lunes, 1 de junio de 2020

Pentecostés, o solos no podemos nada

Ayer fue Pentecostés. Hace años, un día de Pentecostés me di cuenta de una cosa. Los apóstoles, y especialmente Pedro, Santiago el Mayor y Juan, habían estado con Jesucristo desde el principio; habían recibido enseñanzas directamente de Él, algunas específicas para ellos; habían visto muchos milagros, como las dos multiplicaciones de los panes, incluso habían hecho milagros ellos mismos; habían visto la resurrección de la hija de Jairo y de Lázaro; habían estado presentes en la Transfiguración; habían visto a Jesucristo resucitado y le habían visto ascender a los cielos; le habían oído decir que no tuvieran miedo pues estaría con ellos hasta el fin de los tiempos… y a pesar de todo esto, estaban en el Cenáculo encerrados, asustados. Pero en cuanto se llenaron del Espíritu Santo, se acabó el miedo, abrieron las puertas y salieron a predicar, convirtiendo a unos 3000 en poco tiempo.

Yo saco de esto que no importa lo que hayas visto, no importa lo que hayas leído y entendido, no importa lo que hayas experimentado, sin la fuerza del Espíritu, no puedes nada. Esto no quiere decir que no haya que estudiar, leer y meditar las Escrituras, empaparse de la doctrina Católica, rezar mucho. El Espíritu se valdrá de todo esto. Pero si creemos que a base de estudiar y meditar vamos a conseguir algo –que, por cierto, es la base de la herejía del pelagianismo– estamos bien equivocados. Nada hay que podamos conseguir sólo con nuestras fuerzas.

Es interesante ver que en la constitución dogmática Dei Verbum, del Vaticano II, recoge esta idea:
La Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tiene consistencia el uno sin el otro, y que, juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas.» (DV 10, §3)
Es decir, sin la acción del Espíritu Santo, la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia son meras palabras sabias, que no nos hacen llegar muy lejos. La Biblia, tomado únicamente como un antiguo libro de sabiduría popular, o las enseñanzas de un gran hombre, no nos llevan a la salvación. El Cristianismo, tomado como una filosofía, una forma de vida, unos dictados morales interesantes, no nos llevan a la salvación. Sin comprometernos con el misterio, con lo sagrado, con la presencia real de Cristo en el Eucaristía, con la Cruz, no daremos sino unos pocos pasos. Y pequeños.

Es por eso que perturba tanto ver que casi nadie va al Sagrario a saludar a Cristo al entrar a la iglesia, la falta de confesiones, la falta de respeto al ir a comulgar –empezando por los que van a comulgar sin pensar siquiera si están en gracia de Dios o no–, la idea generalizada de que ir a misa está bien, pero que tampoco pasa nada si no vas, la idea “moderna” que la meditación tipo oriental es mejor que el rosario. Todo esto, que lleva muchos años cociéndose, ha dado lugar a lo que hemos visto en estos meses pasados: supermercados abiertos e iglesias cerradas.

En muchos aspectos la Iglesia se ha convertido en una institución mundana: los estados han decidido cuándo se abren, cuándo se cierran, cuánta gente puede ir. Que el estado lo intente, lo entiendo, pero que las jerarquías eclesiásticas lo acepten, no. ¿Dónde está el Espíritu? ¿Cómo es que le hemos dado la espalda?

Tenemos que volver al Cenáculo, estar allí en ayuno y oración y abrir nuestras almas para que el Espíritu Santo vuelva a ellas. Cuando eso suceda saldremos sin miedo y convertiremos al mundo. Otra vez.

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