Hace 5 años escribí una entrada a este blog en el que indicaba que apenas se hablaba de herejías. ¡Cómo han cambiado las cosas! Hace menos de un año escribí otra entrada sobre la gran herejía actual, y en estos momentos de crisis y confusión en la Iglesia parece que nadie, ni siquiera el Papa, puede librarse de la acusación de ser un hereje. Pero últimamente se han escuchado comentarios, sobre todo pero no únicamente de los obispos alemanes, en el sentido que la doctrina católica debe cambiar. Esto me lleva a pensar que no estamos ante una herejía, sino ante una metaherejía. En esta entrada explico qué quiero decir con todo esto.
Las palabras hereje, herejía y derivados provienen de la palabra griega heresis, que significa elección. Un hereje es aquel bautizado que niega pertinazmente alguna cuestión de doctrina. Es decir, es aquel que elige qué cuestiones de doctrina quiere creer, y cuáles no.
Aparte 1: si un bautizado niega toda la doctrina es un apóstata. Si no niega la doctrina, pero sí la comunión con la Iglesia de Roma, es un cismático.
Echemos un paso atrás: ¿qué es la doctrina de la Iglesia Católica? ¿De dónde viene? La doctrina de la Iglesia Católica son las enseñanzas de Cristo mismo (por eso yo prefiero llamarla la doctrina de Cristo) que nos han llegado mediante las Escrituras, la Tradición y que es guardada e interpretada por el Magisterio de la Iglesia.
Aparte 2: yo soy “de ciencias”. Me gustaría que los conceptos de doctrina, Tradición, Magisterio, etc. tuvieran una definición nítida y clara como los de matemáticas o física. No la tienen. He leído y preguntado sobre esto y lo que hago llegar aquí es cómo entiendo yo esto. Si me equivoco, usad los comentarios para corregirme.
En la Iglesia Católica, a diferencia de las protestantes, creemos que las enseñanzas de Cristo nos llegan a través de los Apóstoles. Esta revelación directa de las enseñanzas de Cristo acaba con la muerte de S. Juan, el último Apóstol. Un primer medio de hacernos llegar estas enseñanzas son las Escrituras, pero también nos han llegado por lo que ha pervivido en el modo de actuar y orar de las primeras comunidades cristianas. Esto es la Tradición. La mayor parte de la Tradición ha sido recogida en los escritos de los Padres de la Iglesia. Podríamos decir que la doctrina de Cristo proviene de aquello que los cristianos hemos creído “desde siempre”.
Ahora bien, estas creencias empezaron siendo informales y se han ido formalizando, reformulando y explicando a lo largo de los siglos. Esto se ha hecho sobre todo a través de los Concilios y de los escritos de los Papas. Esto es el Magisterio de la Iglesia. Esto no quiere decir que todo lo que se decide en los concilios y todo lo que escriben los Papas forman parte del Magisterio, sino sólo una parte… y no queda muy clara cuál. Lo que sí queda caro es que cualquier decisión magisterial debe ser continuidad de lo que ya sabemos (es lo que creemos desde siempre) y que, aunque sea declarada por el Papa, debe ser en comunión con los Obispos (que recordemos, son los sucesores de los Apóstoles). Veamos dos ejemplos.
Desde siempre hemos creído que Cristo “proviene” de Dios, que es muy cercano a Dios, que se le llamó, y se llamó a sí mismo, Hijo de Dios. Pero a finales del S. III el Obispo Arrio empezó a enseñar que esto de “Hijo de Dios” es un título y no una esencia. Es decir, que Jesús era un hombre, insuflado sobremanera con el Espíritu de Dios, pero sólo un hombre. Esta es la herejía llamada arrianismo. A muchos –laicos, sacerdotes y obispos– les pareció una idea muy atractiva y tuvo muchos seguidores. Otros se opusieron vehementemente. Al final se convocó en el 325 el Concilio de Nicea, donde se formalizó doctrinalmente que Jesucristo era Hijo de Dios. Para poder hacerlo tuvieron que explicar y detallar muchas cosas. Por ejemplo, que Jesús era una persona con dos naturalezas, una humana y otra divina, pero que era completamente Dios y completamente hombre. Estas definiciones doctrinales sobre Cristo, este Magisterio de la Iglesia, siguieron en concilios posteriores, dando lugar a lo que es la doctrina sobre este punto.
Saltemos hasta la última declaración dogmática: la Asunción de la Virgen. Esta tuvo lugar el 1 de noviembre de 1950, mediante la constitución apostólica del Papa Pío XII Munificentissimus Deus. Que la Virgen subió a los Cielos en cuerpo y alma es algo que las comunidades cristianas han creído desde siempre. No ha habido nunca mención alguna de la tumba de Virgen –que se hubiera constituido en un lugar de peregrinación– y en los misterios del Rosario, que provienen del S. XII, ya está presente el de la Asunción de la Virgen. El Papa Pío XII no “inventó” un dogma, sino que formalizó como dogma de fe aquello que desde siempre ha creído la comunidad católica.
La doctrina de la Iglesia recoge las enseñanzas de Cristo y por tanto ni podemos escoger sólo aquello que nos interesa (“El Sexto mandamiento a mí no me va”) ni puede cambiar (“Eso es lo que dijo Dios entonces, pero si hubiera sabido lo que nosotros sabemos ahora, no lo hubiera dicho”).
¿Y dónde está recogida esta doctrina de Cristo? Aunque esto no es matemáticas o física sí que hay algo parecido a “el Gran Libro de la Doctrina”: es el Catecismo de la Iglesia Católica. Uno se podría preguntar, “¿Pero cuál de ellos? Hay muchos”. Tenemos el de Trento, el de S. Pío X o el actual. Todos estos catecismos recogen toda la doctrina de la Iglesia, y los más modernos detallan, expanden, actualizan los anteriores. Pero en ningún modo la cambian. Por ejemplo, difícilmente podía el catecismo de Trento hablar de homosexualidad, cuando el término “homosexual” ni siquiera existía. En cambio sí que lo trata catecismo actual aplicando la doctrina de siempre a este nuevo problema moral.
Aparte 3: también están los catecismo que podemos llamar “didácticos” como eran en mis tiempos el Astete, el Ripalda o los nacionales. Esos catecismos son subconjuntos del catecismo general, escritos para los que están aprendiendo la doctrina, por ejemplo niños preparándose para la primera comunión o jóvenes preparándose para la confirmación. Todo lo que está escrito es parte de la doctrina, pero sólo aparece aquello adecuado al catecúmeno y escrita con el tono pertinente para un niño o un joven.
Volvamos a las herejías. Lo que me pone los pelos de punta es escuchar de labios de sacerdotes como el P. James Martin o de los obispos alemanes o del Cardenal Arzobispo de Luxemburgo la petición de que se cambie la doctrina. No están diciendo que rechazan ciertos puntos de la doctrina sino que la doctrina debería cambiar. Rechazar puntos de la doctrina los convertiría automáticamente en herejes, por lo que no lo hacen. Pero al pedir que se cambie la doctrina están rechazando el concepto mismo de doctrina, y es por eso que llamo a este tipo de declaraciones una metaherejía.
Y esta metaherejía es muy peligrosa pues te suelta de la roca y te deja a merced de las olas. Por ejemplo, si un Papa o un concilio puede cambiar la doctrina, se deduce que la doctrina original no era de Dios, sino del Papa o concilio del momento. Luego toda la doctrina es –al menos potencialmente– cosa de hombres, es decir, similar en forma a una ley de un país o un bando de un ayuntamiento.
O si algún elemento de la doctrina no te gusta, pues tampoco es tan grave no cumplirla, pues no estás desobedeciendo a Dios, sino sólo a un Papa que ya no está. Y puede que lo cambien. Es más, puedes hacer campaña, y si convences a suficientes seguidores con suficiente fuerza –o capacidad de hacer ruido– quizá logres que lo cambien. La doctrina ya no es trascendente, sino ideología y política.
Y si la jerarquía puede cambiar la doctrina porque disciernen que globalmente la situación pide un cambio, ¿por qué no vas a poder cambiarla para tu caso particular si disciernes que tu situación particular lo pide? Todos seríamos nuestros propios creadores de doctrina.
Además de la desazón y el caos que acabamos de describir, hay otra cuestión aún peor: si la doctrina viene marcada por los cambios sociales, no es Dios quien guía a la sociedad, sino que es la sociedad quien guía a Dios. O lo que es lo mismo, Dios deja de existir.
Cada vez que oigo a alguien hablar de cambiar la doctrina, especialmente si es alguien que debería saber que eso no puede ser, me entra desazón y tristeza, porque no veo a dónde agarrarme. Es un ataque brutal y desde dentro de la Iglesia. Pero también sé que Jesús nos prometio que las fuerzas del infierno no prevalecerán. No sé cómo va a ser, pero vamos a salir de esta. Y también sé qué es lo que debo hacer: rezar con intensidad y perseverancia y mortificarme por la Iglesia de Cristo, nuestra Santa Madre Iglesia.
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