Y por lo mismo el ecumenismo esta muy bien visto. Si dos personas o comunidades o religiones piensan de forma diferente, lo bueno, lo correcto, lo “ecuménico”, es encontrar un lugar de consenso que todos podamos aceptar. Porque seguro que existe: basta que todos cedamos un poco.
Incluso secularmente esto es un error. Y si lo vemos desde el punto de vista sagrado, es insostenible.
Primera cuestión que debe quedar clara: la doctrina, los conceptos y preceptos esenciales de la fe católica, provienen directamente de Dios, vía Jesucristo. Proviene de dos fuentes: las Escrituras, especialmente el Nuevo Testamento, y de la parte inmutable de la Tradición. La Tradición es la transmisión oral del Evangelio hecha por los apóstoles y sus sucesores y fue recogida principalmente por los Padres de la Iglesia. Las Escrituras y la Tradición acabaron cuando se murió, S. Juan, el último de los apóstoles. Ni obispos, ni Papas, ni concilios, ni santos, ni revelaciones místicas pueden añadir a estas fuentes ni, por lo tanto, cambiar un ápice la doctrina católica. La doctrina es una verdad absoluta.
Esto no quiere decir que todo lo relativo a la Iglesia es una verdad absoluta. También está la disciplina, normas administrativas, leyes de la Iglesia, que no son absolutas ni inmutables. Por ejemplo, que un hombre casado pueda o no ser sacerdote no es cuestión de doctrina, sino de disciplina. No es un concepto fundamental de la fe. En el pasado hubo sacerdotes casados y en el futuro puede volverlos a haber (aunque no parece que las cosas vayan por ese camino).
Cristo y los apóstoles no nos dejaron un catecismo ni un manual de doctrina, por lo tanto la Iglesia, a través sobre todo de Concilios y unas pocas declaraciones papales (la mayoría de las declaraciones papales no son doctrinales), establecieron la doctrina de forma explícita al responder a inquietudes y problemas que iban surgiendo. Y de aquí viene una segunda cuestión que debe quedar clara. Una vez establecido un punto de doctrina este es válido para siempre. Nadie –ni obispos, ni Papas, ni concilios, ni santos, ni revelaciones místicas– pueden cambiar la doctrina. Pueden matizarla, adaptarla a nuevos problemas e inquitudes, pero no pueden ni declararla falsa o inválida, ni pueden añadir un punto doctrinal que implícitamente falsifique o invalide un punto existente.
Un concepto o idea que vaya en contra de la doctrina es una herejía. Según el Código de Derecho Canónica (canon 751) una herejía es «la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma».
En esta entrada uso herejía como un término técnico sin connotación negativa adicional alguna. Un hereje no tiene por qué ser un hombre malvado. Puede ser un hombre gravemente errado. O uno que no se ha cuestionado nunca su fe. Por ejemplo, como el bautismo protestante es válido, los protestantes “nativos” son herejes, aunque muchos de ellos desconozcan qué punto de la doctrina protestante les hace negar la doctrina católica. Desconocimiento que comparten con muchos católicos, pero éstos, a pesar de tampoco saber en qué creen, sólo son ignorantes y no herejes (a cuál de estos dos grupos va a juzgar Dios con más severidad es una cuestión en la que no voy a entrar).
A veces, sobre todo en los primeros siglos de la Iglesia, las herejías “ayudaron” a establecer la doctrina: una parte de la iglesia creía en una idea diferente y en contraposición con lo que creía otra parte y, generalmente en un concilio, se estudiaba, discutía y decidía cuál era la idea verdadera y cuál era la falsa y herética. Un ejemplo es el Arrianismo, la idea de que Jesús no era Dios. Para un arriano, cuando Jesús decía que Él era hijo de Dios, lo decía en el mismo sentido que cuando tú o yo decimos que somos hijos de Dios. Para ellos Jesús era el más grande de los hombres, Dios lo había creado para la misión que llevó a cabo, pero que no era Dios. Esta idea, procedente de Arriano, fue defendida por muchos hombres inteligentes y por muchos obispos. Esto creó una gran controversia que obligó a convocar el Primer Concilio de Nicea en el 325. Allí se estableció como doctrina firme que Jesús era «nacido antes de todos los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre». A partir de esta declaración del Concilio, cualquiera que siguiera creyendo en el arrianismo se convertía en hereje.
Una herejía no es una simpleza o una estupidez. Ciertamente puede haber herejías estupidas, pero las herejías más extendidas fueron creídas por hombre formados y con fe. Ha habido muchos obispos que han defendido herejías. Lutero era un monje agustino especialista en las Sagradas Escrituras de excelente formación. Thomas Cranmer era el arzobispo de Canterbury. Ambos (junto con los también inteligentes y formados Calvino y Zuinglio y los príncipes alemanes que vieron en la revuelta protestante una buena forma de aumentar su poder y riqueza) lideraron sus herejías que dieron lugar a la ruptura de la Iglesia.
Pasemos ahora al ecumenismo. Desde que soy niño he oído que es un escándalo que los cristianos estemos divididos y que tenemos que hacer lo posible, tanto católicos como protestantes, para volvernos a reunir. Y esto lleva en sí la idea de que, ya que es un esfuerzo conjunto, esta reunión debe hacerse en algún lugar donde todos estemos “cómodos”, un punto medio entre unos y otros: si haces notar las diferencias esenciales entre el catolicismo y el protestantismo es fácil que te digan que «eres poco ecuménico». Pero si la doctrina es inmutable y las diferencias doctrinales son claras, no hay punto medio que no sea herético.
Esta visión del ecumenismo es inviable. Los protestantes rompieron doctrinalmente con la Iglesia Católica, no en algunos detalles menores sino en los fundamentos mismos. Por ejemplo, el que los protestantes no crean en la transubstanciación es una diferencia insoslayable. No hay un lugar de encuentro intermedio. El único lugar de encuentro posible es el seno de la Iglesia Católica.
Esto abre otra visión del ecumenismo, que es facilitar su vuelta. Facilitar su vuelta con la oración por la conversión de los protestantes y ortodoxos (no por la «unión de las iglesias»). También se puede facilitar con cambios administrativos o de disciplina. Se están haciendo cosas en este sentido. Por ejemplo, los pastores anglicanos que se conviertan al catolicismo, tienen muchas facilidades para ordenarse como sacerdotes católicos. Y si estaban casados, siguen casados (recordemos que esto es cuestión de disciplina, no de doctrina). Gracias a esto (y otras excepciones) hay comunidades enteras de anglicanos que se han convertido en parroquias católicas. Esta es una victoria del ecumenismo.
Y este es el único camino posible de conseguir la unidad de los cristianos: hay que atraerlos hacia el catolicismo con la oración y el apostolado y facilitarles su conversión con cambios administrativos y de disciplina. No hay otro camino porque no nos podemos mover ni un pelo en cuestiones doctrinales.
Si, como yo, quieres la unidad de las Iglesias cristianas, estudia la doctrina católica para poder defender tu fe ante ellos y convencerles de sus errores y reza por su conversión. Pero no te muevas hacia ningún “punto intermedio” doctrinal. A menos que quieras unirte a ellos en la herejía.
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