parece que se entiende perfectamente. Pero…” y entonces cortaba por aquí, cosía por allá, encogía por un lado, estiraba por otro y acababa “…y vemos entonces que este salmo que nos parecía tan claro no lo entendemos en absoluto.” Cerré el libro, lo puse en la estantería y no lo he vuelto a abrir. Recuerdo haber pensado que un libro que te ayude a entender o entender mejor es útil, pero que un libro para pasar de entender a no entender es nefasto.

No sé si empezó allí o si solamente intensificó la tirria que tengo a la exégesis bíblica. Porque vi allí un ejemplo de la habilidad que tienen algunos para cambiar el sentido de lo que está escrito, por claro que sea. Y menos mal que en este caso se quedó en no entender: con la misma facilidad podría haber pasado a cualquier interpretación que hubiera querido.  Cosa que veo a veces en algunas homilías en la que el sacerdote dice “Con este texto Jesús nos quiere decir que…” y suelta algo a lo que es imposible llegar a partir del texto en cuestión. A veces completamente antitético. Mi tirria es racional, pero no es correcta: una de las bases del catolicismo es que no debemos interpretar nosotros mismos la Biblia. Entonces, ¿qué podemos hacer?

El primer paso es entender por qué no podemos ser interpretes de las Escrituras. Partamos de una anécdota explicada por el psicólogo Donald Norman en uno de sus libros (no me acuerdo cuál). En un cierto momento se encontró mal. Fue al médico y éste supuso que era una determinada enfermedad. Le dio el tratamiento adecuado, pero no mejoró. Le hicieron más pruebas, le cambiaron los tratamientos, y nada. Y así estuvo bastante tiempo hasta que a alguien se le ocurrió que a lo mejor no tenía la enfermedad diagnosticada al principio. Entonces inmediatamente vieron que el diagnóstico inicial era erróneo, cambiaron el tratamiento y mejoró rápidamente. Lo que, como psicólogo, le interesó especialmente fue darse cuenta que a posteriori era obvio que el diagnóstico inicial era erróneo. Pero ni él ni sus médicos fueron capaces de darse cuenta de ello. Una vez tuvieron una primera idea –el diagnóstico erróneo– interpretaban toda la evidencia que les llegaba a partir de esta idea. Y lo hacían incluso cuando la evidencia la contradecía inequívocamente. Esta es nuestra forma de conocer: tenemos una visión del mundo, unas ideas, e interpretamos todo lo que llega a nosotros a través de estas ideas. Hacemos encaje de bolillos, aplicamos enormes calzadores, lo que sea, con tal de hacer que lo nuevo encaje con lo que ya “sabemos”. Somos enormemente reacios a cambiar de idea. Por eso, incluso cuando tenemos la mejor de las intenciones, corremos un serio peligro al leer la Biblia de cambiar lo que Dios nos dice a lo que a nosotros nos gustaría que Dios nos dijera.

Por eso deberíamos empezar siempre una lectura de la Biblia con una oración, pera pedir la luz y humildad necesarias para acoger la Palabra de Dios tal y como Él la escribió. Leer la Biblia no es como leer cualquier otro libro. Siempre hay que prepararse para ello. Bastan unos segundos, pero hay que hacerlo.

Para reducir este peligro, cuando meditamos algún texto de los Evangelios podemos utilizar técnicas que ayudan centrarte en lo que Dios dice. En una entrada anterior describo un método que consiste en fijarse en qué palabras o frases dijo Jesucristo y pensar en otras que pudo haber dicho, pero no dijo. Por ejemplo, en la parábola de la vírgenes llama a las 5 que no cogieron aceite “necias”. No las llamó “despistadas” o “descuidadas” sino que quiso usar la palabra “necia”. Esto nos ayuda a centrarnos en lo que Cristo dice y no cambiarlo inconscientemente en otra cosa. Y así, si no nos preparamos adecuadamente para una obra de Dios, por ejemplo si no estudiamos la Doctrina cristiana, no somos descuidados o despistados, sino que somos necios.

Finalmente debemos escoger al intérprete de la Biblia que vamos a consultar. Mi criterio primero es que prefiero a una persona santa que a una persona sabia. O dicho de otra manera, prefiero leer a una persona que es sabia porque es santa, que a una persona que es sabia porque ha estudiado mucho: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños”. Por ejemplo, hay publicaciones de bajo precio de las homilías de S. Agustín y S. Juan Crisóstomo sobre los Evangelios.  En particular me gustan mucho los comentarios de S. Juan Crisósotomo. Y también está la catena aurea en la que Sto. Tomás de Aquino recopila comentarios, versículo a versículo, de los Padres de la Iglesia sobre los Evangelios.

Pero a veces escucho por Internet o en una homilía o leo una interpretación de alguien que no sé si es santo o no. En este caso comparo su interpretación con lo que literalmente dice la Escritura. Lo que está escrito es entendible: Dios no escribe en jeroglíficos o adivinanzas. La interpretación es para matizar la escritura o añadir aclaraciones. Si la interpretación cambia el sentido de la Escritura, me lo tomo con muchas reservas. Y si la contradice, cosa que pasa a veces, la rechazo directamente.

Y no quiero acabar sin hacer un comentario a los que piensan que las interpretaciones actuales son mejores porque hemos aprendido mucho en los últimos años. ¿Quién sabe más griego antiguo, un estudioso del S. XXI o S. Juan Crisóstomo, cuya lengua materna era el griego antiguo? ¿Quién sabe más de las características del Imperio Romano, un estudioso del S. XXI o S. Agustín, que era ciudadano del Imperio? ¿Quién sabe más de la sociedad palestina de tiempos de Cristo, un estudioso del S. XXI o S. Ignacio de Antioquía, que nació y vivió allí y entonces? Estos argumentos me parecen de una vanidad enorme.

No podemos basarnos únicamente en nuestras propias interpretaciones de las Escrituras: el peligro de oír mi propia voz en vez de la de Dios es demasiado grande. Pero tampoco nos podemos fiar de las interpretaciones de cualquier exégeta, sobre todo en estos tiempos de relativismo que vivimos. Debemos estudiar la Biblia después de habernos puesto en las manos de Dios y esforzándonos en acallar nuestra voz  y debemos leer las interpretaciones de personas que entienden especialmente bien lo que Dios nos dice: los santos son buenos guías. Leyendo y estudiando la Biblia diariamente de esta manera entenderemos mejor la voluntad de Dios y avanzaremos en nuestro camino hacia nuestra salvación.

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