miércoles, 22 de noviembre de 2023

Miedo y esperanza

Imaginemos un hombre ateo. Ateo convencido. No cree que exista un dios, ni que tenga un alma, no cree que haya nada más allá de este mundo físico en el que vivimos. Pero es admirador de Jesús de Nazaret. Le gusta leer la Biblia, por la sabiduría encerrada en ella e incluso lee algún documento sobre doctrina católica por el mismo motivo. Jesús de Nazaret para él no es Dios –cree que no hay dios–, sino un hombre sabio y gran maestro.    Es obvio que, a pesar de su admiración por Jesús y sus seguidores a través de los siglos, este hombre no siente ninguna necesidad de la Iglesia de la misma manera que ningún admirador de Sócrates siente necesidad de una religión. En el caso de la Iglesia Católica la misa y los sacramentos son en propia esencia manifestaciones sobrenaturales, y si rechazas lo sobrenatural, se convierten en puras supersticiones. Como he dicho, esto es obvio para todos.

Pero hay otro caso que a mi me parece igualmente obvio, aunque mucha gente –desde laicos a sacerdotes y obispos– no ven la obviedad. Consideremos un hombre que cree en Dios y en Jesucristo como Hijo de Dios. Digamos incluso que está bautizado y se considera católico. Pero cree que todo el mundo va al cielo. El infierno, si existe, está vacío. Este hombre tampoco siente ninguna necesidad de la Iglesia. Si haga lo que haga, va a ir al cielo –sin pasar siquiera por el purgatorio– no necesita misas, ni la confesión, ni la comunión, ni nada. Sí, puede sentir la necesidad de dar gracias a Dios en momentos alegres o de hacerle alguna petición en momentos angustiosos, pero eso, aunque reconozcamos la conveniencia de tener la atmósfera de recogimiento que existe en las iglesias, lo puede hacer en cualquier sitio. Y lo mismo se puede decir de pagar los respetos a un difunto y acompañar a la familia, celebrar un nacimiento o la entrada en la edad de la razón de un niño. Una manera conveniente de hacerlo es ir al funeral, al bautizo o a la primera comunión, pero no es necesario. Si tu alma va a ir al cielo sí o sí, estás en la misma posición que el ateo en lo que respecta a la Iglesia: la misa y los sacramentos no son necesarios. No los considera supersticiones, pero sí algo más parecido a manifestaciones culturales, ocasiones para sentirse en comunidad, y poco más. Para mí esto es claro, clarísimo, obvio. Y me asombra que para muchos otros no lo es.

En resumen, un ateo, aunque sea admirador de las Enseñanzas de Jesús de Nazaret, no siente necesidad alguna de la Iglesia; un católico que cree que todos ya estamos salvados, aunque le pueda ser útil como atmósfera espiritual o para celebrar ocasiones con la familia y amigos, tampoco siente necesidad alguna de la Iglesia; sólo aquel que tiene claro que el cielo no es seguro, que trabaja por su salvación con temor y temblor (Flp 2, 12), siente necesidad de la misa, de los sacramentos y de la guía de la Iglesia.

Pero supongamos que el que tiene razón es el que cree que todos estamos salvados, y por lo tanto que no hace falta ir a misa, ni confesarse, ni siquiera estar bautizado (recordemos el misionero en la Amazonia que declaraba con orgullo que él jamás había bautizado a nadie). Pero entonces, ¿por qué tenemos los sacramentos? Y recordemos que fue Cristo mismo quien instituyó los sacramentos. ¿Por qué ordenó bautizar a todos los hombres (Mt 28, 19)?¿Por qué nos mandó celebrar la Eucaristía en memoria suya (Lc 22, 19)?¿Por qué dio a sus apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 23)?  No. No puede ser que tengan razón.

Y si no la tienen, quiere decir que debemos trabajar por nuestra salvación y que no estar bautizado y confirmado, no ir a misa semanal, no confesarnos con frecuencia, vivir maritalmente sin estar casados es no avanzar en nuestra salvación. Es ponernos en peligro de condenación eterna.

Este lenguaje es “anticuado” y ya no se usa. ”Es que no hay que hacer las cosas por miedo, sino por amor” te dicen. Y es cierto: el objetivo es actuar en todo momento por amor a Dios. Pero es el objetivo, el punto de llegada, no el punto de partida. Al menos no para muchos. Al menos no para mí. El miedo al castigo es motivador y puede ser un buen punto de partida. Jesucristo mismo habla a menudo del castigo, del “llanto y rechinar de dientes”. No es vivir en un miedo permanente, sino usar el miedo, el poderoso miedo, como punto de partida o como aguijón en los momentos de pereza espiritual. 

Esto está recogido en el Catecismo de la Iglesia Católica. Ante el pecado, lo que buscamos es la contrición perfecta, que “brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas” (núm. 1452). Pero a falta de esto, podemos recurrir a la contrición imperfecta, que viene del temor al castigo. No es lo ideal, pero “puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental”. 

El miedo y la esperanza son dos “herramientas” que usamos para nuestra salvación. La esperanza es una virtud teologal por la que ponemos nuestra vista en el cielo y sabemos, que a pesar de todos nuestros fallos, alcanzar el cielo es posible. El miedo al infierno no es una virtud, pero es gran motivador para los inicios y los momentos de pereza.  Son inseparables: si no hay posibilidad del infierno, tampoco hay necesidad de la esperanza.  Debemos usar ambas con mesura: ni el miedo debe ser tan grande que perdamos la esperanza y nos paralice, ni tan escaso que nos lleve a la indiferencia, y de ahí al ateísmo.

El miedo al castigo es un modo imperfecto de actuar, pero es un modo. No es el objetivo, pero es un punto de partida. No es una virtud, pero nos lleva hacia ella. Usar sólo el miedo es un error, pero eliminarlo completamente, también. 


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