Esta mañana he leído que los planes de reconstrucción de la catedral de Notre Dame de Paris pretenden convertirla en “un Disneyland políticamente correcto”. La noticia se ha esparcido por todas partes por ser París, pero no es novedad: la Catedral Santa María de Vitoria básicamente se convertirá en un centro cultural donde se celebran misas, como se ve en el documental Abierto por obras. Y aún es reciente la indignación en España por el alquiler de la Catedral de Toledo para rodar un video de un rapero y en Argentina por el uso de la Catedral de Bariloche para acoger un concierto de música inapropiada para un templo. Estos son los casos que más llaman la atención, pero a poco que te pasees por las iglesias de tu ciudad, verás que la profanación de los templos, es decir el uso profano de recintos sagrados, es algo habitual. Un ejemplo de cualquier zona turística, y sobre lo que ya he escrito, es el uso de los templos como atracción.
Es fácil rasgarse las vestiduras y echar la culpa a los párrocos y a los obispos. Pero en la Iglesia, todo está conectado. Una vez San Josemaría Escrivá, ante una queja de un grupo por la pobreza de sus sacerdotes, les contestó que si sus sacerdotes no eran santos era porque rezaban poco por ellos. Si nosotros los fieles no somos reverentes y cuidadosos con la Casa del Señor, hacemos la labor de nuestros obispos y párrocos mucho más difícil. Y por lo contrario, si amamos nuestros templos, ayudamos a nuestros obispos y sacerdotes a amarlos también.
Podríamos entrar en el juego de qué fue antes, si el huevo o la gallina. Es decir, si nuestras faltas vienen por el mal ejemplo de nuestros obispos, o si, por el contrario, los obispos no tienen capacidad y fuerza espiritual para llevar a cabo su labor por nuestra falta de fe. Es un juego inútil ¿Qué más da quién fue primero o es más responsable? Eso se lo dejamos a Dios. Por nuestra parte, si hay cosas que podemos hacer, debemos hacerlas.
Podemos empezar por el vil metal. Creo que no nos damos cuenta que muchas parroquias no es que no tengan dinero para hacer mejoras, es que tienen dificultades en pagar las facturas básicas. Es una preocupación muy real en mi párroco. En muchas decisiones que toma la cuestión económica pesa mucho. Y él sabe que no debería ser así. Pero tiene las facturas delante y hay que pagarlas. Sería mucho más fácil para nuestros sacerdotes y obispos rechazar la celebración de un concierto o convertir la catedral en una atracción turística si no tuvieran la presión económica que les atenaza.
¿Por qué nuestros antepasados, mucho más pobres que nosotros, pudieron levantar todos estos maravillosos templos, mientras que nosotros apenas damos para que puedan operar? Quizá es que estamos acostumbrados desde hace muchos años a que sea el Estado el que dé dinero a la Iglesia, en estos momentos en España a través de la crucecita en la declaración de la renta. Creo que a largo plazo esto se ha demostrado un error estratégico al promover la despreocupación de los fieles. Quizá sea que la población que va a misa son generalmente jubilados que no nadan en la abundancia,. Pero comparas el nivel medio de los coches que tienen y las ropas que visten con el de la recaudación semanal y ves una discrepancia. Otro ejemplo: hace unos 20 años tocó aquí la lotería de Navidad. Se vieron coches nuevos y abrigos de pieles, pero la recaudación mensual por las obras de la parroquia no cambió. Nada.
Dar a la Iglesia para que pueda satisfacer sus necesidades de culto y evangelización es un mandamiento de la Santa Madre Iglesia. Un mandamiento que no cumplimos. Con nuestra avaricia –¿de verdad que no podemos dar ni 5€ a la semana?– fomentamos que la Iglesia use los templos como objeto de recaudación. Pero esto no lo explica todo, pues esto se puede hacer bien (manteniendo lo más posible la reverencia debida) y mal (tratando el templo como si fuera un edificio cualquiera). Y desgraciadamente vemos muchas veces que se hace mal.
Otra vez, en vez de acusar a nuestros párrocos, mirémonos a nosotros mismos. Ayer estaba en mi parroquia. Tenemos la parroquia abierta por las mañana y estábamos dos rezando. Entró un grupo de gente, riendo y haciendo bromas. En cuanto nos vieron dijeron “Chisst” y callaron. No callaron por entrar en la Casa del Señor, sino porque nos vieron rezando y no quisieron molestar. No era reverencia ante el Señor, sino buenos modales. Lo peor es que eran “parroquianos viejos” que venían a preparar el templo para el adviento. Ni los comprometidos con la parroquia la consideran un lugar sagrado.
Y esta falta de respeto sagrado hacia el Templo se ve en mil detalles. Quizá el más obvio es que a nadie le importa la ausencia de agua bendita a las entradas. Nadie ve la necesidad de purificarse a la entrada de un lugar sagrado, la Casa de Dios. Yo tengo mi botellita con agua bendita y cuando se la ofrezco a otros se me quedan mirando con caras raras, se frotan las manos como si fuera hidrogel o me preguntan “¿Pero esto no lo eliminó el Vaticano II?” Y esto es gente que no falta a la misa dominical.
También es habitual ver “tertulias” antes o después de misa. No es que crea que deba reinar el silencio absoluto en la iglesia, pero estar 10 minutos hablando, a veces en voz alta, que si el frío que hace, que si mi marido ayer me dijo, que si me he encontrado con Fulanito… este tipo de conversaciones no es apropiado en un templo. Como tampoco lo es saludar desde un lado a otro del templo “¡Hola buenas tardes!”. Y no hablemos de los móviles. Me pone de mal humor ver comportamientos que no se aceptan en una sala de cine, pero no molestan lo más mínimo en una iglesia.
Si este es el ambiente que ser respira en el templo, si este es el ambiente que nosotros creamos en el templo, acabamos todos tratando a la Casa de Dios como si fuera un simple edificio profano y no el lugar sagrado que es. Y esto se trasmite a nuestra oración y a la de nuestros compañeros feligreses, y de ahí a los sacerdotes y a la jerarquía eclesiástica. Está en nuestra manos ayudar a cambiar esta penosa situación.
Si queremos que la iglesia sea la Casa de Dios, el Templo de Santísimo, un lugar sagrado, debemos tratarlo como tal y no como un edificio cualquiera. Hay muchas cosas sencillas que puedes hacer. Viste adecuadamente, al menos tan bien como si fueras a casa de tu jefe o a visitar el alcalde. Prepárate un instante antes de entrar, recordando dónde entras. Usa el agua bendita y purifícate a la entrada (si no hay agua bendita en las benditeras, pon un poco de agua en una botellita, pide a tu párroco que te la bendiga y llévala contigo). Apaga el móvil, o mejor, déjalo en casa. Lo primero que debes hacer al entrar es ir al sagrario, arrodillarte un momento y presentarte ante el Señor (hay quién prefiere presentarse a la Virgen). Si por lo que sea tienes que moverte, cada vez que pases ante el sagrario o ante el altar, arrodíllate o haz una inclinación. No hables innecesariamente, y en todo caso que las conversaciones sean cortas (si se alargan, salid afuera para continuarlas).
Sólo he hablado de signos externos. Esto es por dos motivos. Uno es porque son los signos externos los que influyen directamente en los demás: si creamos un ambiente reverente, es más fácil para los demás el serlo; si el ambiente es ruidoso y profano, es mucho más difícil. Y el otro es que los signos externos mueven a los internos. Una actitud externa de presencia ante lo sagrado ayudará a que nuestras almas estén presentes ante Dios: es mucho más fácil distraerse si estamos escuchando una tertulia que si estamos de rodillas ante el sagrario. Ayuda a crear un ambiente de lugar sagrado y te ayudarás a ti mismo y a los demás a estar en contacto con Dios. Incluidos los que no se encuentran presentes en el Templo.
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