domingo, 27 de febrero de 2022

La doctrina, la metaherejía y la muerte de Dios

Hace 5 años escribí una entrada a este blog en el que indicaba que apenas se hablaba de herejías. ¡Cómo han cambiado las cosas! Hace menos de un año escribí otra entrada sobre la gran herejía actual, y en estos momentos de crisis y confusión en la Iglesia parece que nadie, ni siquiera el Papa, puede librarse de la acusación de ser un hereje. Pero últimamente se han escuchado comentarios, sobre todo pero no únicamente de los obispos alemanes, en el sentido que la doctrina católica debe cambiar. Esto me lleva a pensar que no estamos ante una herejía, sino ante una metaherejía. En esta entrada explico qué quiero decir con todo esto.

Las palabras hereje, herejía y derivados provienen de la palabra griega heresis, que significa elección. Un hereje es aquel bautizado que niega pertinazmente alguna cuestión de doctrina. Es decir, es aquel que elige qué cuestiones de doctrina quiere creer, y cuáles no. 

Aparte 1: si un bautizado niega toda la doctrina es un apóstata. Si no niega la doctrina, pero sí la comunión con la Iglesia de Roma, es un cismático.

Echemos un paso atrás: ¿qué es la doctrina de la Iglesia Católica? ¿De dónde viene? La doctrina de la Iglesia Católica son las enseñanzas de Cristo mismo (por eso yo prefiero llamarla la doctrina de Cristo) que nos han llegado mediante las Escrituras, la Tradición y que es guardada e interpretada por el Magisterio de la Iglesia.

Aparte 2: yo soy “de ciencias”. Me gustaría que los conceptos de doctrina, Tradición, Magisterio, etc. tuvieran una definición nítida y clara como los de matemáticas o física. No la tienen. He leído y preguntado sobre esto y lo que hago llegar aquí es cómo entiendo yo esto. Si me equivoco, usad los comentarios para corregirme.

En la Iglesia Católica, a diferencia de las protestantes, creemos que las enseñanzas de Cristo nos llegan a través de los Apóstoles. Esta revelación directa de las enseñanzas de Cristo acaba con la muerte de S. Juan, el último Apóstol. Un primer medio de hacernos llegar estas enseñanzas son las Escrituras, pero también nos han llegado por lo que ha pervivido en el modo de actuar y orar de las primeras comunidades cristianas. Esto es la Tradición. La mayor parte de la Tradición ha sido recogida en los escritos de los Padres de la Iglesia. Podríamos decir que la doctrina de Cristo proviene de aquello que los cristianos hemos creído “desde siempre”.

Ahora bien, estas creencias empezaron siendo informales y se han ido formalizando, reformulando y explicando a lo largo de los siglos. Esto se ha hecho sobre todo a través de los Concilios y de los escritos de los Papas. Esto es el Magisterio de la Iglesia. Esto no quiere decir que todo lo que se decide en los concilios y todo lo que escriben los Papas forman parte del Magisterio, sino sólo una parte… y no queda muy clara cuál. Lo que sí queda caro es que cualquier decisión magisterial debe ser continuidad de lo que ya sabemos (es lo que creemos desde siempre) y que, aunque sea declarada por el Papa, debe ser en comunión con los Obispos (que recordemos, son los sucesores de los Apóstoles). Veamos dos ejemplos.

Desde siempre hemos creído que Cristo “proviene” de Dios, que es muy cercano a Dios, que se le llamó, y se llamó a sí mismo, Hijo de Dios. Pero a finales del S. III el Obispo Arrio empezó a enseñar que esto de “Hijo de Dios” es un título y no una esencia. Es decir, que Jesús era un hombre, insuflado sobremanera con el Espíritu de Dios, pero sólo un hombre. Esta es la herejía llamada arrianismo. A muchos –laicos, sacerdotes y obispos– les pareció una idea muy atractiva y tuvo muchos seguidores. Otros se opusieron vehementemente. Al final se convocó en el 325 el Concilio de Nicea, donde se formalizó doctrinalmente que Jesucristo era Hijo de Dios. Para poder hacerlo tuvieron que explicar y detallar muchas cosas. Por ejemplo, que Jesús era una persona con dos naturalezas, una humana y otra divina, pero que era completamente Dios y completamente hombre. Estas definiciones doctrinales sobre Cristo, este Magisterio de la Iglesia, siguieron en concilios posteriores, dando lugar a lo que es la doctrina sobre este punto.

Saltemos hasta la última declaración dogmática: la Asunción de la Virgen. Esta tuvo lugar el 1 de noviembre de 1950, mediante la constitución apostólica del Papa Pío XII Munificentissimus Deus. Que la Virgen subió a los Cielos en cuerpo y alma es algo que las comunidades cristianas han creído desde siempre. No ha habido nunca mención alguna de la tumba de Virgen –que se hubiera constituido en un lugar de peregrinación– y en los misterios del Rosario, que provienen del S. XII, ya está presente el de la Asunción de la Virgen. El Papa Pío XII no “inventó” un dogma, sino que formalizó como dogma de fe aquello que desde siempre ha creído la comunidad católica.

La doctrina de la Iglesia recoge las enseñanzas de Cristo y por tanto ni podemos escoger sólo aquello que nos interesa (“El Sexto mandamiento a mí no me va”) ni puede cambiar (“Eso es lo que dijo Dios entonces, pero si hubiera sabido lo que nosotros sabemos ahora, no lo hubiera dicho”).

¿Y dónde está recogida esta doctrina de Cristo? Aunque esto no es matemáticas o física sí que hay algo parecido a “el Gran Libro de la Doctrina”: es el Catecismo de la Iglesia Católica.  Uno se podría preguntar, “¿Pero cuál de ellos? Hay muchos”.  Tenemos el de Trento, el de S. Pío X o el actual. Todos estos catecismos recogen toda la doctrina de la Iglesia, y los más modernos detallan, expanden, actualizan los anteriores. Pero en ningún modo la cambian. Por ejemplo, difícilmente podía el catecismo de Trento hablar de homosexualidad, cuando el término “homosexual” ni siquiera existía. En cambio sí que lo trata catecismo actual aplicando la doctrina de siempre a este nuevo problema moral.

Aparte 3: también están los catecismo que podemos llamar “didácticos” como eran en mis tiempos el Astete, el Ripalda o los nacionales. Esos catecismos son subconjuntos del catecismo general, escritos para los que están aprendiendo la doctrina, por ejemplo niños preparándose para la primera comunión o jóvenes preparándose para la confirmación. Todo lo que está escrito es parte de la doctrina, pero sólo aparece aquello adecuado al catecúmeno y escrita con el tono pertinente para un niño o un joven.

Volvamos a las herejías. Lo que me pone los pelos de punta es escuchar de labios de sacerdotes como el P. James Martin o de los obispos alemanes o del Cardenal Arzobispo de Luxemburgo la petición de que se cambie la doctrina. No están diciendo que rechazan ciertos puntos de la doctrina sino que la doctrina debería cambiar. Rechazar puntos de la doctrina los convertiría automáticamente en herejes, por lo que no lo hacen. Pero al pedir que se cambie la doctrina están rechazando el concepto mismo de doctrina, y es por eso que llamo a este tipo de declaraciones una metaherejía

Y esta metaherejía es muy peligrosa pues te suelta de la roca y te deja a merced de las olas.  Por ejemplo, si un Papa o un concilio puede cambiar la doctrina, se deduce que la doctrina original no era de Dios, sino del Papa o concilio del momento. Luego toda la doctrina es –al menos potencialmente– cosa de hombres, es decir, similar en forma a una ley de un país o un bando de un ayuntamiento.

O si algún elemento de la doctrina no te gusta, pues tampoco es tan grave no cumplirla, pues no estás desobedeciendo a Dios, sino sólo a un Papa que ya no está. Y puede que lo cambien. Es más, puedes hacer campaña, y si convences a suficientes seguidores con suficiente fuerza –o capacidad de hacer ruido– quizá logres que lo cambien. La doctrina ya no es trascendente, sino ideología y política.

Y si la jerarquía puede cambiar la doctrina porque disciernen que globalmente la situación pide un cambio, ¿por qué no vas a poder cambiarla para tu caso particular si disciernes que tu situación particular lo pide? Todos seríamos nuestros propios creadores de doctrina.

Además de la desazón y el caos que acabamos de describir, hay otra cuestión aún peor: si la doctrina viene  marcada por los cambios sociales, no es Dios quien guía a la sociedad, sino que es la sociedad quien guía a Dios. O lo que es lo mismo, Dios deja de existir.

Cada vez que oigo a alguien hablar de cambiar la doctrina, especialmente si es alguien que debería saber que eso no puede ser, me entra desazón y tristeza, porque no veo a dónde agarrarme. Es un ataque brutal y desde dentro de la Iglesia. Pero también sé que Jesús nos prometio que las fuerzas del infierno no prevalecerán. No sé cómo va a ser, pero vamos a salir de esta. Y también sé qué es lo que debo hacer: rezar con intensidad y perseverancia y mortificarme por la Iglesia de Cristo, nuestra Santa Madre Iglesia.


domingo, 20 de febrero de 2022

Devociones

La Iglesia Católica es rica en devociones: el Rosario, el Ángelus, las novenas, la Adoración Eucarística, los Nueve Primeros Viernes de mes, los Siete Domingos de S. José, la Coronilla de la Divina Misericordia… Estas devociones han sido para generaciones de católicos un camino fundamental hacia la virtud y la santidad. Las han seguido los obispos en las catedrales y la gente sencilla en los pueblos. Pero en las últimas décadas están siendo despreciadas tanto por laicos como, desgraciadamente, por sacerdotes como una reliquia de tiempos antiguos y oscuros, que ya no son necesarias en nuestros tiempos modernos e iluminados. Cumplieron su labor con nuestras abuelas, pero ya no son necesarias. Y las gracias e indulgencias asociadas a las devociones son poco más que supersticiones. 

Hace unos días un sacerdote con el que mantenía una conversación ridiculizó el uso del escapulario del Carmen. En el momento no supe qué contestar, pero me dio pie a reflexionar sobre el tema. Y llegué a la conclusión que que las devociones no son tonterías antiguas que ya no tienen lugar. Siguen siendo un camino importantísimo para  conseguir la virtud y la santidad y la salvación de nuestras almas. El que ya no se sigan son una gran pérdida para cada alma y para la Iglesia entera. Y el que las ridiculiza, es que no las entiende. Es más, es que no entiende principios fundamentales del catolicismo.

Como expliqué en una entrada anterior sobre la devoción de los Nueve Primeros Viernes de mes, las devociones, y sus gracias asociadas, son formalmente muy diferentes a una superstición. Por ejemplo, existe la superstición que llevar una pata de conejo en el bolsillo da buena suerte. ¿Cuál es el origen de esta superstición? No se sabe. ¿Qué significa exactamente “tener buena suerte”: sólo te van a pasar cosas buenas, te van a pasar cosas buenas de cuando en cuando, vas a ganar la lotería? No se sabe. ¿Quién es el garante de esta buena suerte, es decir, quién te va a dar esta buena suerte? No se sabe. En cambio, ¿cuál es el origen de la devoción de los Nueve Primeros Viernes? De las revelaciones recibidas por Sta. Margarita María de Alacoque, revelaciones comprobadas y aceptadas por la Iglesia. ¿Qué te va a pasar si cumples la devoción? Que “no morirás en desgracia ni sin recibir los sacramentos”. ¿Quién es el garante? Jesucristo mismo. Una superstición y una devoción tienen formas muy diferentes. 

En lo que uno pudiera pensar que se parecen es que por hacer algo puramente arbitrario se recibe una gran recompensa. Pero este parecido es superficial y desaparece si lo estudiamos un poco. Llevar una pata de conejo no tiene mérito alguno: son fáciles de conseguir y fáciles de llevar en el bolsillo, en el bolso o colgados del cuello. En cambio, comulgar durante nueve primeros viernes de mes consecutivos sí que tiene una exigencia de virtud. Por un lado, para poder comulgar, uno debe estar en estado de gracia (Catecismo de la Iglesia Católica, número 1415). Si no estés en estado de gracia, la comunión no es válida. Esto obliga a ir a misa todos los domingos, pues no ir a misa en domingo (sin motivo justificado) es un pecado grave (Catecismo de la Iglesia Católica, número 2181). Además, para seguir en estado de gracia debes vivir según los mandamientos, cosa que no es tan fácil. Por ejemplo, en nuestra sociedad hipersexualizada, no pecar contra el Sexto o Noveno mandamientos requiere atención constante. Y cuando caes, debes ir a confesarte. 

Luego la devoción no es simplemente un ritual de aparecer por alguna iglesia nueve veces, que justamente han de ser primeros viernes de mes, sino esforzarte durante nueve meses seguidos para vivir en virtud y santidad. Tiene mucho mérito. Con esta devoción Jesucristo –y la Iglesia– nos incitan a vivir santamente durante nueve meses. Esto es bueno en sí mismo. Además, si lo conseguimos durante nueve meses tenemos mucho ganado para seguir viviendo así el resto de nuestras vidas. Y si por lo que fuera caemos y nos alejamos de la comunión con la Iglesia, Jesucristo mismo nos promete que en recuerdo de nuestro esfuerzo sincero y prolongado,  vendrá a nuestro rescate en la hora de nuestra muerte.

Y es lo mismo con las demás devociones. Por ejemplo, rezar el Rosario no es soltar ráfagas de Avemarías mientras la mente está tranquilamente en otro sitio. Es recitar con intención mientras se meditan, en presencia y con la ayuda de la Virgen, los misterios de la vida de Jesús. La entonación mecánica de unas palabras no nos lleva a ningún sitio; la meditación perseverante de la vida de Jesucristo nos hace crecer y nos ayuda en nuestra lucha espiritual. Ya decía el Padre Pío que el Rosario era su arma.

Estamos en una época en la que en nuestras iglesias se ha apartado delicadamente cualquier mención al pecado, sobre todo el mortal, o a la condenación de las almas. En la que no es difícil escuchar una homilía en la que el sacerdote asevera directa o indirectamente que todos nos salvamos: basta ir a un funeral. En la que parece que ya no es necesario esforzarse en llevar una vida virtuosa y seguir la doctrina de la Iglesia. Esto ha dado lugar a una indiferencia mortal que ha vaciado las iglesias y que ha dado lugar a una sociedad deshumanizada, con un terror a la enfermedad y a la muerte, que está a merced de los vientos y las olas con que nos manipulan desde la televisión y el móvil.

En estos momentos necesitamos las devociones más que nunca. Y desgraciadamente vemos como las ridiculizan desde fuera de la Iglesia, y lo que es peor, también desde dentro. En el pasado las devociones han sido el instrumento que han seguido santos consagrados y humildes santos de esos que se sientan casi invisiblemente en los bancos de las parroquias. 

Escoge una o unas pocas devociones: las que te gusten más, las que sean más adecuadas a tu forma de vida. No han de ser una carga. Escógelas y aférrate a ellas. Son el ancla que te mantendrá firme en el oleaje y el camino que te llevará hacia una vida de virtud y santidad. Tú lo necesitas. Y la Iglesia, también.

sábado, 12 de febrero de 2022

Talentos: La inversión que nunca falla

Hace unos días estaba discutiendo la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27) con mi hijo. Me preguntó por qué Dios era tan duro con el que enterró el talento: no lo malgastó, no lo perdió, se lo devolvió intacto. ¿A qué el enfado y el castigo? Para profundizar en esta enseñanza de Jesús apliquemos el método de meditación que explico en una entrada anterior que consiste básicamente en pensar qué otras cosas podría haber dicho Jesús, y no dijo.

En la parábola se nos presentan dos actitudes de los siervos: los que negocian los talentos y obtienen beneficios, y el pusilánime que lo esconde y no obtiene nada. Hay dos casos más, bastante obvios, que Jesús decide no incluir: el, corrupto, que se gasta los talentos en su propio beneficio, y el desventurado, que negocia los talentos pero los pierde, ya sea por mala suerte –digamos que pierde toda lo cosecha en una riada– o incluso por incompetencia. ¿Por qué Jesús no incluye estos dos casos, que se le ocurren a cualquiera? 

Fácilmente se ve que el caso del corrupto no es necesario explicarlo, ya que si el pusilánime provoca la ira de su Señor, mucho más lo provocaría el corrupto. Por lo tanto queda claro lo que pasa con este caso. Pero, ¿y el desventurado? ¿Por qué no está? 

La conclusión a la que yo he llegado es que el desventurado no está porque no existe. Esto está emparentado con Mt 10, 39: El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10, 39): si escondes el talento, lo perderás, pero si lo negocias, lo ganarás. Es decir, si de buena fe negocias los talentos que Dios te ha dado, no puedes perderlos, sólo puedes ganar. Naturalmente, estamos hablando de ganancias sobrenaturales. Desde el punto de vista mundano, sí que puedes perder. que se lo pregunten a los mártires.

Por lo tanto, de esta meditación sobre la parábola, vemos que nos enseña dos cosas. Una es fácilmente visible: ser pusilánimes, no usar los talentos que Dios nos ha dado, es causa de perdición de nuestras almas. La otra ha requerido de un poco de meditación, pero una vez descubierta, es clara: si usamos los talentos que Dios nos ha dado para el avance del Reino, no podemos sino ganar.

Una consecuencia es que debemos perder el miedo: si usamos nuestros talentos para cumplir la voluntad de Dios, no puede salir mal. Por ejemplo, un dilema a la que nos enfrentamos muchos padres hoy en día: tenemos un hijo que convive con su pareja sin haberse casado. Sabes que está viviendo en pecado mortal, pero temes sacar el tema: puede causar enfrentamientos, incluso graves. Y no sabes como va a reaccionar tu cónyuge (o sabes que no le va a gustar). Esta situación dura y desagradable te asusta. Te preguntas si quizá sea mejor no hablar de ello. 

No hablar de ello es esconder el talento. Tienes que hablar con tu hijo. Con prudencia, cuidando bien tus palabras, en el momento adecuado, pero tienes que hablar con él. Y el tener la certeza que es lo mejor que puedes hacer y que el resultado va a ser bueno, al menos a la larga, te da fuerzas para abordar estos temas tan duros. Esto no quiere decir que “todo va a salir bien” y que tu hijo no se va a enfadar contigo. Puede que sea desagradable y sufras mucho por tu actuación. Pero sabes –sabes con certeza– que aunque no lo vea ahora, o quizá no lo veas nunca, tu actuación ha servido para avanzar en la salvación de tu alma y de la de tu hijo.

Un último apunte. Debes negociar tus talentos, los que tú tienes y no otros. He escogido este ejemplo, porque es obligación ineludible de todo padre cuidar del alma de su hijo. Pero de la parábola no debemos leer que es nuestra obligación desfacer todos los entuertos que veamos.  Como bien nos enseña S. Pablo con su doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, cada uno tiene su labor y debe hacer bien su labor, y no la de los demás. Descubramos o reconozcamos cuáles son nuestros talentos y apliquémoslos. Sin miedo, que la ganancia es segura.