miércoles, 19 de febrero de 2025

¿Sacrificio o vanidad?

 Por Reyes mi hijo me regaló el libro Así mueren los santos de Antonio María Sicari. En varios casos, por ejemplo los de los pastorcitos de Fátima Jacinta y Francisco Martos, ofrecieron su sufrimiento y su vida para la salvación de los pecadores. Esta no era una idea nueva para mí, hace tiempo escribí una entrada relacionada con ella, pero la lectura de la vida y muerte de estos santos me volvió a llenar de fervor. Ofrecí a Dios cualquier sufrimiento que me quisiera mandar para la salvación de los pecadores. Sí que mencioné que probablemente no estaba dispuesto a llegar al nivel de estos santos, pero que un sufrimiento “moderado” sí me parecía bien. Esto fue hace dos o tres semanas. Hace unos día me salieron unas ampollas, fui al médico y tengo herpes zóster.

Y empezaron las dudas: ¿era esta una enfermedad que Dios me enviaba por mi ofrecimiento o era un caso “natural” de caer enfermo? Porque si es el primer caso, soy un santo; pero en el segundo segundo caso, mi sufrimiento era inevitable y quizá “no contaba”, sería inútil. En cuanto empezaron las molestias y me dieron el diagnóstico ofrecí mis sufrimientos al Señor, pero con una duda en el fondo de mi cabeza de a ver si estaba haciendo el primo: porque si la enfermedad era natural, no era un sufrimiento que yo había escogido, y por lo tanto eran dolores y molestias que yo tenía que sufrir “sí o sí”, igual que cualquier otro enfermo. Es decir, que no había nada de heroico en mi sufrimiento. Y si es así, pues como que pierde la gracia.

Y vueltas y vueltas y vueltas en mi cabeza. Hasta que ayer me di cuenta de que mis pensamientos eran una  cuestión de vanidad: yo quería ser especial, que Dios me enviara de forma milagrosa una enfermedad. Que cambiara el mundo para complacerme. ¡Ay, la vanidad! Es una tentación constante que padezco.

A veces creo que tengo una visión “burocrática” del cielo: una petición u ofrecimiento no vale si no se hace en tiempo y forma y no es aprobada por el Consejo Celestial en sesión ordinaria. Y claro, a mí no me había llegado una copia sellada de la resolución del Consejo en la cual se me comunicaba la aprobación de mi ofrecimiento.

¿Qué más da si la enfermedad me ha venido por la voluntad activa de Dios o por su voluntad permisiva? Me ha llegado y ya está. Porque nada pasa sin que Dios lo permita: “¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. ” (Mt. 10, 29) Y mi sufrimiento no es que quede registrado en una base de datos celestial para su uso posterior si cabe, sino que Dios mismo lo ve y ve mi ofrecimiento y lo usará para la salvación de los pecadores. 

Mi soberbia me pide que Dios me demuestre que me ha oído y que acepta mi ofrecimiento. Mi fe me dice (o me debería de decir) que me ve, me oye y lo acepta. Claramente necesito menos soberbia y más fe…


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