viernes, 7 de marzo de 2025

Tener fe no es lo mismo que creer

John Lennox es un profesor de matemáticas de la Universidad de Oxford y apologista cristiano. Una de las cosas en la que incide mucho es que creer no es lo mismo que tener fe. Que la palabra “fe” viene del latín fidere, que significa “confiar”. Argumenta que tener fe no es simplemente creer que Dios existe, o que Jesucristo es Dios, sino que implica que confiamos en Él. Naturalmente, para tener fe hay que creer, pero se puede creer sin tener fe. 

Esta visión de la fe la vemos explicada en dos pasajes evangélicos. Tenemos por un lado el padre del chico endemoniado de Mc 9, 17–27. Les ha llevado su hijo, luego cree, pero después le dice a Jesús «si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Es decir, cree que es el Mesías, pero no confía demasiado en que pueda hacer algo. Por suerte, se da cuenta de esta situación y grita «Creo, pero ayuda mi falta de fe». 

El otro extremo lo vemos con el centurión que tiene el criado enfermo (Mt. 8, 5–13). Cuando Cristo le dice que irá a ver al enfermo le dice que no hace falta, que basta que dé la orden y ya está: tiene confianza plena. Y por eso Cristo dice «En verdad os digo que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe».

Mucho creemos, pero con una fe débil, pues confiamos poco en Dios. Cosas que he notado en mí mismo:

  • Cuando rezo, no confío en que Dios me esté escuchando. Estoy seguro que mis rezos quedan “registrados” en alguna base de datos celestial y que cuando me muera y vaya al Juicio personal, me podrán decir exactamente cuántos rosarios he rezado y con cuánta devoción. Pero no confío en que Dios o la Virgen estén rezando conmigo en ese momento.
  • Como comenté en una entrada anterior,  tengo ofrecido mis sufrimientos por la conversión de los pecadores, pero cada vez que me llega una enfermedad o tribulación, tengo mis dudas de si me lo envía Dios o si me llega de forma “natural”. Y si me llega de forma natural, ¿cuenta como ofrecimiento? Mi confianza en Dios es muy limitada…
  • Voy semanalmente a la Exposición del Santísimo. Pero mi confianza de que Dios está presente no es muy alta, pues si lo fuera, no me distraería tanto.

 Esto mismo que he notado en mí, lo he notado en otros. Por ejemplo, ves gente “de Iglesia” (no turistas) que entran en los templos como si entraran en una tienda: si están hablando o bromeando con otros, siguen como si tal cosa: no confían en que el templo es la Casa de Dios. Esto lo he visto incluso en catequistas, que entran con los niños sin hacer –ni enseñar a hacer– el más mínimo gesto de reconocimiento de que están entrando en lugar sagrado.

Nuestro problema no es tanto en que no creemos, sino en que no confiamos. El pasado Miércoles de ceniza, como todos los Miércoles de ceniza, los templos estuvieron llenos.  La gente sigue yendo a las procesiones, las romerías y otros actos de piedad popular. Pero los domingos apenas hay nadie en misa. Bautizos, bodas, confirmaciones, incluso funerales, están bajo mínimos. Creemos en Dios, pero no confiamos en su Iglesia, ni en su Doctrina, ni en los sacramentos. 

En la primera lectura de ayer (Jueves después de la Ceniza, Dt. 30, 15–20) Dios decía: 

Pues yo te mando hoy amar al Señor, tu Dios, seguir sus caminos, observar sus preceptos, mandatos y decretos, y así vivirás y crecerás y el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra donde vas a entrar para poseerla.  Pero, si tu corazón se aparta y no escuchas, si te dejas arrastrar y te postras ante otros dioses y les sirves, yo os declaro hoy que moriréis sin remedio;

¿Confiamos en estas palabras?¿Creemos que seguir lo que Dios nos manda nos lleva a la vida, y que no seguirlo nos lleva a la muerte? Mas bien, no. No nos fiamos de lo que nos ha dicho, no nos fiamos de sus mandamientos. Nos fiamos más de nosotros mismos que de Dios, de nuestros deseos que de sus mandamientos. Nos fiamos más del Mundo que de Él. Y así nos va.

Creemos, Señor, pero auméntanos la fe.


miércoles, 26 de febrero de 2025

Llamando “Padre” a Dios

 Nota: Realmente el término “Padre” no lo aplicamos a Dios sino a sólo a la Primera Persona de la Santísima Trinidad.  Pero si uso “Primera Persona de la Santísima Trinidad” 30 o 40 veces a lo largo de esta entrada, se volverá ilegible. Por lo tanto usaré el término “Dios” para ganar mucho en legibilidad aunque pierda un poco en precisión.

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Desde hace 2000 años llamamos “Padre” a Dios. Pero en las últimas décadas ha habido grupos que le parece que esto es poco igualitario, que es machista, que es denigrar a la mujer y les molesta llamar a Dios “Padre”. Hace años me hablaron de una congregación de monjas que rezaba “Padre y Madre nuestro…”, he oído a sacerdotes decir que llamar a Dios “Padre” es una fase pasada que hay que superar y cosas así. Vamos a reflexionar sobre esto.

Empecemos por hacer notar lo obvio: ninguna palabra ni conjunto de palabras puede describir a Dios: Dios es más que cualquier cosa que podamos pensar o decir. Por lo tanto “Padre” no describe a Dios, ni “Creador”, ni ningún otro término. Pero aunque no lo describen, nos ayudan a entenderlo, a meterlo en nuestra cabeza y nuestro corazón. Y en este sentido algunas palabras son mejores que otras.

Llamamos a Dios “Padre” porque Cristo nos dijo que lo hiciéramos. Y esto debería poner fin a toda discusión: ¡no vamos a enmendarle la plana a Cristo! Pero, no. No es el fin. Por ejemplo, dicen que Cristo usó el término “Padre” porque la sociedad judía era patriarcal y ellos no iban a aceptar y no iban a entender el llamar a Dios “Madre”. O que si Cristo hubiera dado un enfoque femenino a Dios iba a perder seguidores. Cosas así he oído a menudo. Pero estos argumentos no se sostienen.

Cristo se enfrentó al poder: al Sanedrín, a los fariseos, a los escribas. ¿Por qué iba a tener miedo de enfrentarse al patriarcado? Y si el problema es que no lo entienden, se les explica por parábolas o lo que sea. O se deja para más tarde, como con el lavatorio de pies: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde» (Jn. 13, 7). O no se les explica, como en la Transfiguración.

En cuanto a perder seguidores, esto tampoco paró a Jesús. Tras el discurso eucarístico de Jn. 6, 25–59, donde explicaba que había que comer su carne y beber su sangre, la mayor parte de los que lo escuchaban se fueron y se quedó con los Doce y poco más. 

En resumen Jesús decía lo que debía decir y si eso le enfrentaba a poder, no se entendía o le hacía perder discípulos, pues así sea. No puede ser por eso que usara el término “Padre” y diera a Dios un enfoque masculino para adaptarse a la sociedad judía de su tiempo.

Pero además –y es lo que más me enciende– este tipo de argumentos implican que Cristo pensaba como lo haríamos nosotros: como hombres y no como Dios. Como si Cristo estuviera un día “devanándose los sesos” intentando encontrar una manera de explicar a sus discípulos cómo era Dios y de repente vio a un hombre con su hijo, se le encendiera una bombilla y se dijera «¡Padre e hijo! Esa es una buena analogía. Es lo que usaré.» Eso es cómo funciono yo, pero no cómo funciona Dios. 

Dios es omnisciente y omnipotente: antes de que existiera el hombre ya sabía que tendría que explicarle cuál era su esencia y la relación entre las personas de la Santísima Trinidad. Dios no busca a su alrededor a ver qué encuentra: Dios ha creado todo lo que hay a su alrededor. Lo lógico es pensar que si iba a usar algo para explicar cómo es nuestra relación con Dios, creara ese algo. Dios no tuvo que crear dos sexos: pudo ser sólo uno, o tres, o veintisiete. Ni tuvo que crear la familia y la figura del padre: en lso onsectos y peces no existe esta relación, e incluso en los mamíferos no hay familias ni relación padre-hijo. Hay manadas o clanes, y está la relación madre-hijo, pero en vez de padre hay un jefe de manada, o macho-alfa o similar. Dios creó a la familia y creó la relación padre-hijo específicamente para el hombre. 

Y esto nos lleva a la siguiente conclusión: no es que nuestra relación con Dios Padre da la casualidad que se parece a la relación de los hijos con el padre de familia. Es que el padre de familia se creó para que pudiéramos entender mejor nuestra relación con Dios Padre.

Estamos hablando de relaciones, no de esencias. Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Luego la mujer es tan semejante a Dios como el hombre. Y a veces en la Biblia se asemeja nuestra relación con Dios con una relación maternal, por ejemplo Is. 49, 15. Pero nuestra relación con Dios se parece más a la relación entre un padre y un hijo que a la relación entre una madre y un hijo. Y por eso el término que se nos dio para hablar con la Primera Persona de la Santísima Trinidad es “Padre” y no otra cosa. 

Y cuando necesitemos una Madre, ahí está la Virgen María.


miércoles, 19 de febrero de 2025

¿Sacrificio o vanidad?

 Por Reyes mi hijo me regaló el libro Así mueren los santos de Antonio María Sicari. En varios casos, por ejemplo los de los pastorcitos de Fátima Jacinta y Francisco Martos, ofrecieron su sufrimiento y su vida para la salvación de los pecadores. Esta no era una idea nueva para mí, hace tiempo escribí una entrada relacionada con ella, pero la lectura de la vida y muerte de estos santos me volvió a llenar de fervor. Ofrecí a Dios cualquier sufrimiento que me quisiera mandar para la salvación de los pecadores. Sí que mencioné que probablemente no estaba dispuesto a llegar al nivel de estos santos, pero que un sufrimiento “moderado” sí me parecía bien. Esto fue hace dos o tres semanas. Hace unos día me salieron unas ampollas, fui al médico y tengo herpes zóster.

Y empezaron las dudas: ¿era esta una enfermedad que Dios me enviaba por mi ofrecimiento o era un caso “natural” de caer enfermo? Porque si es el primer caso, soy un santo; pero en el segundo segundo caso, mi sufrimiento era inevitable y quizá “no contaba”, sería inútil. En cuanto empezaron las molestias y me dieron el diagnóstico ofrecí mis sufrimientos al Señor, pero con una duda en el fondo de mi cabeza de a ver si estaba haciendo el primo: porque si la enfermedad era natural, no era un sufrimiento que yo había escogido, y por lo tanto eran dolores y molestias que yo tenía que sufrir “sí o sí”, igual que cualquier otro enfermo. Es decir, que no había nada de heroico en mi sufrimiento. Y si es así, pues como que pierde la gracia.

Y vueltas y vueltas y vueltas en mi cabeza. Hasta que ayer me di cuenta de que mis pensamientos eran una  cuestión de vanidad: yo quería ser especial, que Dios me enviara de forma milagrosa una enfermedad. Que cambiara el mundo para complacerme. ¡Ay, la vanidad! Es una tentación constante que padezco.

A veces creo que tengo una visión “burocrática” del cielo: una petición u ofrecimiento no vale si no se hace en tiempo y forma y no es aprobada por el Consejo Celestial en sesión ordinaria. Y claro, a mí no me había llegado una copia sellada de la resolución del Consejo en la cual se me comunicaba la aprobación de mi ofrecimiento.

¿Qué más da si la enfermedad me ha venido por la voluntad activa de Dios o por su voluntad permisiva? Me ha llegado y ya está. Porque nada pasa sin que Dios lo permita: “¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. ” (Mt. 10, 29) Y mi sufrimiento no es que quede registrado en una base de datos celestial para su uso posterior si cabe, sino que Dios mismo lo ve y ve mi ofrecimiento y lo usará para la salvación de los pecadores. 

Mi soberbia me pide que Dios me demuestre que me ha oído y que acepta mi ofrecimiento. Mi fe me dice (o me debería de decir) que me ve, me oye y lo acepta. Claramente necesito menos soberbia y más fe…