La confesión es el menos popular de los sacramentos. No lo es entre los fieles y tampoco lo debe ser para muchos sacerdotes, pues veo muchos confesionarios vacíos. Pero es un sacramento fundamental: confesarse a menudo te cambia la vida. Lo sé, porque he pasado de no confesarme ni una vez en 20 años a hacerlo cada 3–4 semanas. La confesión te da sabiduría, la confesión te da fuerzas, la confesión te da paz.
Hace tiempo que quería escribir una entrada sobre la confesión y sus beneficios pero no sabía cómo hacerlo. Hace unos días el Espíritu me llevó a leer la entrada sobre la confesión en el devocionario de mi abuelo (Devocionario Completo del P. Remigio Vilariño) y me dio la idea de cómo lo tenía que hacer. He aquí el resultado.
Esta entrada está basada en lo que he encontrado en el devocionario (DC), en lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) y en algunas cosas de cosecha propia. Lo que es reproducción casi literal de la fuente lo indico con las siglas, y en el caso de Catecismo, con el número de párrafo. En mi otro blog, Oración de hoy, podéis encontrar oraciones preparatorias de la confesión.
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Hace dos o tres años descubrí que hay un tema que aparece en casi todas las oraciones de la misa en la octava después de Pascua y que se puede resumir en la frase Jesús nos dio la salvación por el perdón de los pecados. Es decir, la salvación es el perdón de los pecados y la sangre de la cruz se derramó para pagar este perdón. Si no vamos a confesarnos, estamos malgastando la Sangre de Jesucristo en la cruz.
El pecado es una ofensa a Dios. Es una ruptura de la comunión con Él y con la Iglesia. La conversión desde el pecado implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, y esto es lo que se realiza en el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (CIC 1440). Este es uno de los motivos de que la confesión debe hacerse a través de un sacerdote y no se puede hacer “directamente” con Jesucristo.
El pecado grave (antes llamado pecado mortal) nos hace enemigos de Dios y al romper con Él perdemos la gracia santificante (no estamos en gracia) y nos condenamos al infierno. Además, nos causa males y remordimientos en esta vida que nos dañan nuestro espíritu: nos hace impacientes, irascibles, nos quita el sueño, nos inclina al mal. Lo sé porque lo he vivido.
El pecado leve (antes llamado venial) no nos priva de la gracia ni nos condena al infierno, pero enfría el amor que Dios nos tiene y nos predispone al grave. Podemos decir que el pecado leve es una enfermedad del alma, mientras que el pecado grave es la muerte del alma (DC).
Todo pecado, tanto mortal como venial, nos nubla el intelecto: vemos con menos claridad, sobre todo las cuestiones morales. Cuantos más pecados tienes en el alma, menos capaz eres de tomar buenas decisiones. Además, menos ves que estás pecando, lo que te predispone a pecar más. Si lo dejas ir, o sólo le pones remedios humanos, acabas hundido en un hoyo negro y profundo del que no puedes salir. Esto también lo he experimentado personalmente, pero basta mirar a nuestro alrededor: nuestra sociedad, que rehuye la confesión, está metida en el hoyo.
La única manera de salir del hoyo es con el sacramento de la Penitencia. Repito, la única forma de salir de este hoyo es con el sacramento de la Penitencia. El pecado grave sólo puede quitarse mediante la confesión. El leve, además de con la confesión, puede quitarse con la comunión e incluso por algún acto de dolor.
Además, la confesión “anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta. Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida «y no incurre en juicio» (Jn 5,24).” (CIC 1470)
En la confesión, además de recibir el perdón de nuestros pecados, obtenemos muchas ventajas. Como ya hemos dicho, obtenemos paz de espíritu y claridad del intelecto. Pero además el confesor es un consultor imparcial y secreto, un educador en la fe, un padre que nos anima y corrige, un médico que nos cura y un juez bondadoso que nos absuelve siempre (DC).
Es más, en la confesión recibimos la gracia que nos ayuda a no volver a caer en el pecado. A veces pensamos “primero me corregiré, después me confesaré”, quizá porque nos parece un poco hipócrita confesarnos antes de hacer todo de nuestra parte. Es un grave error: primero hemos de confesarnos, ya que necesitamos de esta gracia, de esta ayuda de Dios, para corregirnos. Sin ella, poco podemos hacer.
Como indica el segundo mandamiento de la Santa Madre Iglesia, “todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar, al menos una vez la año, fielmente sus pecados graves”. Además, “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental.” Si, no estando en gracia, uno quiere comulgar, es necesario confesarse antes.
El sacramento de la penitencia, como implica una conversión interior, no es simplemente arrodillarse en el confesionario, sino todo un proceso, con 5 pasos: (1) Examen de conciencia, (2) dolor de los pecados, (3) propósito de la enmienda, (4) decir los pecados al confesor y (5) cumplir la penitencia.
El examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito de la enmienda no tiene por qué hacerse justo antes de decir los pecados al confesor. Puede hacerse antes, incluso se recomienda hacerlo diariamente, antes de acostarse. Va muy bien tener un cuaderno donde apuntar los pecados cometidos.
El examen debe hacerse con seriedad, mirándose a fondo. El objetivo no es denigrarnos, sino saber dónde estamos en nuestro camino al cielo. No nos debe causar apuro ni tormento. Seguramente se nos quedará olvidado algún pecado. Si hemos sido serios en nuestro examen, no pasa nada.
Para que un pecado sea grave se necesitan tres condiciones: (1) Que la materia del pecado sea grave, o que uno la conciba como grave al tiempo de cometer el pecado. (2) Que tenga advertencia completa de que lo que va a hacer es gravemente malo. (3) Que tenga libertad completa de hacerlo o no hacerlo. Si falta una de estas tres cosas, el pecado no es grave (DC). Uno podria pensar que entonces lo que conviene es ser ignorante: si no sé cuáles son los pecados graves, nunca cometeré ninguno. No cuela: primero, de forma natural sabes que ciertos pecados son graves. Además, tienes la obligación de formarte en la fe e informarte, preguntando a tu párroco o leyendo el catecismo, por ejemplo. El no hacerlo es una negligencia grave, que es un pecado grave.
El dolor de los pecados es un pesar por haber ofendido a Dios, o en su defecto, por temor a los castigos asociados, ya sea en esta o en otra vida. Sentir dolor por temor no es ideal, pero es mucho mejor que no sentir dolor en absoluto. El dolor por temor es un primer paso para llegar al dolor por amor.
El propósito de le enmienda es una firme resolución de no volver a pecar. No es lo mismo proponerse no pecar y caer por debilidad, que ni siquiera proponérselo. Una manera de saber si estás haciendo una propuesta firme es si te alejas de los peligros. Por ejemplo, si caes mucho por cuestiones de sexo, como es mi caso, ¿procuras no mirar ciertos programas o ciertas películas?¿Te alejas de las playas en verano, donde hay demasiada ocasión de mirar donde no debes?
Aunque hayas hecho los tres primeros pasos antes de ir hacia el confesionario conviene dedicar unos minutos a repasarlos. Aquí va muy bien el cuaderno que he mencionado antes. No importa si ya no sientes el dolor de tus pecados con la intensidad de antes: basta que lo hayas sentido entonces.
Hay obligación de confesar los pecados graves, no lo hay de hacerlo con los leves, pero es mejor confesarlos. Tampoco hay obligación de confesarse de los pecados que tienes dudas que lo sean, aunque conviene hacerlo, indicando tus dudas al confesor. Callar algún pecado grave aposta invalida esta confesión y todas las que le siguen hasta que lo confieses. Y cuando lo hagas, tienes la obligación de volver a confesar todo aquello que confesaste en todas las confesiones inválidas. Como ves, es una tontería callarse. Si es un olvido involuntario la confesión es válida y el pecado queda perdonado, aunque conviene incluirlo en la próxima confesión.
Tener un confesor habitual, que nos conozca, puede ayudar a recibir mejores consejos, pero no es esencial. Por un lado, Jesucristo mismo, en una revelación, aconsejó a Sta. Faustina Kowalska que no dijera las cosas en función de quién era el confesor sino que hablara siempre como si le hablara a Él mismo. Y el confesor recibe una gracia especial para aconsejarte adecuadamente. En cierto modo, es como si Jesús mismo te hablara.
“El sacramento de la Penitencia puede también celebrarse en el marco de una celebración comunitaria, en la que los penitentes se preparan a la confesión y juntos dan gracias por el perdón recibido.” (CIC 1482). En estas celebraciones el examen de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito de la enmienda es comunitario y dirigido. La confesión personal y la absolución sigue siendo individual. Desgraciadamente, he visto abusos de celebraciones comunitarias sin confesión personal. No sé si esas confesiones fueron o no válidas.
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Esto no es todo lo que se puede decir de la confesión, por ejemplo, ni siquiera he entrado en la contrición perfecta y la imperfecta y excepciones a algunas de las normas descritas. Pero espero haber dejado claro que confesarse es esencial para ser un buen católico, que es una tontería sentir apuro por confesar nuestros pecados a un sacerdote (que además, no se van a escandalizar: ya lo han oído todo) y que es un instrumento fundamental de mejora y de paz, por el examen de nuestras conciencias y por las gracias que recibimos al confesarnos.
Confiésate a menudo. Lo notarás.
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