Hace más de 30 años vi un episodio de Los Simpson del que recuerdo bien poco excepto una subtrama, que me quedó muy grabada. Por algún motivo (creo que una huelga) dejó de haber programación infantil en la TV. No habiendo televisión, los niños salieron a la calle y se pusieron a jugar. Y se lo pasaron muy bien: corrían, jugaban, reforzaban amistades, crecían en cuerpo y alma. Habían encontrado la felicidad. Pero entonces se acabó la huelga, volvió la programación infantil y los niños volvieron a sentarse y tumbarse en el sofá absorbiendo la nada que les venía de la pantalla, solos, con risas superficiales, abobados. El mensaje me quedó muy claro y se me quedó grabado para siempre: entre algo que es bueno para ti y algo cómodo, eliges lo cómodo. No es una cuestión de ignorancia: sabes que es bueno para ti. Tampoco es una cuestión de sufrimiento: lo disfrutas. Es igual: la comodidad gana.
Eso es algo que a todos nos pasa: comemos lo que sabemos que no nos conviene, pero que nos gusta; no salimos a pasear, aunque el día sea precioso; nos aburrimos delante de la televisión, pero no cogemos un libro que nos haría pasar un mejor rato y nos haría pensar. La comodidad gana.
Y esto es algo que he vivido también en mi vida como profesor: un buen sistema pedagógico debe cerrar las puertas a las salidas cómodas pero que llevan al fracaso y forzar al alumno a estudiar y trabajar. Hay estudios que lo muestran: si damos a los alumnos una salida cómoda, aunque sepan que es un camino que casi siempre acaba en el suspenso, demasiados alumnos lo cogerán.
Con nuestras almas pasa lo mismo: los santos, y Jesús mismo, nos advierten que el camino a la perdición es ancho y cómodo, mientras que el camino a la salvación pasa por la Cruz. Dada la naturaleza humana, no me sorprende que caigamos tan a menudo, que las tentaciones nos venzan tantas veces: la carne es débil.
Lo que me sorprende es otra cosa: que no vayamos todos bajando a tumba abierta por la autopista al infierno. Porque, a diferencia de lo que indicaba de los sistemas pedagógicos, nada ni nadie nos impide coger el camino a la perdición; nada ni nadie nos fuerza a abrazarnos a nuestra cruz de cada día. Si yo hubiera dado mis clases con el sistema pedagógico que Jesús nos ha dejado, mi porcentaje de aprobados sería muy cercana al 0.
Mirándome a mí: con lo mucho que me tiran mis concupiscencias, con lo comodón que soy, con los mensajes demoníacos con que me bombardea el mundo (¿os habéis fijado en los anuncios últimamente?), con lo fácil que es no pisar una iglesia ni hablar con un cura, ¿cómo es que sigo diariamente esforzándome por subir por el camino estrecho, pedregoso y empinado que lleva al cielo?
Sólo se me ocurre una respuesta: es por la gracia de Dios.
No hay una explicación natural. Sólo puede ser un motivo sobrenatural. Y ahora entiendo mejor la primera pregunta y respuesta del Catecismo que aprendí de niño: “¿Eres cristiano? Soy cristiano por la gracia de Dios”. No soy cristiano porque por mis padres o por la sociedad o por la catequesis o por nada de eso: soy cristiano por la gracia de Dios. Sólo la gracia de Dios me da la fuerza que necesito para ser cristiano.
A poco que miremos alrededor la pregunta que se nos ocurre es “¿Y todos estos no recibieron la gracia de Dios?” Sí, recibieron la gracia de Dios, pero no la aceptaron o no la pusieron a trabajar. Esto lo he leído de muchos santos: las gracias que recibimos de Dios hay que agradecerlas y ponerlas a trabajar. Y después pedir más y recibiremos más.
Es lo que se nos explica en la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27): recibes tus talentos, mucho o pocos, y si los pones a trabajar, se multiplican: el que tiene 5 talentos, acaba con 10; el que tiene 2, acaba con 4. En cambio, si los escondes, los pierdes: “Quitadle su talento y dádselo al que tiene 10”. Y lo bueno es que es una inversión segura: un talento negociado, siempre crece.
A veces nos pensamos que Dios se oculta y nos gustaría que estuviera más presente. Pero la verdad es que lo tenemos a nuestro lado en todo momento. Sin su ayuda constante nos sería imposible avanzar hacia el Reino. Su gracia está siempre a nuestra disposición, pero la hemos de desear, la hemos de aceptar y la debemos trabajar. Sólo así nos ayudará en nuestra salvación.