miércoles, 26 de febrero de 2025

Llamando “Padre” a Dios

 Nota: Realmente el término “Padre” no lo aplicamos a Dios sino a sólo a la Primera Persona de la Santísima Trinidad.  Pero si uso “Primera Persona de la Santísima Trinidad” 30 o 40 veces a lo largo de esta entrada, se volverá ilegible. Por lo tanto usaré el término “Dios” para ganar mucho en legibilidad aunque pierda un poco en precisión.

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Desde hace 2000 años llamamos “Padre” a Dios. Pero en las últimas décadas ha habido grupos que le parece que esto es poco igualitario, que es machista, que es denigrar a la mujer y les molesta llamar a Dios “Padre”. Hace años me hablaron de una congregación de monjas que rezaba “Padre y Madre nuestro…”, he oído a sacerdotes decir que llamar a Dios “Padre” es una fase pasada que hay que superar y cosas así. Vamos a reflexionar sobre esto.

Empecemos por hacer notar lo obvio: ninguna palabra ni conjunto de palabras puede describir a Dios: Dios es más que cualquier cosa que podamos pensar o decir. Por lo tanto “Padre” no describe a Dios, ni “Creador”, ni ningún otro término. Pero aunque no lo describen, nos ayudan a entenderlo, a meterlo en nuestra cabeza y nuestro corazón. Y en este sentido algunas palabras son mejores que otras.

Llamamos a Dios “Padre” porque Cristo nos dijo que lo hiciéramos. Y esto debería poner fin a toda discusión: ¡no vamos a enmendarle la plana a Cristo! Pero, no. No es el fin. Por ejemplo, dicen que Cristo usó el término “Padre” porque la sociedad judía era patriarcal y ellos no iban a aceptar y no iban a entender el llamar a Dios “Madre”. O que si Cristo hubiera dado un enfoque femenino a Dios iba a perder seguidores. Cosas así he oído a menudo. Pero estos argumentos no se sostienen.

Cristo se enfrentó al poder: al Sanedrín, a los fariseos, a los escribas. ¿Por qué iba a tener miedo de enfrentarse al patriarcado? Y si el problema es que no lo entienden, se les explica por parábolas o lo que sea. O se deja para más tarde, como con el lavatorio de pies: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde» (Jn. 13, 7). O no se les explica, como en la Transfiguración.

En cuanto a perder seguidores, esto tampoco paró a Jesús. Tras el discurso eucarístico de Jn. 6, 25–59, donde explicaba que había que comer su carne y beber su sangre, la mayor parte de los que lo escuchaban se fueron y se quedó con los Doce y poco más. 

En resumen Jesús decía lo que debía decir y si eso le enfrentaba a poder, no se entendía o le hacía perder discípulos, pues así sea. No puede ser por eso que usara el término “Padre” y diera a Dios un enfoque masculino para adaptarse a la sociedad judía de su tiempo.

Pero además –y es lo que más me enciende– este tipo de argumentos implican que Cristo pensaba como lo haríamos nosotros: como hombres y no como Dios. Como si Cristo estuviera un día “devanándose los sesos” intentando encontrar una manera de explicar a sus discípulos cómo era Dios y de repente vio a un hombre con su hijo, se le encendiera una bombilla y se dijera «¡Padre e hijo! Esa es una buena analogía. Es lo que usaré.» Eso es cómo funciono yo, pero no cómo funciona Dios. 

Dios es omnisciente y omnipotente: antes de que existiera el hombre ya sabía que tendría que explicarle cuál era su esencia y la relación entre las personas de la Santísima Trinidad. Dios no busca a su alrededor a ver qué encuentra: Dios ha creado todo lo que hay a su alrededor. Lo lógico es pensar que si iba a usar algo para explicar cómo es nuestra relación con Dios, creara ese algo. Dios no tuvo que crear dos sexos: pudo ser sólo uno, o tres, o veintisiete. Ni tuvo que crear la familia y la figura del padre: en lso onsectos y peces no existe esta relación, e incluso en los mamíferos no hay familias ni relación padre-hijo. Hay manadas o clanes, y está la relación madre-hijo, pero en vez de padre hay un jefe de manada, o macho-alfa o similar. Dios creó a la familia y creó la relación padre-hijo específicamente para el hombre. 

Y esto nos lleva a la siguiente conclusión: no es que nuestra relación con Dios Padre da la casualidad que se parece a la relación de los hijos con el padre de familia. Es que el padre de familia se creó para que pudiéramos entender mejor nuestra relación con Dios Padre.

Estamos hablando de relaciones, no de esencias. Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza. Luego la mujer es tan semejante a Dios como el hombre. Y a veces en la Biblia se asemeja nuestra relación con Dios con una relación maternal, por ejemplo Is. 49, 15. Pero nuestra relación con Dios se parece más a la relación entre un padre y un hijo que a la relación entre una madre y un hijo. Y por eso el término que se nos dio para hablar con la Primera Persona de la Santísima Trinidad es “Padre” y no otra cosa. 

Y cuando necesitemos una Madre, ahí está la Virgen María.


miércoles, 19 de febrero de 2025

¿Sacrificio o vanidad?

 Por Reyes mi hijo me regaló el libro Así mueren los santos de Antonio María Sicari. En varios casos, por ejemplo los de los pastorcitos de Fátima Jacinta y Francisco Martos, ofrecieron su sufrimiento y su vida para la salvación de los pecadores. Esta no era una idea nueva para mí, hace tiempo escribí una entrada relacionada con ella, pero la lectura de la vida y muerte de estos santos me volvió a llenar de fervor. Ofrecí a Dios cualquier sufrimiento que me quisiera mandar para la salvación de los pecadores. Sí que mencioné que probablemente no estaba dispuesto a llegar al nivel de estos santos, pero que un sufrimiento “moderado” sí me parecía bien. Esto fue hace dos o tres semanas. Hace unos día me salieron unas ampollas, fui al médico y tengo herpes zóster.

Y empezaron las dudas: ¿era esta una enfermedad que Dios me enviaba por mi ofrecimiento o era un caso “natural” de caer enfermo? Porque si es el primer caso, soy un santo; pero en el segundo segundo caso, mi sufrimiento era inevitable y quizá “no contaba”, sería inútil. En cuanto empezaron las molestias y me dieron el diagnóstico ofrecí mis sufrimientos al Señor, pero con una duda en el fondo de mi cabeza de a ver si estaba haciendo el primo: porque si la enfermedad era natural, no era un sufrimiento que yo había escogido, y por lo tanto eran dolores y molestias que yo tenía que sufrir “sí o sí”, igual que cualquier otro enfermo. Es decir, que no había nada de heroico en mi sufrimiento. Y si es así, pues como que pierde la gracia.

Y vueltas y vueltas y vueltas en mi cabeza. Hasta que ayer me di cuenta de que mis pensamientos eran una  cuestión de vanidad: yo quería ser especial, que Dios me enviara de forma milagrosa una enfermedad. Que cambiara el mundo para complacerme. ¡Ay, la vanidad! Es una tentación constante que padezco.

A veces creo que tengo una visión “burocrática” del cielo: una petición u ofrecimiento no vale si no se hace en tiempo y forma y no es aprobada por el Consejo Celestial en sesión ordinaria. Y claro, a mí no me había llegado una copia sellada de la resolución del Consejo en la cual se me comunicaba la aprobación de mi ofrecimiento.

¿Qué más da si la enfermedad me ha venido por la voluntad activa de Dios o por su voluntad permisiva? Me ha llegado y ya está. Porque nada pasa sin que Dios lo permita: “¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. ” (Mt. 10, 29) Y mi sufrimiento no es que quede registrado en una base de datos celestial para su uso posterior si cabe, sino que Dios mismo lo ve y ve mi ofrecimiento y lo usará para la salvación de los pecadores. 

Mi soberbia me pide que Dios me demuestre que me ha oído y que acepta mi ofrecimiento. Mi fe me dice (o me debería de decir) que me ve, me oye y lo acepta. Claramente necesito menos soberbia y más fe…