Tengo la mala tendencia a ser injustamente duro en primera instancia. Por eso normalmente escribo y reescribo mis entradas al blog, dejando tiempo entre mi primer borrador y la publicación para eliminar esas frases en las que me dejo llevar más por mi bilis que por la razón, la caridad y la verdad. Estas entradas tituladas “Crónica” van a ser más viscerales y sin tanta revisión. Pido a Dios que me permita ver las injusticias y durezas que no ayudan a nadie antes de que pasen al papel.
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En la entrada anterior dije que iba a tener la parroquia abierta todas las tardes. Había un cierto temor de que tras las nuevas restricciones del gobierno el obispado iba a decidir cerrar las iglesias. Por suerte, no ha pasado. Cada tarde voy y tengo la parroquia abierta e iluminada de 6 a 7:30.
Llevo tres días y en esos 3 días han venido exactamente 3 personas. Y sólo un ratito. Pero no importa, pues esto no es una cuestión de números. La iglesia está abierta, Jesús está disponible. El virus o el mundo o el diablo o lo que sea no ha podido cerrar las puertas a Cristo.
Y esa hora y media la dedico a hacer oración del pueblo. No por el pueblo, que también, sino del pueblo: es el pueblo de Dios que ora, aunque sólo esté yo presente. Rezo las vísperas, la oración oficial de la Iglesia, rezo el Rosario, rezo una Coronilla de la Divina Misericordia. Lo hago en voz alta, porque somos todos que rezamos. Y añado cantos, también en voz alta. Soy un soldado de Cristo, armado con un Rosario, haciendo guardia.
Es una hora y media que me tranquiliza mucho. Entro nervioso y salgo relajado. Delante del sagrario me acuerdo que Jesucristo nos dijo que no tuviéramos miedo, que Él había vencido al mundo. Y el miedo se va.
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