Hace unos 25 años en mi parroquia tenían misa todos los días y había cinco misas de domingo: dos el sábado, dos el domingo por la mañana y una el domingo por la tarde. Un total de 10 misas para la semana. A partir de entonces se ha ido reduciendo el número de misas, normalmente coincidiendo con algún cambio de personal: si cambian al párroco, el nuevo quita alguna misa; si se reduce el número de sacerdotes, se elimina alguna misa; si se aumenta el número de sacerdotes, se elimina alguna misa. Ahora hay 5 misas: dos entre semana (los miércoles y viernes) y 3 de domingo (sábado tarde, domingo mañana, domingo tarde). Lo último ha sido eliminar las misas de las fiestas, de las fiestas religiosas: por Año Nuevo y por Reyes (ambas solemnidades) han eliminado algunas misas. Aún se me remueve mi alma cuando recuerdo el anuncio: “El próximo miércoles es el día de Reyes, que es una Solemnidad. Por eso vamos a eliminar las misas siguientes…”
Esto ha ido en paralelo con mensajes, normalmente implícitos pero a veces explícitos, de que ir a misa no es tan importante. Está bien ir a misa los domingos, pero no hace falta pasarse: si no puedes ir porque tengas alguna otra cosa que hacer, no pasa nada. Mientras vayas ocasionalmente, puedes estar tranquilo.
Mi dolor y enfado no es porque se reduzcan el número de misas. No pretendo que siempre haya una misa en el lugar y la hora que me convenga. No es mi comodidad lo que busco. Es más, cuando ser cristiano es cómodo, mal asunto. Lo que me duele es que parece que las misas son lo menos importante, lo primero de lo que se puede prescindir en tiempos de escasez. ¿Por qué este “menosprecio” de la misa?
Una clave la encontramos en los motivos que dan desde el púlpito de la importancia de la misa. Yo sólo he oído dos: (1) en misa escuchamos la Palabra de Dios y (2) hacemos comunidad con la Iglesia. Son dos motivos reales, cierto, pero si esto es todo, entonces podemos sustituir la misa por la lectura periódica de la Biblia y con la reunión con otros parroquianos para tomar café.
La misa es más.
La misa es la primera celebración de la comunidad cristiana. Ya en el nuevo testamento nos hablan de los discípulos que se reúnen a partir el pan. La misa ha sido la liturgia central de la comunidad cristiana desde el principio. Y no ha cambiado mucho: en un cursillo sobre la misa nos mostraron una descripción de la misa del siglo II o III (lamento haberla perdido) y era esencialmente idéntico a lo que hacemos ahora.
En una honda conversación sobre la misa con otro sacerdote especialista en liturgia nos contó que lo más importante de la misa no son las lecturas ni la comunión, sino que es la consagración. Y no es cuando el celebrante dice “Este es mi cuerpo…” o “Esta es mi sangre…”, sino unas cuantas frases antes, cuando el celebrante dice “Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu de manera que sean para nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor”. Es decir, el celebrante pide que Dios haga santo, haga sagrado, el pan y el vino mediante la infusión del Espíritu en ellos, y que así se conviertan en cuerpo y sangre de Cristo (quizá os interese una explicación en detalle de este momento de la misa). En la Misa, en cada Misa, Dios baja otra vez al mundo y se hace carne para nosotros. No es una mera rememoración, un recuerdo de algo que pasó. Es algo que pasa en cada misa. Es el gran momento sagrado de la misa. El momento en que antes todos nos arrodillábamos en adoración.
Es revelador que ahora no se arrodille casi nadie. Yo no sé cómo ni quién inició esto, quizá fue una “iniciativa popular”, pero no encontró resistencia por parte de la jerarquía. Basta ver que han quitado los reclinatorios de los bancos de casi todas las iglesias. Los celebrantes no recuerdan que hay que arrodillarse. Bueno, ningún celebrante: recuerdo a D. Miquel, ya jubilado, que en cada misa antes de la consagración nos recordaba que nos debíamos arrodillar, y si por motivos de salud no podíamos hacerlo, nos debíamos sentar. No le hacían mucho caso, pero él lo seguía recordando a cada misa. Para mí hay una clara conexión: no nos arrodillamos porque ya no creemos que venga Dios al altar y nos hemos convertido de adoradores a meros espectadores. Y de pie se ve mejor.
Hemos pasado de dar importancia a la consagración a darlo a las lecturas y a la comunidad. Y esto va en la linea del mismo problema de siempre, el tema principal de este blog: hemos pasado de lo sagrado a lo racional, a lo meramente útil. La misa no es directamente útil: no damos de comer al hambriento, de beber al sediento ni atendemos a peregrinos o enfermos. Por lo tanto la misa no es realmente importante. Es una tradición que conservamos y poco más.
¡Ay qué miope es esta visión! La misa “proviene de la vida y a la vida revierte” (una frase que nos repetían a menudo en el cursillo). Traemos a la misa nuestra vivencias y preocupaciones y Jesus las recoge, las filtra, las potencia, nos alimenta, nos da fuerzas y nos manda de nuevo al mundo. Sin la misa confiamos en nuestras fuerzas; con la misa confiamos en las de Dios. Sin la misa somos ricos y soberbios; con la misa somos humildes y pobres. Sin la misa, queremos arreglar el mundo nosotros; con la misa queremos que lo arregle Dios a través nuestro.
La misa no es un rito y una tradición. La misa es nuestra vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario