domingo, 31 de enero de 2016

Silencio

En la misa de ayer pasó otra vez: el celebrante dijo “Y ahora reflexionemos sobre esto en silencio unos momentos”. Casi no había acabado de hablar (ni dos segundos, lo aseguro) cuando el diácono se puso a rasgar la guitarra introduciendo la siguiente canción. Me entró la curiosidad: ¿nos dejarían un rato de silencio tras la comunión? Tampoco. Al empezar la comunión empezamos a cantar el Pescador de Hombres (escribiré una entrada sobre la música de las celebraciones algún día) y seguimos y seguimos, repitiendo estrofas si era necesario durante todo el tiempo de comunión, la recogida del altar y hasta que el celebrante estuvo preparado para continuar. Acabó la canción y empezaron inmediatamente las noticias parroquiales.

Lo de ayer fue un poco exagerado. Cuando te piden que reflexiones unos momentos te dejan tiempo. A veces hasta 10 segundos. Y tras la comunión tienes a veces medio minutito y todo para dar gracias a Dios y pedirle fuerzas para la semana que empieza.

¿Por qué tanto miedo al silencio?

Yo soy profesor de universidad y sé que si pides en clase “Pensad sobre esto un rato” a los 10 segundos algunos empiezan a removerse inquietos en sus asientos y a hablar. Pero otros piensan. ¿Tengo que eliminar un rato de reflexión que unos necesitan porque otros no lo quieren usar? También sé que dependiendo de cómo lo enmarque puedo fomentar o entorpecer la reflexión: es mejor hacer preguntas concretas que abstractas; es mejor que las respuestas a las preguntas se usen durante la clase a que se queden en el zurrón de cada uno. Y lo más importante, se puede crear hábito de reflexión: si les hago reflexionar una o dos veces por semana, al final de curso consigo que muchos estén en silencio y reflexionen.

Mis recuerdos de niño es que había mucho más tiempo de silencio y reflexión. Sé que estos recuerdos son poco fiables: a lo mejor eran los mismo 5 segundos sólo que a un niño le parecen una eternidad. Pero mi padre me confirma que sí, que antes se fomentaba mucho más la oración en silencio en la iglesia, el gozar de la presencia de Dios. Y ahora muchas iglesias están cerradas fuera de horas de misa y ya no se puede hacer una visita al Santísimo; apenas hay adoraciones eucarísticas (recomiendo una entrada de La Columna del Coronel Pakez llamada Los problemas de Jesucristo sobre la importancia de la adoración eucarística); se han quitado la Hora Santa del Jueves Santo por la noche (al menos en mi parroquia). Aún no han quitado los rosarios antes de misa –quizá porque se reza en voz alta–.

¿Por qué esta eliminación del silencio? Es la misma tendencia de siempre: lo mundano le gana la partida a lo sagrado, la acción a la contemplación. Naturalmente no estoy en contra de la acción y el currículum de la Iglesia en este sentido es ejemplar. Hace muy poco que el estado se ocupa de la educación, hasta entonces se encargaba la Iglesia. Hace muy poco que el estado se ocupa de la sanidad, hasta entonces lo hacía la Iglesia. Y la Iglesia sigue alimentando a los pobres mejor que el estado (la labor de Cáritas en esta crisis es asombrosa y admirable). La Iglesia, a través de sus misioneros, sigue estando en zonas de África o Asia donde no quiere ir ninguna ONG. Pero toda esta tremenda acción sale de la contemplación. Sin contemplación llegas… a donde llegan los demás.

Y la contemplación sin acción también es valiosa: una de mis experiencias más memorables de este verano pasado fue visitar a una tía de mi mujer que es monja de clausura. ¡Qué fuerza emanaba de las monjas! La influencia de santa Teresa de Lisieux en la Iglesia es enorme, y ella nunca salió de su convento. O santa Bernardette, que tras las visiones en Lourdes ingresó en un convento y se dedicó a rezar y a hacer de enfermera cuando su enfermedad la dejaba. Ella no hizo Lourdes, pero Lourdes salió de ella (mejor dicho, de Dios a través de ella).

¿Y qué es eso de la contemplación? Recomiendo otra vez la columna del Coronel Pakez que he mencionado antes. Quizá para alguno sean sesudas reflexiones. Para otros, como el publicano del Evangelio, es estar delante de Dios y darse cuenta de que es un pecador. Pero la respuesta a esta pregunta que más me ha impresionado, y que siempre he recordado, es la que me contó un cura de cuando era párroco en un pueblo de Burgos. Preguntó a un parroquiano que se pasaba horas ante el altar qué hacía todo este tiempo y le contestó “Pues mire D. Celestino, yo le miro a Él y Él me mira a mí”.

La contemplación, la adoración, el estar en silencio ante Dios es la fuerza sagrada que nos mueve. Sin ella no vamos a llegar muy lejos. Y es un hábito. Nos ayudaría mucho que se promoviera desde la liturgia y desde las parroquias: que hubiera más momentos de silencio en las misas, que las iglesias estuvieran abiertas más tiempo, que hubiera más adoraciones eucarísticas y otros actos similares. Pero si no nos dan estas facilidades, tendremos que coger el camino difícil. Lo que no podemos hacer es olvidarnos de lo sagrado.

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