jueves, 14 de abril de 2022

La obediencia, camino de santidad

Hace unos años, rezando ante el Sagrario, entró en mí un algo que me pedía que hiciera formalmente una promesa de obediencia permanente al Señor. Me entró bastante miedo: ¿En qué me estaba metiendo?¿Sería capaz de cumplir mi promesa? Como las otras (muy pocas) veces que me había había llegado un algo semejante, me había lanzado y me había ido bien, decidí hacer la solemne promesa. Y en la primera oportunidad fui a consultar a mi director espiritual.

Después empezaron las dudas y problemas: yo estaba dispuesto a obedecer a Dios en todo lo que me mandara, ¿pero qué me mandaba? Evidentemente no iba a recibir una carta o un correo electrónico con instrucciones. 

Una primera idea es obedecer en todo a tu párroco y tu obispo. Pero el párroco te pide que le ayudes a dar la Sagrada Comunión en una misa de diario con una docena de fieles (soy Ministro Extraordinario de la Sagrada Comunión), y el documento Immensae Caritatis, donde se describe bajo qué circunstancias un Ministro Extraordinario puede dar la comunión, no incluye este caso. ¿Qué haces? O el obispo prohibe la comunión en la boca y lees varios documentos y escritos de canonistas, liturgistas y del Cardenal Sarah, que era  Prefecto Emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, indicando que los obispos no tienen la potestad de prohibir esto. ¿Qué haces? 

Desconfiar de tus superiores y filtrar sus mandatos por tu conciencia es peligroso: es tan fácil insertar tus querencias e intereses y desplazar los de Dios. Y el demonio te anda confundiendo: incluso santos (me viene a la memoria Sta. Catalina de Siena y S. Ignacio de Loyola) tuvieron visiones o inclinaciones que pensaban provenían de Dios para aprender después que venían de Satanás. ¿Qué hacer?

Naturalmente, hay que rezar para pedir a Dios que te ilumine y te dé fuerzas. Incluso compuse una breve oración de conclusión para ello,  que rezo todos los días:

Señor, ilumina nuestras mentes 
y derrama tu gracia en nuestras almas
para que sepamos cuál es tu voluntad
y, siguiendo el ejemplo de la Virgen María,
la cumplamos obedientemente.
Te lo pedimos por los méritos de Jesucristo Nuestro Señor.

Un avance en mi búsqueda de qué es lo que Dios me manda me ha llegado recientemente desde un lugar inesperado. Como tantos otros estoy preocupado y escandalizado por las declaraciones de los cardenales y obispos alemanes. Por ejemplo la del Cardenal Hollerich indicando que las enseñanzas de la Iglesia sobre moral sexual deben cambiar porque el “fundamento sociológico-científico de esta enseñanza ya no es correcto”. Es decir, que no es Dios sino las creaciones humanas de la sociología y la ciencia las que marcan las enseñanzas de moral. O las del Cardenal Marx diciendo que las enseñanzas del Catecismo no están “talladas en piedra”. En otras palabras, si no nos gusta lo que enseña el Catecismo, pues se cambia y ya está.

Mi primera impresión fue que estas declaraciones delataban una enorme soberbia: durante 2000 años las enseñanzas de la Iglesia estaban equivocadas, pero menos mal que ahora ellos nos iban a iluminar a todos. Pero después me di cuenta que además de la soberbia estaba el viejo “Non serviam” de Lucifer: se niegan a obedecer lo que Dios les indica a través de la Doctrina, de la Tradición, del Catecismo de la Iglesia. Y de repente me di cuenta de lo que visto a posteriori es tan obvio: obedecer a Dios es, sobre todo obedecer su Ley: los Mandamientos y la Doctrina de la Iglesia Católica.

No sé por qué tardé tanto en darme cuenta. No es que esto no esté en las Escrituras:  

El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos. (Mt 5,19)

La obediencia no es sólo no matar a nadie, que eso lo hacemos casi todos. Sino que nos pide la obediencia total, hasta el último precepto menos importante.  Es no mentir jamás, ni siquiera una mentirijilla blanca. Es no murmurar ni hablar mal de nadie, nunca. Es no hacer una fotocopia personal en la fotocopiadora de la empresa. Es ir a Misa todos los Domingos y fiestas de guardar. Es confesarse al menos una vez al año. Es arrodillarse durante la Consagración. Y también es obedecer a tus superiores, con los límites marcados por la Doctrina y el Derecho Canónico.

Esto implica conocerse la Doctrina. No toda, pues es una obra tan magna que saberla entera está al alcance de muy pocos. Pero si estar familiarizado con los catecismos pequeños (el Compendio, el de S. Pío X o los catecismos que aprendimos de niños los que ya tenemos una cierta edad) y consultar cuando sea necesario el Catecismo completo. Y recordar que no hay ningún “precepto menos importante” que no importa cumplir si no nos gusta (o no nos conviene).

Y esta obediencia es camino de santidad. Yo diría que es el camino de santidad. 

Ahora, a cumplir mi promesa. Con la ayuda de Dios.


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