domingo, 19 de marzo de 2023

Sobre el futuro papel de los laicos en la Iglesia (1)

En una entrada reciente reflexionaba sobre el cambio de modelo que deberá dar la Iglesia en un futuro sospecho que cercano. El papel de las personas ordenadas va a cambiar y también el papel de los laicos. ¿Cómo va a ser este nuevo papel de los laicos? Yo no lo sé, ni creo que lo sepa nadie, pero dado que yo he colaborado en parroquias y centros desde siempre –de niño ya leía en las misas del colegio–, que lo he sino en parroquias y centros de 4 diócesis en 2 países y que he hecho de todo, tengo algo que decir. Quizá no tenga ideas valiosas, pero tengo muchos años de experiencia y he visto y vivido mucho. En esta serie de entradas voy a exponer algunas cosas a hacer, y otras a evitar, al ir remodelando el papel de los laicos en las parroquias y centros. Lo centraré en varios aspectos concretos. En esta entrada hablaremos del reclutamiento y la formación y en entradas posteriores tocaremos otras cuestiones.

Reclutamiento. No he visto nunca un llamamiento en ninguna parroquia pidiendo lectores, acólitos o miembros del coro. El proceso de reclutamiento que he visto usar más a menudo es algo así. Un domingo se te acerca el cura o el monitor o alguien conocido y te dice “El lector de la primera lectura no ha venido. ¿Podrías leer tú?” Quizá es algo que te gustaría hacer, o quizá no, pero ante la emergencia, y como tienes buena voluntad, dices que sí. A la semana siguiente se te vuelven a cercar y te dicen: “Haces la primera?” A la siguiente ya no se acercan, sino que de lejos te dicen “¡La primera!” Y si a la semana siguiente por lo que sea no vas a la misa de siempre, la siguiente vez que te ven te dicen “Si no vas a venir tienes que avisar y si es posible buscar un sustituto para tu lectura”.  Y te das cuenta que, sin que nadie haya pedido tu opinión, has pasado de hacer un favor a tener una obligación y responsabilidad. 

Este procedimiento puede ser “efectivo” en el sentido que captas a más gente y que sólo reclutas a gente de confianza, pero más parece una trampa y el reclutado se siente engañado. No son formas de hacer las cosas y a la larga acabas quemando a muchos. Además da lugar a una sensación entre la gente de que el grupo de colaboradores es un grupo cerrado al que sólo se entra por invitación selecta. Y esto puede parar a muchos.

Debe crearse un procedimiento de reclutamiento. Puede ser un llamamiento a principio de curso o tener un cartel a la entrada en el que se indique a quién acudir si se quiere ser laico colaborador o algún otro método. Un miedo que previene el uso de este llamamiento general es, cómo me han dicho a veces, “¡Vete tú a saber quién te va a venir!” Pero eso sólo es un problema si aceptas a todos los que aparezcan. En el procedimiento de reclutamiento tiene que haber un proceso de selección. Y eso está relacionado con el siguiente punto: la formación.

Formación.  En este momento la formación es nula. Se parte de la idea falsa de que, por ejemplo, si sabes leer, ya tienes todos los conocimientos que necesitas para ser lector. Pero es aún peor. Un sacerdote me pidió una vez presidir una celebración de la palabra. Cuando le pedí que me explicara lo necesario para hacerlo bien, no me lo supo decir. Al final tuve que ir buscando por Internet y hacerme mi propia rúbrica. No sé si es completamente correcta, y hay muchos detalles que desconozco. Por ejemplo, no sé si un laico puede hacer una homilía o sólo lo puede hacer una persona consagrada. Si a esto añadimos la falta de formación general que hay desde hace décadas, resulta que la formación es posiblemente la cuestión más grave a resolver si queremos que los laicos colaboren (para bien) en la Iglesia.

¿Cómo se consigue esta formación? Uno de los problemas es la gran variedad de carismas: hay catequistas, lectores, monitores, acólitos, Ministros Extraordinarios de la Sagrada Comunión, coro… El párroco no tiene conocimientos para formar tanta variedad. Bueno, ni el párroco ni nadie. Sugerí en la entrada anterior que las conferencias episcopales podrían crear cursos con documentos y videos, que después los párrocos podrían utilizar para formar a sus laicos.

Un aspecto fundamental es que esta formación debe ser obligatoria. Ahora, la poca formación que hay es voluntaria, incluso para ministerios importantes. Por ejemplo, yo soy Ministro Extraordinario de la Sagrada Comunión. La formación consistió en una conferencia de unas dos horas. De los seis “candidatos” de mi parroquia, creo que fui el único que fue. Pero nos dieron el nombramiento a todos. Eso no puede ser.

Otro aspecto es que la formación debe ser seria. No basta una conferencia en la que un sacerdote divague durante dos horas, como fue el mencionado cursillo del Ministro de la Sagrada Comunión. No hay que exagerar: no ha de ser un máster de dos años. Pero tampoco puede no ser nada. Hay que encontrar un buen equilibrio. Dada la penosa situación de partida, quizá se debiera empezar con el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, y después seguir con unos pocos documentos, los más relevantes, adecuados a cada carisma. Y acabar con un examen que hay que aprobar. 

¿Pero por qué uno que sólo quiere cantar en misa tiene que aprenderse el Catecismo, algunas partes del Sacrosantum Concilium, y algunas cosas más? Porque el coro no está “simplemente cantando”: cantar en misa no es lo mismo que cantar en una fiesta del barrio. En misa no se está cantando sino que se está alabando a Dios. Y ayudando a los fieles a unirse en alabanza a Dios. Y si no sabes quién es Dios, ni qué es la misa, ni lo que estás haciendo, no puedes llevar a cabo esta labor. He leído recientemente un excelente artículo donde explica lo que es realmente participar en la liturgia. Simplemente cantar, o leer, es una mera actividad que degrada la liturgia. Por eso todos deben estar especialmente formados. 

Además, esta es la parte de selección mencionado en el apartado de reclutamiento. Si alguien quiere ser lector pero no tiene los conocimientos y actitud adecuadas, aquí se le dará. Y si quiere ser lector por algún motivo que no es para ayudar a caminar hacia Dios –para sentirse importante, por ejemplo– aquí se les apartará.

Alguno pensará que si exigimos formación nadie querrá ser colaborador de la parroquia. Puede ser, pero por un lado creo que es peor tener un mal lector, que no quiere dedicar un tiempo y esfuerzo moderado para hacer bien su labor, que no tener lector alguno. Por otro lado, es mi experiencia que el poner unas condiciones adecuadas de entrada no detrae a nadie valioso, sino todo lo contrario: añade valor a la labor y a la posición. Acaba atrayendo más que detrayendo.

Naturalmente, no se puede incorporar esta formación de golpe. Decirle a lectores que llevan 15 o 20 años leyendo en misa que tienen que estudiarse estos documentos, pasar un examen si no quieren que se les eche es violento, cruel y contraproducente. Pero sí que hay que introducir la formación, quizá de forma voluntaria al principio. Y de forma continua. Por ejemplo, cada trimestre, añadiendo nuevos aspectos. Y si un lector habitual no viene nunca, se le puede hacer alguna indicación, para irle atrayendo.

Por hoy ya basta. En la próxima entrada empezaré hablando de la “alimentación” que se debe dar a los laicos colaboradores.

domingo, 12 de marzo de 2023

La doctrina católica es natural, no positiva

Existen dos visiones del derecho. Una es el derecho natural, que presupone que todos tenemos de forma natural el concepto de lo que es bueno y malo, justo e injusto. Esta concepción natural que todos tenemos pone límites a lo que el legislador puede hacer: debe someterse a los principios del derecho natural para no crear leyes inicuas, malvadas o injustas. 

La segunda visión del derecho se conoce con el nombre de derecho positivo. Según esta visión las leyes son acuerdos arbitrarios entre los miembros de la sociedad. El legislador no tiene límite alguno y mientras se cumplan los procedimientos y el legislador sea legítimo, puede hacer lo que quiera. 

Esta segunda visión es la que fundamenta de forma exclusiva el derecho de la sociedad occidental. Los parlamentos pueden crear cualquier ley que quieran y vemos cómo se están aprobando leyes que permiten cosas que hace 10 años se considerarían abominaciones. 

La visión del derecho de la Iglesia católica es natural: Dios ha incorporado al alma del hombre las concepciones fundamentales de lo que es bueno y mal, justo e injusto. Tenemos además la Revelación –por ejemplo los Diez Mandamientos– pero incluso sin esto todos sabemos diferenciar entre el bien y el mal. Podemos decidir no seguir esta inclinación que Dios nos ha dado, e incluso con el tiempo podemos acallarlo completamente, pero lo tenemos. 

La Doctrina de la Iglesia Católica no es un código de derecho, pero lo podemos encuadrar dentro del derecho natural. Es realmente un caso extremo, pues hemos recibido no un concepto de bien o justicia, a partir del cual elaboramos el código de derecho, sino que a través de la Revelación hemos recibido toda la Doctrina. Lo que pasa es que no lo hemos recibido como un código explícito y completo y por lo tanto a lo largo de los siglos la Iglesia lo ha ido formalizando.

Por ejemplo, en los primeros siglos los fieles se fueron haciendo preguntas sobre Jesucristo, sobre su relación con Dios Padre, o como se conjuga su naturaleza humana y divina, o si tenía dos voluntades o sólo una. Poco a poco, con mucho estudio, oración y discusiones se fue formalizando que es completamente Dios y completamente hombre, que es una sola persona, pero con dos naturalezas y dos voluntades. Y así todo. Lo importante es recordar que la Iglesia no creó la Doctrina, sino que la recibió de Dios y la fue formalizando. La Doctrina se recoge en el Catecismo, catecismos que se han ido reformulando, no para cambiar la esencia de la Doctrina, sino para adecuarlos al lenguaje y responder a las preguntas que más preocupaban de cada momento. Ningún catecismo contradice a ningún otro, pues la Doctrina es inalterable. En una entrada anterior explico esto en más detalle.

En esa misma entrada describo mi preocupación y tristeza al oír a sacerdotes, obispos e incluso cardenales declarar que debe cambiarse la Doctrina. Es lo que llamo una metaherejía, pues es que vaya contra algún punto de la Doctrina católica, sino que rechaza el concepto mismo de doctrina. Desgraciadamente esta es una preocupación que no cesa, pues las peticiones de cambio por parte de sacerdotes, obispos e incluso cardenales siguen acumulándose.

Meditando sobre ello hace unos días tuve la idea de que quizá lo que pase es que los que piden estas modificaciones creen que el derecho positivo es la única forma posible de derecho. Esto no significa necesariamente que crean que la Doctrina es creada por los hombres: se puede tener esta visión positiva incluso si pensamos que el “legislador” es Dios. Y parece que esa es la idea que tienen, pues vemos en las declaraciones en donde dicen que el Espíritu Santo, a través del Sínodo de la Sinodalidad, nos indicará qué cambios que se deben realizar.

Pero esta forma de pensar contiene un error fundamental.  Cojamos la vida homosexual activa (que no debe confundirse con atracción hacia el mismo sexo). En las Escrituras, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se describe como una abominación y en el Catecismo de la Iglesia Católica actual se considera  un acto intrínsicamente malo y un pecado grave. Pero si en el futuro cercano esto se revirtiera y la actividad homosexual dejara de considerarse pecado, eso quiere decir que no es bueno ni malo –si fuera malo ¿cómo es que no es pecado ahora?, si bueno, ¿cómo es que lo era antes?– y que Dios, arbitrariamente, lo proclamó un pecado grave entonces, y ahora, arbitrariamente otra vez, no lo considera siquiera un pecado. Sin motivo alguno salvo su arbitrio, lo que antes era gravemente castigado ahora es bendecido. Es decir, Dios sería un tirano cruel.

Se puede argumentar que, pecado grave o no, nunca había castigo por la acción, pues Dios perdona a todo el mundo y no castiga a nadie. Hace 5 años escribí una entrada en 3 partes rechazando argumentadamente esta idea. Además, Dios seguiría siendo un tirano, sólo que ahora no sería cruel, sino caprichoso y bobo. No sé qué es peor.

Vamos, que si miramos la Doctrina Católica desde el punto de vista de derecho positivo, nada tiene sentido.

En cambio, si lo miramos desde el punto de vista del derecho natural, todo se vuelve obvio. O al menos yo lo veo obvio. Quizá sea porque he sufrido las consecuencias de estar en pecado mortal. Pongamos una analogía. Supongamos que fumas varios paquetes de cigarrillos al día. Un día vas al médico y te diagnostica con un cáncer de pulmón. El médico no te ha “castigado” con un cáncer de pulmón, sino que es la consecuencia de tus actos. 

Digamos que eres, como yo lo era, un adicto a la pornografía. Al cabo de un tiempo tu alma está muy seriamente dañada, casi moribunda. Vives –y haces vivir a tu familia– en un infierno. No es que Dios te haya castigado dañando tu alma y destrozando tu vida, sino que es la consecuencia de tus actos. Lo que Dios sí puede hacer es liberarte milagrosamente de tu adicción y sanar tu alma. Y por eso le estaré eternamente agradecido.

Y de la misma manera que no porque un congreso de médico declare al tabaco bueno y saludable van a desaparecer los cánceres de pulmón, no porque sacerdotes, obispos e incluso cardenales declaren que la pornografía o la homosexualidad o el adulterio dejan de ser pecado grave van a dejar de dañar gravemente las almas de los que cometen los pecados. No es que la pornografía mate tu alma porque es pecado, sino que es pecado porque mata tu alma.

Lo que es pecado y no no es una cuestión “natural” y no de convenio y por eso no puede cambiarse: lo que daña tu alma es pecado y lo que la pone en peligro de muerte es pecado mortal. Y ninguna declaración ni ningún documento va a cambiar la naturaleza de tu alma. Y por eso me preocupa y entristece tanto las declaraciones que estamos oyendo. ¿Y qué podemos hacer? El obispo J. Strickland, de Tyler, Texas nos da la clave en un tweet reciente

It is critical that faithful Catholics study their faith & resist attempts by priests, bishops or even cardinals to introduce heretical ideas. The Bible, the Catechism & the magisterial teachings of the Church are sources of the deposit of faith that all the baptized should know.

(Es crucial que los Católico fieles estudien su fe y resistan los intentos de sacerdotes, obispos e incluso cardenales de introducir ideas heréticas. La Biblia, el catecismo y las enseñanzas magisteriales de la Iglesia son las fuentes del depósito de la fe que todos los bautizados deben conocer.)

Como escribí en una entrada de ya hace tiempo:  “¿Qué hacer si tu párroco, tu obispo o Roma te confunden y te alteran? Es muy fácil: no les escuches.” En vez de eso, como dice el Obispo Strickland, estudia tu fe. Es triste que sea así, pero eso son los tiempos que corren.


miércoles, 1 de marzo de 2023

El milagro del Padre Malaquías

Uno de mis novelistas favoritos es Bruce Marshall. Es un novelista católico no sólo en el sentido de que la moral de sus novelas sigue la moral católica –como es el caso de Tolkien o Chesterton– sino que los protagonistas de sus novelas son curas y monjas, la vida litúrgica y religiosa de sus personajes es parte importante de la trama y el objeto de sus novelas es explorar algún aspecto de la vida o la doctrina católica. En una entrada anterior expuse cómo me gusta su humor y su ternura y lo fácil que te es identificarte con los personajes, pues las dudas, motivaciones, argumentaciones y resquemores de ellas son las mismas dudas, motivaciones, argumentaciones y resquemores nuestras.

La primera novela de éxito de Bruce Marshall fue Father Malachy's miracle (El milagro del Padre Malaquías). No está en imprenta, pero la conseguí de segunda mano a buen precio a través de IberLibro. La premisa del argumento es genial. El P. Malaquías es un monje benedictino, humilde y lleno de amor de Dios, que va destinado por unos meses a una parroquia de Edimburgo para enseñar liturgia, y en particular canto gregoriano, al Canónigo Collins, su párroco, y sus dos sacerdotes ayudantes. Al poco de su llegada entabla conversación con el pastor anglicano de la iglesia de enfrente y descubre que es una persona muy moderna que cree mucho más en la ciencia que en la religión. En particular no cree en los milagros. No sólo en los milagros de la Edad Media, no cree ni en los milagros de los Evangelios, que considera que son debidos a la “desbordante imaginación Oriental”. Justo en ese momento pasan una serie de casualidades y esto da lugar a que el P. Malaquías anuncie al incrédulo pastor que él va a realizar un milagro: va a hacer que El Jardín del Edén, el salón de baile que hay calle abajo, que es un escándalo para el barrio, se traslade a cualquier lugar del mundo que el pastor indique. Quedan para la noche siguiente a las 11:30 para realizar el milagro. Al día siguiente se reúnen puntualmente ante el salón de baile el pastor, el P. Malaquías y los consternados sacerdotes de la parroquia. El pastor indica que quiere que trasladen el edificio al Bass Rock (un islote en la costa escocesa). El P. Malaquías y los sacerdotes se ponen a rezar y el edificio se levanta y desaparece para ir al Bass Rock, donde se asienta suavemente.

A partir de aquí empieza el meollo de la novela, que son las reacciones de la gente. El P. Malaquías realizó el milagro, y así lo repite una y otra vez, para convencer a la gente del poder de Dios, de que la Iglesia Católica es la Iglesia verdadera y conseguir la conversión de la gente y la salvación de sus almas. Está seguro de que ante tamaño milagro, hecho a la vista de todos y ante testigos, la gente no iba a poder tener otra reacción que alabar a Dios y correr hacia Él. Pero no es así. La descripción de las reacciones son geniales: te las crees porque son las que has visto, has vivido o has sentido tú mismo. Por ejemplo, tenemos al obispo, que no está contento porque no le han avisado con antelación que tenían previsto hacer un milagro y cuya preocupación mayor es “¿qué va a pensar el Papa?” El pastor anglicano no cree que haya sido un milagro y está seguro que la ciencia acabará explicando qué es lo que realmente ha pasado. Además, ha sido una forma “muy poco británica” de hacer las cosas. Los que estaban dentro del salón de baile tampoco creen que haya sido un milagro y están es muy enfadados porque han tenido grandes problemas para volver a Edimburgo y han perdido un día de trabajo. Un empresario lo considera una gran oportunidad de hacer dinero y acude al P. Malaquías para conseguir los derechos para hacer una película. Finalmente aparece un cardenal,  delegado del Papa, que hace saber que esta no está beneficiando en nada a Roma. Explica que quizá en cien años lo declaren un milagro pero que en estos momentos lo que hay que hacer es echar tierra sobre el asunto y no hablar de ello. 

El P. Malaquías está desolado. El había hecho el milagro para convertir a los incrédulos, demostrar que Dios es más importante que la ciencia, desmontar el materialismo moderno y así conseguir la conversión de las gentes y la salvación de sus almas. Y lo que ha pasado es todo lo contrario. Al final de la novela en una conversación con el canónigo, entiende por qué Dios ha permitido todo esto:

– No culpo a nadie más que a mí mismo, que fui lo suficientemente presuntuoso para creer que podía curar con una explosión de fuegos artificiales celestiales lo que veinte siglos de santas vidas católicas no han podido remediar. Debemos obedecer, Canónigo, no hay otro camino. La obediencia, como sabe, es la regla suprema que la Iglesia Católica impone a todos sus hijos.
[…]
– Pero, Padre, el mismo Dios Todopoderoso ha permitido que usted realice el milagro. No puede escaparse de eso. ¿Por qué permitiría que trasladara el Jardín del Edén si no fuera para avanzar hacia sus propios fines sobrenaturales?
– Quizá me permitió hacerlo para demostrar que, en el fondo, sus medios ordinarios son los mejores. […] Es ciertamente un milagro que el Jardín del Edén esté en el Bass Rock; pero es asímismo otro milagro que la mayoría de la gente se nieguen a creer que es un milagro. No, Canónigo, Dios Todopoderoso ha querido enseñarme una lección, y debo decir que lo ha hecho concienzudamente.

Y este es el mensaje de la novela. Por un lado, deseamos como el P. Malaquías, que un milagro resuelva nuestros problemas. Quizá no un milagro espectacular, pero sí pequeños milagros: que Fulanito, que me cae tan mal, deje de darme la lata. O que se resuelvan solas las malas relaciones con mi cuñada o mi hijo. No hemos de esperar un milagro, sino usar los medios ordinarios –la oración, los sacramentos y la penitencia– para conseguirlo. 

Y por otro lado, somos incrédulos ante los milagros. Ante cualquier indicio de intervención divina seguimos el mismo razonamiento que los personajes de la novela: Si esto es un milagro tendría que cambiar mis creencias y mi forma de vida; no quiero cambiar mis creencias y mi forma de vida; luego esto no es un milagro. Preferimos pensar que Dios no interviene en el mundo, que está detrás de una nube durmiendo una siesta y así yo puedo guiarme a mí mismo y seguir mis inclinaciones. Ni siquiera queremos creer el mayor milagro de todos, que es la Eucaristía, y así no nos arrodillamos en la consagración.

Bruce Marshall escribió El milagro del P. Malaquías en 1931, hace casi 100 años. Pero te llega muy dentro porque el problema que trata es atemporal: preferimos ser diosecillos, que seguir a Dios. Exactamente el pecado que cometieron Adán y Eva.