Hace unos días estaba discutiendo la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27) con mi hijo. Me preguntó por qué Dios era tan duro con el que enterró el talento: no lo malgastó, no lo perdió, se lo devolvió intacto. ¿A qué el enfado y el castigo? Para profundizar en esta enseñanza de Jesús apliquemos el método de meditación que explico en una entrada anterior que consiste básicamente en pensar qué otras cosas podría haber dicho Jesús, y no dijo.
En la parábola se nos presentan dos actitudes de los siervos: los que negocian los talentos y obtienen beneficios, y el pusilánime que lo esconde y no obtiene nada. Hay dos casos más, bastante obvios, que Jesús decide no incluir: el, corrupto, que se gasta los talentos en su propio beneficio, y el desventurado, que negocia los talentos pero los pierde, ya sea por mala suerte –digamos que pierde toda lo cosecha en una riada– o incluso por incompetencia. ¿Por qué Jesús no incluye estos dos casos, que se le ocurren a cualquiera?
Fácilmente se ve que el caso del corrupto no es necesario explicarlo, ya que si el pusilánime provoca la ira de su Señor, mucho más lo provocaría el corrupto. Por lo tanto queda claro lo que pasa con este caso. Pero, ¿y el desventurado? ¿Por qué no está?
La conclusión a la que yo he llegado es que el desventurado no está porque no existe. Esto está emparentado con Mt 10, 39: El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10, 39): si escondes el talento, lo perderás, pero si lo negocias, lo ganarás. Es decir, si de buena fe negocias los talentos que Dios te ha dado, no puedes perderlos, sólo puedes ganar. Naturalmente, estamos hablando de ganancias sobrenaturales. Desde el punto de vista mundano, sí que puedes perder. que se lo pregunten a los mártires.
Por lo tanto, de esta meditación sobre la parábola, vemos que nos enseña dos cosas. Una es fácilmente visible: ser pusilánimes, no usar los talentos que Dios nos ha dado, es causa de perdición de nuestras almas. La otra ha requerido de un poco de meditación, pero una vez descubierta, es clara: si usamos los talentos que Dios nos ha dado para el avance del Reino, no podemos sino ganar.
Una consecuencia es que debemos perder el miedo: si usamos nuestros talentos para cumplir la voluntad de Dios, no puede salir mal. Por ejemplo, un dilema a la que nos enfrentamos muchos padres hoy en día: tenemos un hijo que convive con su pareja sin haberse casado. Sabes que está viviendo en pecado mortal, pero temes sacar el tema: puede causar enfrentamientos, incluso graves. Y no sabes como va a reaccionar tu cónyuge (o sabes que no le va a gustar). Esta situación dura y desagradable te asusta. Te preguntas si quizá sea mejor no hablar de ello.
No hablar de ello es esconder el talento. Tienes que hablar con tu hijo. Con prudencia, cuidando bien tus palabras, en el momento adecuado, pero tienes que hablar con él. Y el tener la certeza que es lo mejor que puedes hacer y que el resultado va a ser bueno, al menos a la larga, te da fuerzas para abordar estos temas tan duros. Esto no quiere decir que “todo va a salir bien” y que tu hijo no se va a enfadar contigo. Puede que sea desagradable y sufras mucho por tu actuación. Pero sabes –sabes con certeza– que aunque no lo vea ahora, o quizá no lo veas nunca, tu actuación ha servido para avanzar en la salvación de tu alma y de la de tu hijo.
Un último apunte. Debes negociar tus talentos, los que tú tienes y no otros. He escogido este ejemplo, porque es obligación ineludible de todo padre cuidar del alma de su hijo. Pero de la parábola no debemos leer que es nuestra obligación desfacer todos los entuertos que veamos. Como bien nos enseña S. Pablo con su doctrina del Cuerpo Místico de Cristo, cada uno tiene su labor y debe hacer bien su labor, y no la de los demás. Descubramos o reconozcamos cuáles son nuestros talentos y apliquémoslos. Sin miedo, que la ganancia es segura.
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