martes, 26 de septiembre de 2017

Novus desordo

Hace poco se cumplió el décimo aniversario del motu proprio «Summorum pontificum» con el que Benedicto XVI facilitó que se pudiera celebrar la misa según el Rito Extraordinario (o misa tradicional, tridentina, ad orientem, o en latín). Con este motivo han aparecido muchas crónicas alabando este rito y denostando la misa según el Rito Ordinario (o misa moderna, vernácula o Novus Ordo). Yo voy siempre que puedo a una misa tridentina que se celebra aquí, en Palma de Mallorca y considero que el Rito Extraordinario en muchas cosas –no todas– superior al Rito Ordinario. Pero muchas de las acusaciones vertidas sobre la misa Novus Ordo me parecen injustas ya que no tienen nada que ver con el rito en sí. En esta entrada quiero explicar por qué creo que la misa tridentina es mejor que la moderna e indicar algunos de los males de la liturgia que no tienen nada que ver con el rito que se use.

Cuando fui por primera vez a la misa tridentina me esperaba encontrar algo extraordinario, completamente distinto, pero si algo me sorprendió era que la diferencia era poca: aparte del uso del latín, lo que vi fue que el sacerdote mira hacia el altar y no hacia la gente; estás mucho más tiempo de rodillas; lo que ahora decimos todos sólo lo dice el sacerdote y a menudo en voz baja. Alguna cosa más aparente es que el "Yo pecador" se dice dos veces (una donde la misa moderna y otra antes de la comunión), que hay dos lecturas en vez de tres y un salmo y que se recita el inicio del Evangelio de S. Juan al final de la misa. Quedé un poco decepcionado.

Sobre las ventajas del uso del latín ya escribí en una entrada anterior. Aquí me centraré en algunas de las otras diferencias. Fuera de la consagración, no veo mucha diferencia que el sacerdote mire hacia el pueblo o ad orientem («hacia el oriente», es decir, hacia Dios). En la consagración sí que tiene mucho más sentido que el sacerdote y el pueblo miren todos hacia Dios (que no es lo mismo a que el sacerdote esté «de espaldas al pueblo»). Por ejemplo, cuando se levanta la Hostia o el Cáliz queda mucho más claro que está ofreciendo a Cristo en sacrificio, mientras que en la misa ordinaria parece que el celebrante está enseñando la Hostia a los espectadores para que la veamos bien. Entre el latín y el silencio hay un mucho mayor recogimiento y un mayor sentido del misterio, como bien explica el Cardenal Sarah en «La fuerza del silencio».

Había oído que cuando, una vez listo el nuevo rito, se hizo una «demo» de la nueva misa en el Vaticano para los cardenales, muchos se fueron enfadados y escandalizados a mitad de celebración. Entendí muy bien por qué: se había pasado de una liturgia interna, de recogimiento y de misterio, a algo externo, explícito, cercano a un espectáculo.

Pero hay cosas de la misa actual que me gustan más. Por ejemplo me gusta más que haya 3 lecturas, con una del antiguo testamento, y un salmo. Aunque el salmo no debería ser responsorial: si no es obligatoriamente cantado, lo quitaría. Me gusta que haya 3 ciclos en las lecturas, de manera que se visite mucho más de la Biblia. Aunque ahora el pueblo habla demasiado, echo de menos en la misa tradicional rezar el Padre Nuestro.  Y dar la paz es un gesto bonito. No es importante, y a menudo se abusa de él, pero me gusta que esté.

En resumen, aunque creo que la misa de Rito Extraordinario es superior, el Rito Ordinario no es un desastre, y como dice J. Ratzinger (futuro Benedicto XVI) en «El espíritu de la liturgia», con unos pocos cambios el Rito Ordinario podría ser igual de bueno. Porque como he dicho al principio, muchas de los desaguisados de la liturgia actual no son culpa del rito. ¿Entonces, de qué son culpa?

Este verano fui a Viena y mi mujer y yo fuimos a Misa Mayor en la Catedral de S. Esteban. Además de los vieneses, asistíamos muchos turistas de diferentes países y el lío fue aparente: unos se ponían de pie mientras otros se ponían de rodillas y otros permanecían sentados. A veces te levantabas “cuando tocaba” y rápidamente te volvías sentar porque parece ser que no tocaba. Todos los turistas mirábamos de reojo para saber qué se supone que había que hacer.  No había “ordo” sino “desordo”.

Y no hace falta irse a Viena para ver esto: en mi parroquia, dependiendo del cura, el salmo se reza de una manera u otra; el «por Cristo con Él y en Él» lo reza el cura o pide que lo recemos todos; te pones de pie en la oración  sobre las ofrendas o esperas al «levantemos los corazones». Cada diócesis, cada párroco, cada cura, decide “innovar” y crear una misa su gusto. Eso es un sentimiento muy de años '70 y desgraciadamente se ha mantenido. La liturgia nos debería centrar y unir y en vez de eso nos confunde e incluso nos separa.

Y esto no es culpa del rito: estoy convencido que si no se hubiese cambiado, en los '70 hubiera habido de todas formas esta maldición de la innovación. Estaba en los tiempos, no en los ritos. Y si ahora el Rito Extraordinario se mantiene fijo es porque los sacerdotes y feligreses que vamos a ella precisamente buscamos esta estabilidad y este valor profundo de la tradición.

Y esto explica otras características indeseables de la misa moderna. Por ejemplo la música. Como explico en una entrada anterior, se ha perdido el sentido de lo sagrado en la música. Otra vez, no es el rito, sino que son los tiempos. Y la gente va vestida de cualquier manera. Otra vez, el rito no dice nada de la forma de vestir. Son los sacerdotes, a iniciativa de los obispos,  que deberían explicar que no se puede entrar en un templo sagrado peor de lo que se viste para ir al cine. O que durante la  consagración debemos estar humilde y respetuosamente de rodillas y no orgullosamente de pie. Cuando una amiga mía le comentó esto último al anterior obispo de Mallorca, le dijo que qué más daba de pie o de rodillas. Sin comentarios.

Incluso lo de recibir la comunión en la mano no está en el Novus Ordo. Fue un “logro” de un conjunto de obispos alemanes y holandeses, que, probablemente influidos por los protestantes, y por la vía de hechos consumados, consiguieron una dispensa papal. Faltó tiempo para que el resto de conferencias episcopales pidieran también la dispensa para ellos. No iban a ser menos modernos que los alemanes. La devoción y hondura que se siente al recibir la comunión de rodillas y en la boca es incomparable. El que lo probó, lo sabe.

Hay muchos problemas con la liturgia, pero el culpable no es el rito. Es, como en tantas otras cosas, la pérdida del sentido de lo sagrado. Y eso es una suerte. El rito no lo podemos cambiar, pero los laicos, sin ayuda ni de curas ni de obispos podemos mejorar la liturgia:

  • Viste bien para ir a misa. Yo siempre voy con americana y corbata. 
  • Desgraciadamente hay que decirlo: apaga el móvil antes de entrar al templo.
  • Purifícate con agua bendita al entrar y si tienes tiempo haz una breve visita al Santísimo frente al sagrario. Si no hay agua bendita, házselo saber al párroco.
  • Arrodíllate durante la consagración.
  • Toma la comunión en la boca.
  • No parlotees con los demás antes o después de misa. Ya lo harás una vez fuera.
  • Nunca aplaudas en misa. Como dice Benedicto XVI, cada vez que se aplaude, desaparece lo sagrado.
Y hay más posibilidades, que ya dejo al buen sentido de cada uno. Si te llevas bien con tu párroco, coméntale alguna de estas cosas. A lo mejor lo único que necesita es sentirse apoyado. Actúa como si el cambio fuera posible, que es la única forma de que lo sea.

lunes, 18 de septiembre de 2017

Herejías y ecumenismo

Hoy en día no se habla de herejía.  El concepto de herejía presupone el de verdad absoluta y para esta sociedad relativista, sin verdades absolutas, sólo los considerados de mente cerrada y obtusa hablan de herejes.

Y por lo mismo el ecumenismo esta muy bien visto.  Si dos personas o comunidades o religiones piensan de forma diferente, lo bueno, lo correcto, lo “ecuménico”, es encontrar un lugar de consenso que todos podamos aceptar.  Porque seguro que existe: basta que todos cedamos un poco.

Incluso secularmente esto es un error. Y si lo vemos desde el punto de vista sagrado, es insostenible.

Primera cuestión que debe quedar clara: la doctrina, los conceptos y preceptos esenciales de la fe católica, provienen directamente de Dios, vía Jesucristo.  Proviene de dos fuentes: las Escrituras, especialmente el Nuevo Testamento, y de la parte inmutable de la Tradición.  La Tradición es la transmisión oral del Evangelio hecha por los apóstoles y sus sucesores y fue recogida principalmente por los Padres de la Iglesia.   Las Escrituras y la Tradición acabaron cuando se murió, S. Juan, el último de los apóstoles.  Ni obispos, ni Papas, ni concilios, ni santos, ni revelaciones místicas pueden añadir a estas fuentes ni, por lo tanto, cambiar un ápice la doctrina católica.  La doctrina es una verdad absoluta.

Esto no quiere decir que todo lo relativo a la Iglesia es una verdad absoluta. También está la disciplina, normas administrativas, leyes de la Iglesia, que no son absolutas ni inmutables. Por ejemplo, que un hombre casado pueda o no ser sacerdote no es cuestión de doctrina, sino de disciplina.  No es un concepto fundamental de la fe.  En el pasado hubo sacerdotes casados y en el futuro puede volverlos a haber (aunque no parece que las cosas vayan por ese camino).

Cristo y los apóstoles no nos dejaron un catecismo ni un manual de doctrina, por lo tanto la Iglesia, a través sobre todo de Concilios y unas pocas declaraciones papales (la mayoría de las declaraciones papales no son doctrinales), establecieron la doctrina de forma explícita al responder a inquietudes y problemas que iban surgiendo.  Y de aquí viene una segunda cuestión que debe quedar clara.  Una vez establecido un punto de doctrina este es válido para siempre.  Nadie –ni obispos, ni Papas, ni concilios, ni santos, ni revelaciones místicas– pueden cambiar la doctrina.  Pueden matizarla, adaptarla a nuevos problemas e inquitudes, pero no pueden ni declararla falsa o inválida, ni pueden añadir un punto doctrinal que implícitamente falsifique o invalide un punto existente.

Un concepto o idea que vaya en contra de la doctrina es una herejía.  Según el Código de Derecho Canónica (canon 751) una herejía es «la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma».

En esta entrada uso herejía como un término técnico sin connotación negativa adicional alguna. Un hereje no tiene por qué ser un hombre malvado. Puede ser un hombre gravemente errado. O uno que no se ha cuestionado nunca su fe. Por ejemplo, como el bautismo protestante es válido, los protestantes “nativos” son herejes, aunque muchos de ellos desconozcan qué punto de la doctrina protestante les hace negar la doctrina católica. Desconocimiento que comparten con muchos católicos, pero éstos, a pesar de tampoco saber en qué creen, sólo son ignorantes y no herejes (a cuál de estos dos grupos va a juzgar Dios con más severidad es una cuestión en la que no voy a entrar).

A veces, sobre todo en los primeros siglos de la Iglesia, las herejías “ayudaron” a establecer la doctrina: una parte de la iglesia creía en una idea diferente y en contraposición con lo que creía otra parte y, generalmente en un concilio, se estudiaba, discutía y decidía cuál era la idea verdadera y cuál era la falsa y herética.  Un ejemplo es el Arrianismo, la idea de que Jesús no era Dios.  Para un arriano, cuando Jesús decía que Él era hijo de Dios, lo decía en el mismo sentido que cuando tú o yo decimos que somos hijos de Dios.  Para ellos Jesús era el más grande de los hombres, Dios lo había creado para la misión que llevó a cabo, pero que no era Dios.  Esta idea, procedente de Arriano, fue defendida por muchos hombres inteligentes y por muchos obispos.  Esto creó una gran controversia que obligó a convocar el Primer Concilio de Nicea en el 325.  Allí se estableció como doctrina firme que Jesús era «nacido antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre».  A partir de esta declaración del Concilio, cualquiera que siguiera creyendo en el arrianismo se convertía en hereje.

Una herejía no es una simpleza o una estupidez.  Ciertamente puede haber herejías estupidas, pero las herejías más extendidas fueron creídas por hombre formados y con fe.  Ha habido muchos obispos que han defendido herejías.  Lutero era un monje agustino especialista en las Sagradas Escrituras de excelente formación.  Thomas Cranmer era el arzobispo de Canterbury.  Ambos (junto con los también inteligentes y formados Calvino y Zuinglio y los príncipes alemanes que vieron en la revuelta protestante una buena forma de aumentar su poder y riqueza) lideraron sus herejías que dieron lugar a la ruptura de la Iglesia.

Pasemos ahora al ecumenismo.  Desde que soy niño he oído que es un escándalo que los cristianos estemos divididos y que tenemos que hacer lo posible, tanto católicos como protestantes, para volvernos a reunir.  Y esto lleva en sí la idea de que, ya que es un esfuerzo conjunto, esta reunión debe hacerse en algún lugar donde todos estemos “cómodos”, un punto medio entre unos y otros: si haces notar las diferencias esenciales entre el catolicismo y el protestantismo es fácil que te digan que «eres poco ecuménico». Pero si la doctrina es inmutable y las diferencias doctrinales son claras, no hay punto medio que no sea herético.

Esta visión del ecumenismo es inviable.  Los protestantes rompieron doctrinalmente con la Iglesia Católica, no en algunos detalles menores sino en los fundamentos mismos.  Por ejemplo, el que los protestantes no crean en la transubstanciación es una diferencia insoslayable.  No hay un lugar de encuentro intermedio.  El único lugar de encuentro posible es el seno de la Iglesia Católica.

Esto abre otra visión del ecumenismo, que es facilitar su vuelta.  Facilitar su vuelta con la oración por la conversión de los protestantes y ortodoxos (no por la «unión de las iglesias»). También se puede facilitar con cambios administrativos o de disciplina. Se están haciendo cosas en este sentido.  Por ejemplo, los pastores anglicanos que se conviertan al catolicismo, tienen muchas facilidades para ordenarse como sacerdotes católicos.  Y si estaban casados, siguen casados (recordemos que esto es cuestión de disciplina, no de doctrina).  Gracias a esto (y otras excepciones) hay comunidades enteras de anglicanos que se han convertido en parroquias católicas. Esta es una victoria del ecumenismo.

Y este es el único camino posible de conseguir la unidad de los cristianos: hay que atraerlos hacia el catolicismo con la oración y el apostolado y facilitarles su conversión con cambios administrativos y de disciplina. No hay otro camino porque no nos podemos mover ni un pelo en cuestiones doctrinales.

Si, como yo, quieres la unidad de las Iglesias cristianas, estudia la doctrina católica para poder defender tu fe ante ellos y convencerles de sus errores y reza por su conversión. Pero no te muevas hacia ningún “punto intermedio” doctrinal. A menos que quieras unirte a ellos en la herejía.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Agua bendita

A principio de los '80 desapareció el agua bendita de las iglesias. Al menos aquí en Mallorca, aunque imagino que en otros sitios pasó lo mismo. El motivo que dieron era de higiene: los drogadictos usaban las pilas de agua bendita para limpiar sus jeringuillas. Pero más que un motivo parece una excusa, ya que a los pocos años, con la aparición de los programas de intercambio de jeringuillas, la causa desapareció, pero el agua bendita no volvió. Y perdimos todos la costumbre de purificarnos antes de entrar en el templo.

Yo creo que el motivo real de la desaparición del agua bendita es la de tantas otras cosas: la perdida el sentido de lo sagrado. Así, para muchos católicos (sacerdotes inclusive) el agua bendita ya no te ayuda a atraer la gracia de Dios y no te purifica y el tomarla y santiguarse al entrar en la iglesia se convierte para ellos en poco más que una superstición.  Y por otro lado, consideran las iglesias mismas como meros edificios, donde puede haber conciertos de música profana, o cenas, o sirve de albergue de gente incluso no cristiana (no me invento nada) y por lo tanto no ven el sentido a purificarse para entrar en ellas. 

Por suerte esta visión blasfema está en retirada (aunque no del todo: hace unos días en la Catedral de Ceuta se rindió homenaje a un dios hindú) y el agua bendita vuelve a las pilas de las entradas de las iglesias de Mallorca. Aunque aún tenemos que volver a coger la costumbre de purificarnos (yo me olvido a menudo). 

Pero el agua bendita sirve para más que para santiguarse cuando entramos en lugar sagrado. El agua bendita es agua bendecida por un sacerdote mediante un rito concreto. Es un agua sagrada. La podemos considerar una extensión del agua del bautismo, que nos hizo cristianos. Nos prepara para recibir la gracia de Dios, retrasando o eliminando los obstáculos que impiden la acción divina.  También ahuyenta al demonio.

Deberíamos volver a la costumbre de tener agua bendita en las casas. Antes se solía tener una benditera a la entrada, donde poner agua bendita y santiguarte al entrar y salir. O la tenían en una pequeña botella de agua bendita y la llevaban consigo. La benditera no la he puesto, pero sí llevo conmigo siempre mi botella de agua bendita. 

No hace milagros por sí sola (es sagrada, no mágica). La podemos considerar más bien un potenciador: ayuda a ponernos en presencia de Dios y que así nuestras oraciones sean más profundas; reduce las distracciones; favorece que nuestras acciones estén guiadas por Dios; ahuyenta el maligno protegiéndonos cuando nuestra alma está más débil (por ejemplo cuando estamos enfermos o por la noche cuando dormimos). Puedes usarla en ti, típicamente santiguándote, y también asperjar tu cama o tu casa, aunque yo prefiero hacer con ella una señal de la cruz en la puerta o en la almohada.

Compra una botella bonita, llénala de agua y llévala a tu párroco para que te la bendiga. Úsala, encomendándote a Dios,
  • al levantarte, antes de tus oraciones matutinas;
  • antes de empezar a conducir o empezar el viaje al trabajo;
  • al iniciar cualquier tarea, especialmente si es importante o delicada;
  • al orar antes de las comidas;
  • al acabar tu trabajo y volver a casa;
  • en tu examen de conciencia y oración antes de irte a dormir. 
Recuerda que el agua bendita es sagrada, no mágica: no hará nada por sí misma, pero eliminará obstáculos, amplificará tus esfuerzos y ayudará a dirigir tus acciones hacia Dios. No es de efecto inmediato (al menos en mi caso no lo ha sido). Pero si tienes fe, con el tiempo la notarás.


lunes, 4 de septiembre de 2017

Música sacra o simplemente bonita

Nota: Yo he tocado la guitarra y la flauta dulce y he cantado en coros parroquiales durante años. Lo que escribo es desde la experiencia, el entendimiento y la culpa. Hay dos excelentes entradas sobre el tema escritas por Sonia Vazquez, una organista que sabe mucho más de esto que yo: Lo profano no forma parte de la música litúrgica y Me duele el alma por la música en nuestras iglesias.


El párroco de hace un par de párrocos (nos los cambian con mucha frecuencia últimamente) nos ponía como música ambiental durante la misa música “de ascensor” y canciones folclóricas. Yo le llevé unos CD de música sacra, pero no me hizo mucho caso. Una vez que nos puso Over the rainbow del mago de Oz no pude más y fui al acabar la misa a decirle que eso era muy inadecuado. «Pero es bonita» me contestó.

De esta respuesta se deduce que para él el objetivo de poner música en la liturgia era hacernos pasar un rato agradable y entretenernos. La música litúrgica no es para eso, sino para ayudar a elevar nuestras almas hacia Dios.

La semana pasada tuvimos una celebración en la Adoración Eucarística de la que soy adorador. Había un coro acompañado de dos guitarras. Tocaron y cantaron muy bien. Otra vez música bonita. Una de las canciones era una típica balada romántica italiana. Pensé que si la tocaran en una verbena, como música “de agarrado”, encajaría perfectamente. Y entonces me di cuenta que no sólo la música, sino que también la letra encajaría perfectamente en la verbena: estaba llena de frases del estilo «Nadie te ama como yo», «Tú me llenas de gozo» «Gracias a ti me siento vivo». Decidí fijarme en la letra para ver cuántas frases chirriarían si se cantara en la hipotética verbena. Ninguna. Cierto que había un «mi Dios», pero cambiándolo por un «mi amor» ya teníamos una canción para Los 40 Principales. Repetí el estudio en la siguiente canción. Casi idéntico resultado. Esas canciones, simplemente bonitas, no eran adecuadas para una misa.

Yo era niño-joven cuando hubo la revolución de música litúrgica con los coros de jóvenes que aporreábamos guitarras (alguno había que sabía tocar bien, pero eran pocos). Cualquier melodía que nos sonaba novedosa, generalmente pop y folk americano, iba bien para ponerle letra y cantarla en misa. No preocupaba ni poco ni mucho de qué iba la canción original. El caso que más me reconcome es una canción en catalán a la que le han puesto la letra del Salmo 50, el “miserere” (Pietat oh Deu, vos que sou bó). La canción original, titulada The banks of the Ohio,  es de un hombre que pide a una mujer que se case con él y cuando ella le dice que no, la mata. Es un lamento, pero no de arrepentimiento, sino de terror: «She cried “oh Willy don't murder me, I'm not prepared for eternity!"» («Gritó “¡oh Willy, no me mates, no estoy preparada para la eternidad!»). Quizá sea cosa mía, pero cada vez que la oigo noto la perversión del asesino en la melodía. Me niego a cantarla con la letra catalana.

El objetivo de la música en la liturgia es ayudarnos a elevar nuestras almas hacia el Señor. Una balada romántica no cumple con este requisito. Una canción roquera tampoco. Incluso diría que un espiritual negro, tampoco. Al menos no en Europa.

A menudo dicen que esto es debido al Vaticano II. Yo creo que es de falta de gusto y formación tanto musical como litúrgica. En uno de los primeros coros en los que toqué, formado todo por chavalillos de 25 años o menos, teníamos libertad absoluta para tocar y cantar lo que quisiéramos. Si sabes más de media docena de acordes o te gusta cantar, y vas a misa de tanto en cuanto, ya estás capacitado para tener voz y voto en la dirección del coro. Y esto era más la norma que la excepción.

No hay solución fácil. No podemos poner una persona con buenos conocimientos de música y liturgia en cada parroquia.  Sobre todo porque no las hay. He estado meditando estos días y quisiera proponer cuatro normas, fáciles de cumplir, y que creo mejorarían la música en nuestras celebraciones:
  • Una persona que no va a misa habitualmente, no puede formar parte del coro (y mucho menos dirigirlo)
  • Si la música no ha sido compuesta explícitamente para la liturgia, tanto letra como música, no debe tocarse (esto incluye la música ambiental que se pone antes o durante la misa)
  • Si una canción no queda mejor acompañado de órgano que de guitarra, no debe tocarse (es permisible usar una guitarra si no se dispone de órgano u organista)
  • Si un gran porcentaje de la letra de la canción podría ser parte de una canción profana, no debe cantarse
¿No va a ser muy difícil encontrar música que cumpla estos criterios? No. Hay mucha música tradicional (no necesariamente gregoriana) que cumple los criterios. Por ejemplo Cantemos al amor de los amores, o el Salve, Madre. Y si alguien piensa que son anticuallas, que las oiga cantar en alguna iglesia, verá que se canta con más devoción que todas las canciones “modernas” juntas. Y si las escucha sin prejuicios verá que quizá no sean bonitas, pero son hermosas.

También se pueden cantar canciones modernas de corte tradicional, como el Anima Christi de Marco Frisina. Incluso hay canciones de los denostados 70 que se salvan, como varios salmos de Manzano (me gusta particularmente el 114: Alma mía, recobra tu calma), o alguna obra de Palazón, como el Santo o el canto de entrada Alrededor de tu mesa. Y naturalmente están todos los cantos de Taizé.

Y podemos escoger canto gregoriano, como el Regina coeli o el Pange lingua. Es más, ¿por qué no puede volver a ser parte de nuestro repertorio la maravillosa Missa de Angelis? Mi madre aún sabe cantarla.

Cualquiera de estos cantos nos elevaría hacia Dios mucho más que lo que hemos estado cantando los últimos 50 años. Que es de lo que se trata.




sábado, 2 de septiembre de 2017

El artículo del Cardenal Sarah sobre los LGTB

El pasado 31 de agosto salió publicado en el Wall Street Journal un artículo del Cardenal Robert Sarah sobre cómo debe acoger la Iglesia a los miembros del LGBT. Como siempre, es mejor leer el original en inglés, pero para aumentar la difusión de este precioso e importante artículo, lo he traducido y lo presento a continuación.

El cardenal Sarah pone como ejemplo a un homosexual americano, Daniel Mattson. También los hay hispanos. Por ejemplo, el mexicano Rubén García. Podéis encontrar charlas suyas en YouTube y es el protagonista del gran documental de Juan Manuel Cotelo Te puede pasar a tí (cap 2). Los 10 primeros minutos del documental están en YouTube.


Como pueden los cristianos acoger a seguidores del LGBT
Cardenal Robert Sarah

La Iglesia Católica ha sido criticado por muchos, incluso algunos de sus propios miembros, por su respuesta pastoral a la comunidad LGBT. Esta crítica merece una respuesta –no para defender reflexivamente las prácticas de las Iglesia– sino para determinar si, como discípulos del Señor, estamos contactando adecuadamente a un grupo necesitado.  Los cristianos siempre debemos esforzarnos para seguir el mandamiento nuevo que Jesús nos dio en la Última Cena: «amaos los unos a los otros como Yo os he amado».

Amar a alguien como Cristo nos ama significa amar a esa persona en la verdad.  «Pues para eso nací» le dijo Jesús a Poncio Pilato, «para ser testigo de la verdad».  El Catecismo de la Iglesia Católica refleja esta insistencia en la honestidad, afirmando que el mensaje de la Iglesia al mundo debe «revelar con toda claridad el gozo y las demandas del camino de Cristo».

Aquellos que hablan en nombre de la Iglesia deben ser fieles a las enseñanzas inmutables de Cristo, porque sólo a través de vivir armoniosamente con el diseño creativo de Dios puede encontrar la gente la plenitud profunda y permanente.  Jesús describió su propio mensaje en estos términos, diciendo en el Evangelio de Juan: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado».  Los católicos creemos que, bajo la guía del Espíritu Santo, la Iglesia saca sus enseñanzas a partir de las verdades del mensaje de Cristo.

Entre los sacerdotes católicos, uno de los críticos más locuaces del mensaje de la Iglesia con respecto a la sexualidad es el Padre James Martin, un Jesuita americano.  En su libro Building a bridge (Construyendo un puente), publicado este año, repite la crítica habitual que los católicos han sido injustamente críticos con la homosexualidad a la vez que han descuidado la importancia de la integridad sexual entre sus miembros.

El Padre Martin con razón dice que no debería haber una doble moral en lo que respecta a la virtud de la castidad, que, exigente como puede ser, es parte de la Buena Nueva de Jesucristo para todos los cristianos.  Para los no casados –independientemente de sus atracciones– la castidad fiel requiere abstenerse de tener relaciones sexuales.

Esto puede parecer una norma muy dura, especialmente hoy en día.  Pero sería contrario a la sabiduría y bondad de Cristo exigir algo que no puede conseguirse.  Jesús nos llama a esta virtud porque ha hecho nuestros corazones para la pureza, de la misma forma que ha hecho nuestras mentes para la verdad.  Con la gracia de Dios y nuestra perseverancia, la castidad no sólo es posible, sino que también se convertirá en la fuenta de la verdadera libertad.

No hay que buscar mucho para encontrar las tristes consecuencias del rechazo al plan de Dios para la intimidad y amor humanos.  La liberación sexual que el mundo promueve no cumple con sus promesas.  Más bien la promiscuidad es la causa de tanto sufrimiento innecesario, de corazones rotos, de soledad y del uso de otros como medios para la gratificación sexual.  Como madre, la Iglesia busca proteger a sus hijos del mal del pecado, como expresión de su caridad pastoral.

En sus enseñanzas sobre la homosexualidad, la Iglesia guía a sus seguidores diferenciando sus identidades de sus atracciones y acciones.  Primero tenemos a la gente misma, que siempre son buenos pues son hijos de Dios.  Después tenemos las atracciones hacia otros del mismo sexo, que no son pecaminosos si no son perseguidos o llevados a cabo, pero que aún así son contrarios a la naturaleza humana.  Y finalmente tenemos las relaciones sexuales con gente del mismo sexo, que son pecados graves y dañinos para el bienestar de aquellos que incurren en ellos.  Debemos a la gente que se identifica como miembros de la comunidad LGBT esta verdad en caridad, especialmente desde los clérigos que hablan en nombre de la Iglesia sobre este tema complejo y difícil.

Es mi oración que el mundo finalmente preste atención a las voces de los cristianos que sienten atracción hacia gente de su mismo sexo y que han descubierto la paz y el gozo de vivir en la verdad del Evangelio.  He sido bendecido en mis encuentros con ellos y su testimonio me conmueve profundamente.  Yo escribí el prólogo de uno de estos testimonios, el libro de Daniel Mattson Why I don’t call myself gay: how I reclaimed my sexual reality and found peace (Por qué no me considero gay: como reclamé mi realidad sexual y encontré la paz), con la esperanza de hacer que tanto su voz como otras similares se oigan más.

Estos hombres y mujeres son testigos del poder de la gracia, la nobleza y capacidad de adaptación del corazón humano y de la verdad de las enseñanzas de la Iglesia sobre la homosexualidad.  En muchos casos han vivido alejados del Evangelio por algún tiempo pero se han reconciliado con Cristo y su Iglesia.  Sus vidas no son fáciles ni sin sacrificio.  Sus inclinaciones homosexuales no han sido conquistadas.  Pero han descubierto la belleza de la castidad y de amistades castas.  Su ejemplo merece respeto y atención, pues tiene mucho que enseñarnos sobre cómo mejor acoger y acompañar a sus hermanos y hermanas en la auténtica caridad pastoral.