Esto es una barbaridad. Los católicos no podemos aceptar esta visión de las religiones. Las religiones no son todas igualmente buenas. Como bien dijo el Papa León XIII en su encíclica Imortale Dei, “La tolerancia igualitaria de todas las religiones… es lo mismo que el ateísmo.” ¿Creéis que Dios creó todas las religiones?¿Es que Dios actúa por prueba y error?
Por lo tanto sólo hay una religión verdadera. ¿Cuál es? No se puede demostrar internamente, por referencias a la propia religión: todos creeríamos que la nuestra es la verdadera. Y si buscamos pruebas externas, la verdadera es el cristianismo, como demostró Sto. Tomás de Aquino en apenas una página, en el capítulo VI del libro I de la Summa contra los gentiles, que añado al final de esta entrada. Su prueba se basa en algunos hechos comprobables: Una docena de pescadores galileos, probablemente muchos analfabetos, extienden la creencia en Dios, convenciendo a gente sencilla y a sabios, en todo el mundo conocido, desde la India (Sto. Tomás Apóstol), hasta España (Santiago el Mayor), en unos pocos años, sin prometer nada terrenal y entre persecuciones. La existencia de Jesús fue predicha durante siglos en escritos judíos. Realizaron milagros comprobables (y se siguen realizando). Ninguna otra religión puede decir esto de sí misma. Y las pruebas de Sto. Tomás siguen siendo válidas: siguen habiendo un flujo de conversiones del Islam al Catolicismo, que se hacen a pesar del peligro de muerte para los que se convierten. Mientras que entre los que se convierten del Cristianismo al Islam (que también los hay) muchos lo hacen seducidos por la violencia.
Por lo tanto nosotros sabemos que estamos en posesión de la Verdad, y que pertenecemos a la religión verdadera. ¿Qué hacemos?¿Nos la guardamos para nosotros? Recordemos que, antes de su Ascensión, Jesús ordenó: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado.» (Mc, 16:15-16). Cierto que se lo ordenó a los apóstoles, pero no podemos aceptar que la coexistencia –cree y deja creer (o no)– es la forma de comportarse de un buen cristiano. Más bien, si uno no intenta extender su fe, es que en el fondo no la tiene.
No. La fe es lo más importante que uno puede tener. Obviamente, más importante que la profesión, que el dinero o que el status. Pero también más importante que los amigos, incluso que la familia: "¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? replicó Jesús. Señalando a sus discípulos, añadió: Aquí tienen a mi madre y a mis hermanos. Pues mi hermano, mi hermana y mi madre son los que hacen la voluntad de mi Padre que está en el cielo" (Mt. 12, 48-50) La fe es el camino de la eternidad. La Tierra importa menos. ¡Ay! si creyéramos esto. ¡Ay, si de verdad lo creyera yo!
¿Y qué podemos hacer? Algunos tienen clara su misión apostólica. Tenemos a los misioneros, naturalmente, pero también tenemos a apostolados entre nosotros, como los de Church Militant, o Camineo. Pero los demás, ¿qué podemos hacer?
Yo soy cobarde. Y no sé hablar. Muchas veces callo porque si hablo pensarán (con razón) «estos cristianos son tontos». Pero por lo menos dejo claro que soy católico. Tengo una cruz en mi despacho, un anuncio de la Adoración Perpetua en mi puerta. Hago una breve oración y me santiguo antes de empezar mis clases. Y mis alumnos (espero) lo ven. Si me preguntan qué estaba haciendo y estaba rezando el rosario, lo digo: «estaba rezando el rosario». Y si la base de mi razonamiento es el Evangelio, también lo digo. No proclamo la palabra «a tiempo y a destiempo», como pedía S. Pablo, pero por lo menos intento no ocultarme. Intento ser más visible. Y rezo al Espíritu Santo para que me dé una lengua más ágil que me permita meter a Dios más en mis conversaciones. Y más valor.
Sobre todo más valor.
Sto. Tomás de Aquino. Summa contra los gentiles. Libro I, capítulo VI.
Los que asienten por la fe a estas verdades «que la razón humana no experimenta», no creen a la ligera, «como siguiendo ingeniosas fábulas», como se dice en la 2ª carta de San Pedro. La divina Sabiduría, que todo lo conoce perfectamente, se dignó revelar a los hombres «sus propios secretos» y manifestó su presencia y la verdad de doctrina y de inspiración con señales claras, dejando ver sensiblemente, con el fin de confirmar dichas verdades, obras que excediesen el poder de toda la naturaleza. Tales son: la curación milagrosa de enfermedades, la resurrección de los muertos, la maravillosa mutación de los cuerpos celestes y, lo que es más admirable, la inspiración de los entendimientos humanos, de tal manera que los ignorantes y simples, llenos del Espíritu Santo, consiguieron en un instante la máxima sabiduría y elocuencia. En vista de esto, por la eficacia de esta prueba, una innumerable multitud, no sólo de gente sencilla, sino también de hombres sapientísimos, corrió a la fe católica, no por la violencia de las armas ni por la promesa de deleites, sino en medio de grandes tormentos, en donde se da a conocer lo que está sobre todo entendimiento humano, y se coartan los deseos de la carne, y se estima todo lo que el mundo desprecia. Es el mayor de los milagros y obra manifiesta de la inspiración divina el que el alma humana asienta a estas verdades, deseando únicamente los bienes espirituales y despreciando lo sensible. Y que esto no se hizo de improviso ni casualmente, sino por disposición divina, lo manifiestan muchos oráculos de los profetas, cuyos libros tenemos en gran veneración como portadores del testimonio de nuestra fe, el que Dios predijo que así se realizaría.
A esta manera de confirmación se refiere la Epístola a los Hebreos: «Habiendo comenzado a ser promulgada por el Señor», o sea, la doctrina de salvación, «fue entre nosotros confirmada por los que la oyeron, atestiguándolo Dios con señales y prodigios y diversos dones del Espíritu Santo».
Esta conversión tan admirable del mundo a la fe cristiana es indicio certísimo de los prodigios pretéritos, que no es necesario repetir de nuevo, pues son evidentes en su mismo efecto. Sería el más admirable de los milagros que el mundo fuera inducido por los hombres sencillos y vulgares a creer verdades tan arduas, obrar cosas tan difíciles y esperar cosas tan altas sin señal alguna. En verdad, Dios no cesa aun en nuestros días de realizar milagros por medio de sus santos en confirmación de la fe.
Siguieron, en cambio, un camino contrario los fundadores de falsas sectas. Así sucede con Mahoma, que sedujo a los pueblos prometiéndoles los deleites carnales, a cuyo deseo los incita la misma concupiscencia. En conformidad con las promesas, les dió sus preceptos, que los hombres carnales son prontos a obedecer, soltando las riendas al deleite de la carne. No presentó más testimonios de verdad que los que fácilmente y por cualquiera medianamente sabio pueden ser conocidos con sólo la capacidad natural. Introdujo entre lo verdadero muchas fábulas y falsísimas doctrinas. No adujo prodigios sobrenaturales, único testimonio adecuado de inspiración divina, ya que las obras sensibles, que no pueden ser más que divinas, manifiestan que el maestro de la verdad está interiormente inspirado. En cambio, afirmó que era enviado por las armas, señales que no faltan a los ladrones y tiranos. Más aún, ya desde el principio, no le creyeron los hombres sabios, conocedores de las cosas divinas y humanas, sino gente incivilizada, habitantes del desierto, ignorantes totalmente de lo divino, con cuyas huestes obligó a otros, por la violencia de las armas, a admitir su ley. Ningún oráculo divino de los profetas que le precedieron da testimonio de él; antes bien, desfigura totalmente los documentos del Antiguo y Nuevo Testamento, haciéndolos un relato fabuloso, como se ve en sus escritos. Por esto prohibió astutamente a sus secuaces la lectura de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, para que no fueran convencidos por ellos de su falsedad. Y así, dando fe a sus palabras, creen con facilidad.
A esta manera de confirmación se refiere la Epístola a los Hebreos: «Habiendo comenzado a ser promulgada por el Señor», o sea, la doctrina de salvación, «fue entre nosotros confirmada por los que la oyeron, atestiguándolo Dios con señales y prodigios y diversos dones del Espíritu Santo».
Esta conversión tan admirable del mundo a la fe cristiana es indicio certísimo de los prodigios pretéritos, que no es necesario repetir de nuevo, pues son evidentes en su mismo efecto. Sería el más admirable de los milagros que el mundo fuera inducido por los hombres sencillos y vulgares a creer verdades tan arduas, obrar cosas tan difíciles y esperar cosas tan altas sin señal alguna. En verdad, Dios no cesa aun en nuestros días de realizar milagros por medio de sus santos en confirmación de la fe.
Siguieron, en cambio, un camino contrario los fundadores de falsas sectas. Así sucede con Mahoma, que sedujo a los pueblos prometiéndoles los deleites carnales, a cuyo deseo los incita la misma concupiscencia. En conformidad con las promesas, les dió sus preceptos, que los hombres carnales son prontos a obedecer, soltando las riendas al deleite de la carne. No presentó más testimonios de verdad que los que fácilmente y por cualquiera medianamente sabio pueden ser conocidos con sólo la capacidad natural. Introdujo entre lo verdadero muchas fábulas y falsísimas doctrinas. No adujo prodigios sobrenaturales, único testimonio adecuado de inspiración divina, ya que las obras sensibles, que no pueden ser más que divinas, manifiestan que el maestro de la verdad está interiormente inspirado. En cambio, afirmó que era enviado por las armas, señales que no faltan a los ladrones y tiranos. Más aún, ya desde el principio, no le creyeron los hombres sabios, conocedores de las cosas divinas y humanas, sino gente incivilizada, habitantes del desierto, ignorantes totalmente de lo divino, con cuyas huestes obligó a otros, por la violencia de las armas, a admitir su ley. Ningún oráculo divino de los profetas que le precedieron da testimonio de él; antes bien, desfigura totalmente los documentos del Antiguo y Nuevo Testamento, haciéndolos un relato fabuloso, como se ve en sus escritos. Por esto prohibió astutamente a sus secuaces la lectura de los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, para que no fueran convencidos por ellos de su falsedad. Y así, dando fe a sus palabras, creen con facilidad.
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