sábado, 17 de abril de 2021

Volver a los fundamentos

En baloncesto hay un dicho que, cuando las cosas no funcionan, lo que tienes que hacer es volver a los fundamentos. Por ejemplo, si no te entra el tiro, debes centrarte en las cuestiones básicas y fundamentales: cuadrar bien los hombros a la canasta, plantar firmemente los pies en el suelo, coger bien la pelota con las puntas de los dedos, realizar el movimiento de tiro extendiendo el brazo hasta el final… Centrándote en los fundamentos, tu tiro volverá.

Y este principio de volver a los fundamentos es algo que puede aplicarse a muchos ámbitos de la vida. ¿De repente te llevas mal con alguien? No te preguntes “¿qué le habré hecho?” o “¿qué mosca le ha picado?” Salúdale, pregunta como está su familia, felicítale por algo, sonríe, vete a tomar un café con él… todas esas cosas básicas de la amistad. Verás como pronto te dejas de llevar mal.

Es un buen consejo, pues te da algo útil que hacer ante un problema que te sobrepasa. Y al construir o reconstruir desde los cimientos hacia arriba, arreglas realmente el problema y no le pones un parche temporal.

Ya hace algún tiempo tenemos un grave problema en la Iglesia. En esto días se ha manifestado claramente con la rebelión abierta y pública de algunos sacerdotes alemanes y austríacos indicando que van a bendecir uniones homosexuales y además lo van a difundir por Internet. Y además el obispo de Essen, en vez de intentar impedirlo, informa que no tomará medida contra ellos. Y este es sólo uno de los síntomas de un estado de descomposición de la Iglesia. 

Yo, y por lo que leo muchos otros, nos sentimos abandonados, escandalizados, heridos. La situación nos sobrepasa. No podemos quedaros de brazos cruzados, pero no sabemos qué hacer. Esta es la típica situación en la que hemos de volver a los fundamentos.

¿Y cuáles son los fundamentos del catolicismo? Los sacramentos, la oración, la penitencia y la perseverancia. 

Esto es lo que debemos hacer:

  • Ir a misa. No sólo los domingos y fiestas de guardar, sino también alguna vez entre semana. Y si es más mejor. Ofrece la misa por la unidad de la Iglesia, el Papa, o lo que creas más necesario.
  • Confesarse periódicamente. Cada uno tendrá su frecuencia adecuada. En mi caso, cada 3 semanas. Si hace mucho que no te confiesas, vé mañana mismo. Es muy importante.
  • Rezar todos los días. Por la mañana y por la noche. Y si puedes rezar un rosario diario, mejor. Comprométete formalmente ante Dios a rezar un cierto tiempo cada día: una hora, media hora, lo que sea. Y cumple lo prometido. No te olvides de rezar por tus enemigos. Por ejemplo, por los sacerdotes alemanes.
  • Leer y meditar la Biblia. Debes hacerlo diariamente (puedes considerarlo parte de tu compromiso de oración). Una manera fácil de hacerlo es leer las lecturas de la misa diaria. Si te gusta leer en papel, hay varias publicaciones que son bastante baratas con la misa de cada día. Yo estoy suscrito a, Magnificat. Si lo prefieres por Internet, hay multitud de sitios que te las ofrecen gratuitamente. Mi mujer las lee en el sitio web de los Dominicos.
  • Adorar al Santísimo Sacramento. Si en tu ciudad tienes una capilla de adoración perpetua, ve semanalmente. O si no, quizá en tu parroquia o alguna cercana tengan sesiones de adoración semanales o mensuales. 
  • Mortificarse. Jesucristo quiere que le ayudes en la salvación del mundo añadiendo tus dolores a los suyos. Levántate temprano para rezar, ayuna una vez a la semana, apaga tu móvil los domingos, toma duchas frescas… Pero no te sacrifiques porque sí: ofrece tus dolores e incomodidades por el bien de la Iglesia. 
  • Tener paciencia y perseverancia. No es cuestión de rezar hoy, que acabo de ver la noticia, un rosario y ya está. Como dice Sta. Teresa de Jesús, “la paciencia todo lo alcanza”. No es simplemente “hacer algo” es cambiar nuestra vida. Esto va para largo y se nos necesita hasta el final.
Alguno podría pensar que resolver estos problemas es cosa del Papa y de los obispos. Tienen su responsabilidad, desde luego, pero esto no es cosa de todos. Ellos necesitan de tu oración. Sin ella, poco pueden. Como dice Sta. Teresa:
Toda mi ansia era y es, que pues tiene el buen Jesús tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos fueren buenos.
Todas ocupadas en oración por los que son defensores e la Iglesia o predicadores. Ayudemos en lo que pudiéremos a este Señor mío.

¿Y esto va a funcionar? Sí. ¿Cómo lo sé? Por un lado, porque es el camino propuesto por la Biblia: siempre que Israel (u otros, como los ninivitas) se acercan a la destrucción han vencido con oración ayuno y penitencia. Y por otro lado, todos estos males nos vienen precisamente porque hemos abandonado estos fundamentos y nos hemos alejado de Dios. ¿Qué otro camino hay? 

La solución de los males de la Iglesia está (parcialmente) en tus manos. Frecuenta la Iglesia y los sacramentos, ora, haz penitencia y ten fe y esperanza.  Y si flaqueas, recuerda lo que dice el Salmo 80:

¡Ojalá me escuchase mi pueblo,
y caminase Israel por mi camino!:
en un momento humillaría a sus enemigos
y volvería mi mano contra sus adversarios.


domingo, 11 de abril de 2021

¡Prefiero el paraíso!

 Hace unos días leí una entrevista al Cardenal Brandmüller sobre la crisis de la Iglesia en Alemania. Al final de la entrevista la periodista entró en la cuestión del papel de la mujer en la Iglesia. Y quedé muy sorprendido por la respuesta tan mundana del cardenal discutiendo qué cargos puede ocupar la mujer en la Iglesia. Como si los cargos fueran lo más importante. Los que piden mayor prominencia de la mujer, lo que están pidiendo es visibilidad, cargos, prebendas. En suma, poder.  No es algo a lo que debamos aspirar ni las mujeres ni los hombres. Algunos cargos son necesarios y alguien tiene que ocuparlos, pero el tener un cargo y poder en general no ayuda ni al que lo ocupa ni a la Iglesia.

Empecemos por lo obvio: visto desde el Reino de Dios y quitando a Jesucristo ¿quién es la persona más grande que ha habido? La respuesta es obvia: la Virgen María. No tuvo cargos, ni evangelizó, ni dio conferencias sobre la niñez de Jesús. Si quitamos el nacimiento de Cristo, apenas aparece en los Evangelios. Por ejemplo, en el Evangelio de Marcos no aparece nunca y sólo se la menciona dos veces: “Mira, tu madre tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera” (Mc, 3, 32) y “¿No es este el artesano, el hijo de María?” (Mc 6, 3). Pero a pesar de no tener cargos ni visibilidad, su papel en la Iglesia fue fundamental. Por ejemplo, en la evangelización de España, al aparecerse a Santiago en Zaragoza, para darle ánimos.

¿Y la segunda persona más grande? S. Juan Bautista: “No ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista” (Mt, 11, 11). Sí, fue un profeta, pero si uno piensa en profetas “grandes” lo que te viene a la mente es Isaías, Elías, Daniel, incluso Jonás. No Juan Bautista, que no ha escrito ningún libro y no aparece gran cosa en los Evangelios. ¿Por qué el más grande figura tan poco? Él mismo da la clave: “Es importante que Él crezca, pero que yo mengüe” (Jn 3, 30).

Y podríamos seguir con S. José, que aparece aún menos que la Virgen en los Evangelios (y no aparece ni una sola palabra suya).

Y esto es una constante a lo largo de la vida de la Iglesia: los más grandes santos raramente tuvieron cargos. Por ejemplo, dado que hoy es el Domingo de la Divina Misericordia, nos podemos detener en Sta. Faustina Kowalska, una monja casi analfabeta en un pequeño convento en Varsovia. No llegó a Madre Superiora, ni tuvo cargo alguno. Es más, sufrió mucho por la incomprensión y las burlas de sus compañeras de convento. Visto desde el mundo, no fue nadie. Visto desde el Reino, es el Apóstol de la Divina Misericordia.

Y no olvidemos que hay muchísimos santos de los que no sabemos absolutamente nada, pero que no obstante celebramos su grandeza en la fiesta de Todos los Santos.

Pasemos a los que sí tuvieron cargos. Por ejemplo Judas Iscariote, que fue apóstol. O el hereje Arriano, que fue obispo (casi todas las grandes herejías fueron promovidas por uno o varios obispos). O todos los obispos de Inglaterra en tiempos de Enrique VIII menos uno, S. Juan Fisher, que pasaron de la sumisión al Papa a la sumisión al rey, precisamente para mantener sus cargos y su poder (y acto seguido se pusieron a perseguir a los que se mantenían fieles a Roma).  Mucha razón tenía S. Juan Crisóstomo que dijo que el infierno está empedrado con cráneos de obispos.

Pasemos a la actualidad. ¿Quiénes son el gran sostén de la Iglesia en estos tiempos tan difíciles? No son los obispos y los cardenales, que más bien son los que hacen que los tiempos sean difíciles. Sobre todo algunos, que parecen empeñados en destruir la Iglesia. No son los que tiene visibilidad, cargos, prebendas y poder. El gran sostén de la Iglesia en estos días son las monjas de clausura, los monjes, las mujeres y hombres que van por las tardes a iglesias casi vacías a rezar el rosario y asistir al gran Sacrificio del Señor. Las abuelas que enseñan el Padre Nuestro a sus nietos. Ellas, porque son en su mayoría mujeres, son el sostén de la Iglesia. Su papel es inmenso. Eso es lo que debería haber respondido el cardenal.

Lo que es grave es que este movimiento hacia la prominencia, la visibilidad, los cargos, detrae de este papel de sostén de la Iglesia. Porque, como S. Juan Bautista, para que la Iglesia crezca nosotros tenemos que menguar. Cuanto más pequeños seamos, mejor. Esto lo entendió muy bien S. Felipe Neri, que cuando el Papa Sixto V le propuso el cargo de cardenal, lo rechazó diciendo “Prefiero el paraíso”.



viernes, 2 de abril de 2021

El sufrimiento de Cristo en la Pasión

Hoy es Viernes Santo, día de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. La Iglesia enseña y los santos nos cuentan que nadie ha sufrido tanto como sufrió Cristo. Y yo he tenido muchos problemas con esa afirmación. Crucificados ha habido miles antes de Cristo y después de Él. Incluso, a la vez de Cristo crucificaron a dos ladrones. Y a ellos les quebraron las piernas y les dejaron morir así, mientras a Cristo “sólo” le atravesaron el corazón con una lanza. Y ha habido miles de torturados, con torturas refinadamente crueles, tanto mentales como físicas, que pueden durar días o meses. Mirado objetivamente, la Pasión de Cristo no parece peor que muchas otras. ¿Por qué dicen que sufrió más que nadie?

Hace unos días, en el Catecismo para Adultos del P. Leonardo Castellani, leí que había tres misterios en la Redención, el segundo de los cuales era “la inmensidad de los dolores de la Pasión de Cristo”. Esa frase me consoló: mis dudas y objeciones no implican una falta mía pues el por qué la Pasión implicó tanto sufrimiento es un misterio. Yo llevo ya algunos años dando vueltas a este asunto y voy a escribir en esta entrada mis reflexiones, por si ayudan a alguien.

Para empezar, voy a distinguir entre dolor y sufrimiento. Voy a definir dolor como algo puramente fisiológico: si te pinchan, te duele y eso es algo común yo diría a todo ser vivo: hasta un protozoo se aleja de los estímulos que le resultan molestos. En cambio el sufrimiento es algo específicamente humano, pues interviene la mente. El ser consciente del dolor, de por qué lo sentimos, de si durará más o menos, puede amplificarlo o atenuarlo. Si nos dan una bofetada, nos duele y sufrimos. Pero si nos dan una bofetada injusta, nos duele igual, pero sufrimos más. Si sabemos que un dolor es necesario para nuestra salud, por ejemplo si nos limpian una herida con alcohol, sufrimos menos que si sabemos que es parte de una enfermedad de resultado incierto. Con esta distinción, podemos decir que el dolor de la Pasión de Cristo fue similar al de cualquier otro, pero que su sufrimiento fue inconmensurablemente mayor.

Esta distinción entre dolor y sufrimiento nos da un camino de salida al problema. Pero, ¿por qué sufrió más que otros crucificados? Hay dos motivos. Uno lo leí en una meditación de S. John Henry Newman. Como el alma de Cristo, y por lo tanto su mente, es tan superior al nuestro, su capacidad de entender el motivo y alcance de su dolor es también enormemente superior, y de ahí que ante el mismo dolor, su sufrimiento es muy superior al que hubiéramos tenido nosotros. He oído a alguno comentar que porque Cristo era Dios, debió sufrir menos. El argumento de S. John Henry Newman es el contrario: precisamente por ser Dios, sufrió mucho más.

El segundo motivo lo argumenta el Venerable Fulton Sheen en su obra Vida de Cristo. Cristo, en su Pasión, tomó sobre sí todos nuestros pecados. Nuestros pecados nos hacen sufrir, aunque a veces no lo notemos, y Él tomó sobre sí todo ese sufrimiento en su Pasión. Lo hizo en Getsemaní, y por eso en la Oración del Huerto tuvo sufrimientos de muerte: sufrió tanto o más que en la Cruz. En un retiro de cuaresma, el sacerdote nos dijo esto mismo de otra manera: en el Huerto, Jesús tomó sobre sí toda la ira del Padre ante el pecado del mundo.

Y es importante notar que no es el pecado cometido hasta entonces o el pecado presente en el mundo en ese momento sino todo el pecado de todos los tiempos. Dios vive fuera del tiempo y nuestros pecados de ahora son tan presentes para Él como los de Sodoma y Gomorra. S. Juan Mª Vianney lo decía: que cada pecado que cometes aumenta los sufrimientos de Cristo en su Pasión. Y cada pecado que no cometes, se lo reduce. Cómo llevo mi vida, la mía, aquí y hoy, aumenta o reduce los sufrimientos de Cristo en la Cruz.

A pesar de mis reflexiones, sigo sin asimilar cómo Cristo pudo sufrir tanto, cómo su sufrimiento pudo ser mucho mayor que el de cualquier otro torturado o crucificado. Y como es un misterio, nunca lo voy a entender por mí mismo. Pero o importa: acepto que Dios sufrió por mí, que mis males aumentan su sufrimiento y mis bondades se lo atenúan. Ahora es cuestión de actuar en consecuencia.