Siguen las reacciones a la intervención de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la bendición a parejas homosexuales. Muchos piden la intervención drástica del Vaticano ante la rebelión de los sacerdotes alemanes y austríacos y la declaración de algunos obispos. Y no sólo laicos escandalizados, sino incluso obispos, como Monseñor Egan, de Portsmouth (GB).
Por un lado no es agradable ver esta furia; por otro, es un alivio ver que estamos vivos y que nos importa el estado de la Iglesia. Ante declaraciones públicas contrarias a la doctrina es necesario, fundamental, que haya una acción pública de la Jerarquía, no tanto por una cuestión de justicia, como para proteger a las almas de los fieles, sobre todo los que están bajo la autoridad de tales pastores. “Hirieron al pastor y se dispersaron las ovejas” dice la Escritura. Ahora no es que hayan herido al pastor, sino que el pastor se ha declarado lobo. El peligro no es que se dispersen las ovejas, sino que el pánico nos lleve al abismo.
Pero aunque es imperativa una intervención pública ajustada al escándalo, eso no basta. El problema no es un obispo rebelde o unos sacerdotes desobedientes. El problema es mucho más hondo. Estamos en un pozo profundo, que llevamos muchos años cavando. No empezó en el Vaticano II, sino antes. Algunos ponen el inicio en la Ilustración y la Revolución Francesa, otros en la Primera Guerra Mundial. Es igual. Han sido necesarios muchos años para llegar tan hondo y van a ser necesarios otros tantos para salir.
Y aunque los obispos y el Papa tiene una mayor responsabilidad en guiar el camino, no es cosa sólo de ellos. Ni siquiera principalmente de ellos. La historia del catolicismo nos muestra cómo las grandes reformas son lideradas a menudo por religiosos con muy poca autoridad eclesial, como S. Francisco, Sta. Catalina de Siena, Sta. Teresa de Jesús, S. Juan de la Cruz, S. Ignacio de Loyola o Sta. Teresa del Niño Jesús. Ahora los veneramos como grandes santos y admiramos su influencia, pero ellos empezaron siendo monjas y frailes en pequeños conventos de pueblos y ciudades de provincias. Y otras monjas, frailes y seglares, muchos ya olvidados, fueron sus primeros sostenes y valedores. Las jerarquías se unieron después. ¿Queremos salir del pozo? Pues tenemos que ponernos a ello. No necesitamos una invitación personal de nuestro obispo.
¿Qué podemos hacer? Lo primero que podemos hacer es lo que ha hecho la Iglesia siempre: rezar, ir a misa, ayunar, mortificarnos, ofrecer nuestros sacrificios al Señor. Es importante que lo hagas, pero no lo hagas por hacer: como decía S. Juan de la Cruz, cuyas mortificaciones eran legendarias, sufrir sin sentido nos convierte en animales. Si un día no desayunas o bajas la temperatura de la ducha, no te olvides de ofrecer este sacrificio al Señor para reparación de los males de la Iglesia. Y lo mismo al rezar o ir a misa: ofrece el rosario o la misa por la Iglesia o el Papa o tu obispo. Hazlo todo con sentido.
Una segunda cosa que podemos hacer es estudiar. Nos quejamos del mal conocimiento de la Doctrina, pero ¿cuál es tu nivel? Estudia el Catecismo de la Iglesia Católica, o al menos el Compendio. No basta con una lectura, sino que es necesario el estudio. Además hay blogs, canales de YouTube, etc. con explicaciones de grandes maestros presentes y pasados.
Estudia la Biblia. Otra vez, no basta con leerla. Mi director espiritual me recomendó leer los comentarios de S. Agustín, S. Juan Crisóstomo u otros Padres de la Iglesia. Le esto muy agradecido por tan gran recomendación.
Y con la fuerza que nos venga de la oración y el estudio, debemos actuar. Primero en nuestras familias. Por ejemplo, mi hijo, como tantos otros, convive sin estar casado. Además de rezar por él, y por ella, cuando veo un buen video sobre el matrimonio católico, se lo mando; le he regalado el libro Son tres los que se casan, del Venerable Fulton Sheen; cuando viene de visita por vacaciones, hablo con él y le pido que se case; y si vienen los dos, duermen en habitaciones separadas. Lanzo semillas, rezo y espero que el Señor, la Virgen, S. José y todos los santos a los que los he encomendado, ayuden a que germinen y florezcan. Y, según nuestras fuerzas y habilidades, podemos tener actuaciones similares en nuestras parroquias, trabajo, grupos de amigos.
Yo no estoy llamado a grandes cosas. Como dice el S. 130 “no pretendo grandezas que superan mi capacidad”. Me conformo con las pequeñas. Pero estas pequeñas hay que hacerlas. Si no, no mejoraremos, y será, en parte, por mi culpa.
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